Read Los rojos Redmayne Online
Authors: Eden Phillpotts
»En virtud de esto, cuando Giuseppe, horas más tarde, fue en busca de la leche, le relataron el robo y volvió con la noticia a "El nido del cuervo". Describió al hombre y, sin la menor dificultad Benjamin y Joanna reconocieron en él, respectivamente, al hermano y al tío. ¡Robert Redmayne había entrado de nuevo en la lid!
»Los sucesos que se produjeron a continuación son demasiado conocidos y no es necesario que los refiera. Conviene, sin embargo, recordar que Robert no vuelve a aparecer ante nadie que no sea Joanna o Doria. En pocas palabras. No vuelve a aparecer. El disfraz permanece escondido y sólo es usado meses más adelante cuando el pelirrojo se muestra otra vez en las agrestes montañas del Griante. Aunque, a través de la descripción que Joanna y yo hacemos de él, parece muy próximo y con suficiente vida como para impresionar con su presencia a Benjamin y a Brendon, ha desaparecido en la nada. La "falsificación" queda nuevamente dormida; tan profundamente como el que yace en Foggintor.
»Como dije, un accidente modificó el plan inicial y la suerte volvió a ayudarnos, permitiéndonos mejorar nuestra primera combinación.
»Las lágrimas acuden a mis ojos cuando pienso en mi incomparable Joanna y en el asombroso dominio del detalle que demostró en "El nido del cuervo"; su sutileza y exquisito tacto, su delicadeza, su rapidez y su seguridad felinas. Benjamin y Brendon eran como niños en sus manos. ¡Oh maravilloso fénix femenino, tú y yo éramos espíritus iguales, incorporados a la humana arcilla! ¡Tú lo heredaste de tu padre; yo, de mi madre; fuego primitivo que se abre camino a través de los obstáculos para cumplir sus tenaces propósitos!
»Digo que un accidente nos obligó a alterar radicalmente nuestros planes, porque mi intención, la noche de la cita de Robert Redmayne con Benjamin, era matar al viejo marino en el cuarto de la torre y, con la ayuda de mi mujer, deshacerme de él antes del alba. Pero se postergó la muerte de Benjamin porque aquella noche, durante la conversación previa que sostuve con él a propósito de Joanna, adiviné, al advertir sus miradas torpes y su evidente nerviosidad, que alguien estaba oculto en el cuarto.
»Sólo había un escondite; únicamente determinada persona podía ser la que lo utilizaba. Oculté que había descubierto el secreto, y no fue el detective quien se vendió; cuando presentí su presencia proyecté rápidamente un haz de luz en uno de los orificios de ventilación del armario, y comprobé que nuestro sabueso estaba oculto allí dentro. Tuve que modificar mi plan de campaña de acuerdo con la novedad y resultó mucho más ventajoso. El hecho de asesinar a Benjamin en su propia casa, al llegar yo en lugar del esperado hermano, hubiera constituido, por cierto, una torpeza comparada con la notable hazaña de la noche siguiente.
»Conduje al viejo marino a la caverna, donde había dejado encendida la lámpara durante el recorrido que efectué más temprano a lo largo de la costa después de dejar a Brendon; desembarqué detrás de él y apenas sus pies pisaron tierra, le asesté un hachazo. Murió instantáneamente; y, minutos más tarde, su sangre corría por la arena. Luego excavé una fosa en el suelo de guijarro, en un punto que, a la hora, estaría cubierto por la marea. En menos de veinte minutos Benjamin Redmayne dormía debajo de un metro de arena y piedras; y yo regresaba a "El nido del cuervo". Una vez allí comuniqué a Brendon el encuentro de los hermanos y la petición que me habían hecho de que volviera más tarde. Fumé varios cigarrillos, bajé a nuestro pequeño puerto, saqué la pala de la lancha y la guardé en la casita, saqué un saco y emprendí el regreso al lugar del crimen.
»Cuando llegué a la caverna las olas cubrían la tumba del viejo lobo de mar. Desembarqué, llené a medias el saco con piedras y arena, desparramé estratégicas gotas de sangre y subí los peldaños del túnel, dejando el rastro que ocupó la atención oficial, con tan pobres resultados, durante los días siguientes. Al llegar a la meseta, vacié el saco, arrojando el contenido desde lo alto del acantilado; luego estampé varias huellas de las botas de Robert Redmayne que, por supuesto, había tenido la previsión de calzarme. Estaba seguro de que Marc Brendon las reconocería, porque rastros de las mismas existían en Foggintor y sus impresiones habían sido registradas.
»Volví a bajar rápidamente por el túnel, regresé a la casita de la lancha, guardé el saco, me cambié las botas y corrí a transmitir mi historia a Brendon. El traslado de éste a la caverna, nuestras infructuosas investigaciones y la imposibilidad de explicar la desaparición de Benjamin y la reaparición de Robert, son hechos que todos recuerdan. Sería superfluo relatar otra vez estos episodios; pero me parece interesante revelar que para nosotros fue sumamente divertido, por saber que Benjamin Redmayne estaría a menos de un metro de los pies de los investigadores, imaginar el trabajo que tendría, al día siguiente, la policía, cuando desembarcara en la playuela.
»Una vez más, mi admirable mujer y yo nos separamos por un breve período. Luego tuve la dicha de mostrarle el paisaje de Italia, donde nos esperaba la tarea restante. Aunque estábamos allí, resolvimos dejar pasar un tiempo prudencial antes de poner en práctica nuestros propósitos; y durante muchos meses no nos presentamos ante el último de los tres hermanos. Mientras tanto, disfrutamos de una segunda luna de miel; comunicamos nuestro casamiento a Albert y al ilustre Marc, a quien, por idea de Joanna, enviamos un trozo de la tarta de boda, para que comprendiera bien nuestra unión. No habíamos terminado aún con el genial representante de New Scotland Yard.
»Y ahora hablaré de Italia. Es verdad que en mi juventud sufrí un grave accidente en Nápoles, cuyo secreto sólo conocíamos mi madre y yo. En consecuencia, abrigaba cierto rencor por este bello país, no tan grande, sin embargo, como para disminuir el amor que me inspiraba. Desde tiempo atrás, Joanna y yo habíamos decidido que, una vez terminada nuestra tarea de eliminación, viviríamos allí, con dignidad y paz, el resto de nuestros días.»
Un legado para Peter Ganns
«Si en algún momento experimenté una sombra de pena al pensar en la supresión de quienes me habían calumniado y, por consiguiente, sellado su sentencia de muerte, fue después de vivir una temporada a orillas del lago de Como en compañía de Albert Redmayne. Emana del lago una sentimentalidad tan notoria; sus alrededores son tan serenos y sugieren una paz tan candorosa y llena de buena voluntad, que poco faltó para que mi corazón lamentase la próxima muerte del inocente bibliófilo. Pero Joanna, burlándose de mí, pronto consiguió anular esta impresión.
»”Guarda tu ternura y tus sentimientos para mí —me dijo—. No los compartiré con nadie."
»Mil veces hubiéramos podido asesinar a Albert sin dejar rastros: detalle que me trae a la parte de mi relato que más deploro. Pero cierta demora era necesaria, porque deseábamos conocer el valor comercial de sus libros, de lo contrario Virgilio Poggi nos hubiera robado después de la muerte del viejo. Entre esos libros se contaba un volumen medieval con la historia de la familia Borgia que, en circunstancias más felices, hubiera conservado como un tesoro.
»No obstante, aunque habíamos logrado éxito en cosas difíciles y peligrosas, fracasamos en esa tarea infantilmente fácil; y no fue por culpa de Joanna, sino por culpa mía. Si hubiese escuchado a mi inflexible compañera, me habría limitado a esperar el tiempo necesario para que ella buscara y encontrara el testamento de su tío. Lo hizo y, en vista de que el documento resultó plenamente satisfactorio, hubiera debido recordar que vale más pájaro en mano que ciento volando y cumplir de una vez mi tarea. La vanidad del artista se interpuso; mi orgullo, la conciencia de mi capacidad para sobresalir, estropearon la debida culminación del asunto. Los dos, sin duda alguna, éramos artistas, pero ¡cuánto más lo era ella! ¡Cuán severa y directa, cuán desdeñosa de toda innecesaria elaboración! Pertenecía en cuerpo y en espíritu al período más excelso del arte griego, y en ella se repetía la simplicidad y la perfección austera y sin alma de aquella época. Si me hubiera convencido, estaríamos ahora disfrutando juntos de nuestra tarea cumplida.
»Aunque no pudo conseguirlo, realizó, en el momento de la derrota, la hazaña última y magnífica de interceptar la muerte en mi camino para que viviera. Leal hasta el fin, se sacrificó, olvidando en aquel supremo instante que, sin ella, la vida no tiene para mí ninguna razón de ser. Cuando Joanna exhaló el último suspiro, mi deseo hubiera sido morir al mismo tiempo que ella. En cuanto a la vida futura, en cuya existencia creo con todas mis fuerzas, tengo la convicción de que compartiremos la eternidad, puesto que ella y yo hemos merecido el mismo trato; en consecuencia, por el hecho de seguir juntos estaremos en el cielo, aunque el Supremo Hacedor quiera lo contrario. Pero ¿quién osa dogmatizar? "Nada, en sí, es bueno ni malo; sólo el pensamiento lo convierte en uno u otro"; y lo que la mente de Dios tenga a bien pensar de cualquier proceder humano es, hasta ahora, un secreto que sólo Él conoce. No creó al tigre para que comiera hierba, ni al águila para que se alimentara de miel.
»La sensatez de mi mujer y su claridad de visión la indujeron a desconfiar en seguida del norteamericano Peter Ganns. Apenas vio Joanna a ese extraordinario personaje, comprendió que su mentalidad en nada se parecía a la de Brendon. No era una edición norteamericana de nuestro pobre y manso Marc. Su sorprendente llegada a Menaggio, cuando aún no lo esperábamos, convenció a Joanna de que el nuevo detective constituiría un factor de suma gravedad en cualquier cálculo futuro. Por mi parte, advertí también la reciedumbre de su carácter, y me alegré, porque al fin me veía frente a un enemigo digno de mi inventiva y de mis recursos.
»Debido, sin duda, a su desagradable profesión, Peter Ganns era sumamente escéptico. Hubiera debido llamarse "Thomas", en vez de "Peter". Tenía la desconcertante costumbre de no aceptar, a primera vista, la existencia de un hecho; y su "tercer ojo", como lo llamaba —un ojo mental—, veía mil cosas invisibles para la generalidad de los observadores. Poseía las dotes que caracterizan al criminal clásico.
»Mi vanidad artística, esta falsa y estúpida sensación de superioridad, desbarató mi obra, porque me impidió proceder de modo que Ganns se viera ante el problema de descubrir al asesino de Albert en lugar de verse ante la tarea de preservar su vida. Si Albert hubiese desaparecido bajo las aguas del lago de Como antes de la llegada de Ganns, ni veinte Peters con su inteligencia lo habrían hallado; pero, aunque nadie en el mundo hubiera podido salvar la vida de Albert, puesto que había decidido quitársela, embrollé con mis errores lo que había premeditado para después de su muerte. Una vez más, Ganns actuó antes de lo que esperaba y me vi, demasiado tarde, frente a destructora verdad. Me había descubierto. Regresó a Inglaterra, trabajó como un topo, y seguramente desenterró mi historia y llegó a la conclusión lógica de que era más razonable que Michael Penrod hubiera asesinado a Robert Redmayne, que éste a aquél. Partiendo de esta base, cada suceso reconstruido por él debe de haber proyectado nueva luz sobre los siguientes; no obstante, es indudable que sólo una prodigiosa chispa de inspiración le permitió identificar en Doria al desaparecido Penrod.
»Ganns es hombre excepcional en su esfera, pese a que es comilón y cava su tumba con los dientes; pese a su repugnante costumbre de atragantarse con tabaco en polvo, en lugar de fumar como un caballero; pese a esto, no siento sino admiración por él. Su pequeña tramoya —servirme una dosis de mi propia medicina, presentándome en la penumbra a un falso "Robert Redmayne"— fue admirable. Ocurrió en forma tan repentina e inesperada que no hallé la adecuada respuesta. Confesar que había visto al fantasma era peligroso; pero fingir, después, que no lo había visto fue fatal. El detective demostró su extraordinaria inteligencia cuando me aseguró que nada había visto, induciéndome a sospechar que había sido víctima de mi propia imaginación. Desde aquel momento la batalla estaba librada, con grave desventaja para mí.
»Me faltaba averiguar qué provecho sacaría el adversario de mi desliz. En todo caso, no había tiempo que perder; porque supuse que Ganns no podría menos que asociarme con el desconocido que, usando las ropas de Redmayne, había disparado su arma contra Brendon cuando él, Ganns, estaba ausente. Como es de imaginar, Joanna fue quien me ayudó a excavar, en el Griante, la fosa destinada a Marc, y compartió mi desilusión al saber que Brendon había escapado al disparo. En realidad, lo salvó el pequeño accidente de haberse mordido la lengua. Vi la sangre que manaba de su boca; por eso no hice un nuevo disparo.
»No adiviné que Peter pensaba detenerme la noche de la muerte de Albert; ¿en qué podía basarse para hacerlo? A decir verdad, creí que después de completar nuestra obra, eliminando a Albert, el bueno de Ganns no tardaría en comprobar, a su entera satisfacción, que no había motivo para sospechar de mí y pondría en tela de juicio su teoría. De haber sabido que Peter estaba a punto de alcanzar la meta, mi primer pensamiento hubiera sido desaparecer inmediatamente para reaparecer un año o dos después, bajo el disfraz de una nueva personalidad, cuando la tormenta se calmara. En tal caso hubiera echado a correr el rumor de que "Giuseppe Doria" se había suicidado y habría dejado pruebas fehacientes de la forma en que había cometido el hecho.
»Pero no fui capaz de medir la majestuosa altura del talento de Peter Ganns; y, aprovechando su corta ausencia, recurrí a un sencillo ardid y asesiné a Albert Redmayne. Únicamente Marc Brendon hubiera podido impedirlo; pero poco le costó a Joanna, que había reservado su irresistible y definitiva súplica para cuando se presentase alguna ocasión de importancia vital, dominar la limitada inteligencia de Marc, despertando en él esperanzas y visiones de un porvenir dichoso en brazos de la amada. Es menester subrayar que el apasionamiento de este hombre sirvió reiteradamente para mejorar nuestra situación y desbaratar los esfuerzos de Peter Ganns. El hecho de que éste confiara en él aquella importantísima noche, encargándole que cuidara a Albert, demuestra que Peter nunca advirtió las limitaciones de su colega. Sí; hasta Peter es humano; demasiado humano.
»Mientras Joanna narraba sus sufrimientos recurriendo a la pasión de que era presa su interlocutor, salí de la casa, y Brendon me vio partir. Conseguir un bote para cruzar a Bellagio fue cuestión de diez minutos. Subí a uno, sin incomodar al dueño, embarqué una docena de pesadas piedras, y poco después bogaba hacia "Villa Pianezzo" y subía la escalinata. Mi disfraz consistía, solamente, en una barba negra, salvo que había dejado mi chaqueta en el bote y me presenté en mangas de camisa ante Albert Redmayne.