Los rojos Redmayne (16 page)

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Authors: Eden Phillpotts

8

Muerte en la caverna

Cuando se quedó solo, Brendon consideró el futuro con cierta melancolía; pensó en que la suerte lo había despojado de su principal esperanza. La suerte, que con tanta frecuencia le había servido fielmente, ahora, en lo más importante de su vida, se volvía contra él. No se le ocurría compararse con su afortunado rival; pero era evidente que la casualidad había proporcionado a Doria magníficas oportunidades que él en ningún momento había tenido. Se dijo, no obstante, que un hombre más hábil hubiera sabido crear las necesarias oportunidades. ¿Qué valor tenía su cariño si no lograba vencer las desventajas de la suerte?

Comprendía que estaba descartado; se sentía incapaz de imponerse y cortejar a Joanna con el pretexto de que la haría más feliz que su rival. No ignoraba que Giuseppe, alegre y lleno de vitalidad, tenía más probabilidades que él de hacerla dichosa, porque estaba en condiciones de dedicarle todo su tiempo; en cambio, para él, Brendon, la boda y el hogar no serían más que parte de su vida futura. Tenía su carrera y bien sabía que, pese a la probable situación independiente de Joanna, jamás abandonaría la profesión que le había dado celebridad. Pero, en un punto, persistían sus dudas y su temor por ella; temor de que un hombre tan atrayente como Doria siguiera la inclinación de su raza y se cansara pronto de los lazos matrimoniales.

Luego se dedicó a considerar otro aspecto de la situación, y analizó las palabras que Joanna había pronunciado un rato antes. Este análisis lo condujo a una sola conclusión: tuvo la seguridad de que, transcurrido el tiempo exigido por el decoro, ella entregaría su amor a Doria. Esto equivalía a aceptar que, inconscientemente o no, lo amaba. Tal deducción sorprendía a Marc, porque aunque reconocía los atractivos de Doria, le costaba creer que se hubiera debilitado tan pronto en la memoria de Joanna la imagen de su marido. Recordaba el dolor que demostraba en Princetown y sus afirmaciones de amor conyugal; veía que estaba vestida de riguroso luto. Era, por cierto, joven; pero su carácter nunca le había parecido juvenil ni despreocupado.

En oposición a ese argumento, era cierto que la había conocido después de la pérdida de su marido, en una hora de duelo. Recordó su canto en el páramo, la tarde que se había cruzado con él por primera vez, a la luz del poniente. Probablemente había sido risueña y jovial antes de la muerte de su marido. Pero con toda seguridad no era frívola. El conocimiento que Brendon tenía del carácter se lo decía. El rostro de la joven reflejaba fuerza y también dulzura. En sus raras conversaciones con ella había comprobado que los temas serios le interesaban; pero esto se debía, quizá, a que Joanna respondía, como un instrumento delicado, al ambiente que la rodeaba; y él, junto a ella, sólo había demostrado seriedad. En cambio, en compañía del italiano, ella había tenido, seguramente, oportunidades de sonreír y de olvidar. Los asuntos personales de Doria, tema que a éste le encantaba, la habían distraído, sin duda, disipando sus pensamientos tristes; sea como fuere, no era posible que, a su edad, no tuviera otra perspectiva que suspirar toda la vida.

Sus reflexiones se vieron interrumpidas por el regreso de la gasolinera. Hacía una hora que había partido. Marc oyó que navegaba velozmente, rumbo al embarcadero. En la creencia de que Benjamin Redmayne y su hermano llegarían en la embarcación, se dispuso a marcharse a su cuarto y a permanecer allí hasta el día siguiente. Había prometido no mostrarse si Robert Redmayne no deseaba verlo ni discutir el futuro con él.

Pero, una vez más, Doria volvió solo a «El nido del cuervo» y las noticias que traía modificaron los propósitos del detective. El italiano estaba muy inquieto y temía que a su amo le hubiese ocurrido algo grave.

—Cuando transcurrió la hora fijada, acerqué la lancha —dijo—, y la marea la llevó a escasos metros de la entrada de la caverna. La luz estaba encendida; pero no alcancé a divisar a ninguno de los dos. Llamé dos veces, pero nadie contestó. Reinaba una quietud de muerte y aproximé un poco más la lancha para cerciorarme de que no había nadie allí. La caverna estaba vacía. Me alarmé mucho y volví en busca de usted.

—-¿No desembarcó?

—No bajé a tierra; pero estuve a menos de cinco metros de la caverna porque la marea seguía subiendo. La luz brillaba en un sitio desierto. Le ruego que me acompañe, porque presiento alguna desgracia.

Muy preocupado, Brendon buscó su revólver y una linterna eléctrica y sin perder tiempo descendió a la playa, en compañía de Doria. Pronto se hallaron navegando rumbo a la caverna. Durante varios minutos la lancha desarrolló el máximo de su velocidad; luego cambió de rumbo y se acercó a la costa, debajo de los acantilados. Al nivel del mar, entre la densa oscuridad de los precipicios, Marc divisó un solitario haz de luz, semejante a la fosforescencia de una luciérnaga; Doria, acortando la marcha, se dirigía hacia ese punto. Segundos después paró el motor y la proa de la lancha encalló en la playita situada frente a la entrada del escondite de Robert Redmayne. La luz de la lámpara era abundante; pero, aunque mostraba la soledad de la caverna, no la iluminaba suficientemente como para distinguir la altura del techo ni revelar la existencia de una segunda abertura situada en el fondo, por donde subía una galería con escalones rudamente tallados en la piedra.

—Es un lugar que el señor me mostró hace mucho tiempo —explicó Doria—. Antiguamente era usado por contrabandistas y los escalones que tallaron existen aún.

Los dos hombres desembarcaron y Giuseppe amarró la lancha. En cuanto entraron, se vieron frente a la evidencia de una tragedia. El suelo de la caverna estaba cubierto de finos guijarros con mezcla de arena. Innumerables grietas hendían las paredes rocosas, cuyo estrato presentaba múltiples salientes y rugosidades. La lámpara se hallaba colocada sobre un retallo y proyectaba sobre el suelo una zona de luz. Allí estaban amontonados los restos de los alimentos llevados a Redmayne la víspera; se advertía que había bebido y comido de buena gana. Pero el detalle que más llamaba la atención era lo pisoteada que estaba la superficie del suelo. Pesadas botas habían dejado allí marcas profundas. En un punto se veía una depresión que parecía causada por la caída de un cuerpo de gran tamaño y Brendon descubrió sangre: una gran mancha oscura, casi seca, porque su sustancia era absorbida por el suelo arenoso.

Se asemejaba más a un borrón que a un charco y, a la luz de su linterna, Marc divisó un rastro de gotas que se extendía irregularmente hacia el fondo de la caverna. Partiendo de la depresión dejada por la caída del cuerpo, había un rastro en forma de surco trazado en la misma dirección y Marc dedujo que uno de los hombres había tumbado al otro y que luego lo había arrastrado hacia la chimenea o galería que se abría en la extremidad de la caverna. Manchas de sangre y el rastro de un pesado cuerpo llegaban hasta los escalones de piedra y allí desaparecían.

El detective se detuvo al pie de la abertura y preguntó a Doria qué altura tenía la escalera y dónde conducía; pero durante un rato su compañero, aturdido por la impresión, no pudo contestarle. Giuseppe no disimulaba el miedo que lo embargaba, unido a la sincera emoción que le inspiraba la tragedia implícita en los vestigios que acababan de hallar.

—¡Esto significa muerte... muerte! —repetía sin cesar, y entre frase y frase, con la boca abierta, miraba a su alrededor con ojos espantados, tratando de penetrar las sombras circundantes.

—Serénese y trate de ayudarme —dijo Brendon—. Cada minuto que pasa es precioso. Parecería que han subido a alguien a rastras por aquí. ¿Es posible?

—Creo que un hombre muy fuerte podría hacerlo. Pero él no; estaba muy débil...

—¿Dónde lleva esto?

—Hay muchos escalones bajos, luego una larga subida en pendiente; después hay que agachar la cabeza y escurrirse por un agujero. Se llega entonces a una meseta en mitad del acantilado. Es un borde ancho, y de él parte un único sendero, empinado y áspero, que asciende en zigzag, como nuestros caminos de Italia, hasta llegar a la cima. Pero es un sendero difícil y escabroso..., no es posible recorrerlo de noche.

—Tenemos que recorrerlo de cualquier modo y haremos que sea posible. ¿La lancha está bien amarrada?

—Si me ayuda, la entraremos en la caverna. Así podremos explorar tranquilamente, sin temor de que le ocurra algo.

Lamentando la pérdida de tiempo, Marc prestó ayuda, y pronto la lancha estuvo fuera del alcance de la marea alta. En seguida, yendo delante Brendon, que iluminaba los escalones con su linterna, ambos iniciaron la ascensión. Salvo varias gotas de sangre, diseminadas aquí y allí, la escalera de piedra no reveló nuevos indicios; pero cuando llegaron al último escalón, al punto donde el pasaje subterráneo doblaba hacia la izquierda, siempre entre la roca sólida, advirtieron en la pendiente, resbaladiza debido a las filtraciones del techo, una mancha en línea recta trazada sobre la superficie barrosa. Después de casi cincuenta metros de recorrido la galería se estrechaba y el techo era más bajo; pero seguía visible el rastro liso de un pesado cuerpo que había sido arrastrado hacia arriba. Con excepción de una que otra palabra, los dos hombres avanzaban en silencio; pero de cuando en cuando Brendon oía que el italiano hablaba solo.

—¡Mi amo, mi amo..., la muerte! —repetía.

En los últimos diez metros de galería, Marc se vio obligado a arrodillarse y gatear. Luego salió y se halló al aire libre sobre un borde de piedra situado a gran altura entre la tierra y el mar. Todo era oscuridad y silencio en torno. Hizo un ademán a Doria, y ambos escucharon atentamente durante varios minutos; pero sólo llegaba a sus oídos el sordo murmullo del agua que, a considerable distancia, se agitaba allá abajo. Ningún otro rumor rompía el silencio que los rodeaba.

Estaban de pie sobre una meseta cubierta de fino césped, reseco a causa del invierno y con evidencias de que allí se posaban las aves marinas. Ayudado por la luz de la linterna que recorría la superficie del borde de piedra, Giuseppe recogió varias plumas grises.

—Para las pipas del señor —explicó—. Usa plumas de ave para limpiarlas.

Encima de sus cabezas la línea del acantilado se extendía, negra como tinta, contra el cielo; por contraste, las nubes de medianoche parecían claras. Brendon descubrió indicios de que el peso muerto arrastrado desde abajo, había sido depositado un rato en aquel mismo punto; además, ciertos rastros en la hierba indicaban que el hombre vivo había descansado allí después del enorme esfuerzo. Se veían coágulos de sangre en el césped, cerca de dichas huellas; pero, ninguna otra señal visible en la oscuridad reinante. Recordando la muerte de Michael Penrod, Brendon reconstruía, en teoría, los sucesos que ahora le tocaba investigar. Era más que probable que Robert Redmayne hubiera matado a su hermano mayor; y, al parecer, había procedido en la misma forma que la otra vez, trasladando a su víctima dentro de un saco. Marc admitía esta suposición, porque el rastro que había en el suelo de la caverna y a lo largo del camino que acababa de recorrer, era, evidentemente, el de un bulto redondeado y de mucho peso que no cambiaba de forma al ser arrastrado.

Permaneció varios minutos pensativo.

—¿Por dónde se sale de aquí? —preguntó luego, y Doria, avanzando cautelosamente hacia el lado este del borde, le indicó un sendero ascendente, estrecho y rocoso. Era escarpado y abrupto y se advertía claramente que era poco transitado, porque estaba cubierto de zarzas y de vegetación marchita. Empezaron a subir; Brendon ordenó a su compañero que no tocara nada, para poder realizar luego, si era necesario, una minuciosa investigación a la luz del día. El sendero torcía bruscamente de izquierda a derecha, ascendiendo siempre y, como no era demasiado empinado, permitía avanzar sin interrupción. Llevaba, finalmente, a la cima del acantilado, donde en el límite de una árida zona de cincuenta metros, se levantaba una tapia de poca altura que separaba de los precipicios las tierras aradas. Pero no vieron a ningún ser humano; y sobre el tupido césped de la cima los pasos no dejaban la menor huella.

—¿Qué opina usted? —preguntó Doria—. Su cerebro es más rápido y experto en dilucidar estas vilezas. ¿Será posible que mi amo y amigo esté muerto? ¿Muerto el viejo lobo de mar?

—Sí —repuso Brendon tristemente—. No me cabe la menor duda. También es cierto que ha ocurrido algo que debí haber evitado. Y se ha perdido una vida que pudo ser salvada. Desde el comienzo de este asunto he sido excesivamente confiado; he prestado crédito a todo lo que me decían.

—No se eche la culpa —contestó el otro—. ¿Qué razón había para que dudase de lo que le decían?

—Había una, y es que mi misión consiste en dudar y en no confiar en nadie. No culpo a otros, ni insinúo que hayan querido engañarme; pero acepté, como todos, lo que parecía obvio y razonable, en lugar de analizar las cosas personalmente. Tal vez no lo vea usted así, Doria; pero otras personas se apresurarán a interpretar las cosas de este modo.

—Hizo lo que pudo, como lo hicimos todos. ¿Quién iba a adivinar que venía a matar a su hermano?

—Un loco es capaz de todo. Mi culpa consiste en haber supuesto que había recobrado la razón.

—¿Hay algo más natural? ¿Qué motivo tenía usted para suponer lo contrario? Unicamente loco pudo asesinar al marido de Madona, y únicamente muy cuerdo pudo después escapar de los esbirros. Por eso usted dedujo que primero había estado loco y luego cuerdo; y que ahora vuelve a estar mal de la cabeza.

Brendon deseaba llegar a Dartmouth cuanto antes a fin de iniciar las investigaciones al amanecer. Doria reflexionó sobre si llegarían más rápidamente por tierra o por agua, y sacó en limpio que el trayecto era más corto yendo en la lancha que por la carretera.

—Tenemos que volver por la galería —dijo—, porque no hay otro modo de llegar hasta la lancha.

Brendon aceptó y bajaron el sendero en zigzag; luego, desde la meseta, volvieron a entrar en la galería y llegaron a los escalones y a la caverna. Apagaron la lámpara que seguía encendida y pronto se hallaron sobre el agua. A la luz trémula del alba, mientras surcaban velozmente el tranquilo y plomizo mar, la pequeña embarcación proyectaba a uno y otro lado una lluvia de espuma, dejando al pasar la blancura de su estela.

Cuando se hallaron frente a «El nido del cuervo» vieron una figura al pie del mástil y reconocieron a Joanna Penrod. La joven no hizo ademán alguno; pero al verla, Giuseppe se puso visiblemente nervioso. Detuvo la lancha y dirigió un ruego a Brendon.

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