Los rojos Redmayne (14 page)

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Authors: Eden Phillpotts

Todo fue dispuesto como queda dicho. Marc ocupó su posición en el cuarto de arriba y Benjamin procuró que nadie lo molestase. Era costumbre de Redmayne echar la llave al cuarto de la torre cuando no estaba allí, y lo cerró hasta la noche. Después de haber llevado a Brendon algunos alimentos a su escondrijo, comió con Joanna y el italiano. Habían concertado que el marino subiría a su torre alrededor de las once y que Marc estaría oculto en el armario.

A la hora convenida Doria y su amo subieron juntos, el primero llevando una luz. Joanna también les hizo compañía, pero sólo durante diez minutos; luego se retiró a acostarse. El tiempo se había tornado tormentoso y húmedo. El viento del Oeste silbaba y sacudía el cuarto de la torre, proyectando contra los vidrios la violencia de la lluvia. Benjamin, inquieto, recorría el aposento de un lado al otro, y observaba atentamente las tinieblas de la noche, frunciendo el entrecejo.

—El pobre diablo se ahogará —dijo—, o se romperá la cabeza tratando de trepar hasta aquí en esta oscuridad.

Giuseppe había subido una jarra con agua, una botella de ginebra, un barrilito de tabaco y dos o tres pipas de arcilla. El viejo marino nunca fumaba hasta después de cenar y luego lo hacía sin interrupción hasta la hora de acostarse.

—Usted que es inteligente —preguntó a Doria, volviéndose hacia él— y conoce bastante la naturaleza, ha visto con sus propios ojos a mi hermano. ¿Qué le pareció?

—Lo observé detenidamente y escuché lo que decía —contestó el italiano—, y tengo la impresión de que está muy enfermo.

—¿Le parece probable que algún día se desate y vuelva a degollar a alguien?

—No, nunca. Creo lo siguiente: cuando mató al marido de Madona, estaba loco; ahora no lo está. No está más loco que cualquier otra persona. Sólo ansía una única cosa: paz.

7

El convenio

Benjamin encendió su pipa y buscó su libro favorito,
Moby Dick
. Desde largos años atrás, la obra maestra de Hermán Melville era, para el viejo marino, la única literatura del mundo. Hallaba en
Moby Dick
lo que más le interesaba en la vida, y todo cuanto necesitaba para reconciliarse con la muerte, cada día más próxima, y con la idea de una existencia futura más allá de la tumba. Esa obra le proporcionaba también el incesante compañerismo del mar, tan esencial para su felicidad.

—Bueno —dijo a Doria—, puede retirarse. Dé, como de costumbre, una vuelta para cerciorarse de que todo marcha bien arriba y abajo; luego vaya a acostarse. Deje encendida la luz del vestíbulo, y sin llave la puerta delantera. ¿Sabe usted si mi hermano tenía reloj?

—No lo tenía; pero la señora pensó en eso y le prestó el suyo.

Benjamin asintió con la cabeza y eligió una pipa de arcilla.

—¿Se siente tranquilo? —prosiguió Doria—. ¿No desea que me quede despierto para ayudarlo, si me necesita?

—No, no..., retírese y váyase a dormir. Y déme su palabra de caballero de que no me espiará. Razonaré con el pobre desventurado; creo que saldrá bien. Sabemos que ha sufrido una conmoción y que fue herido; creo, por tanto, que la ley no será demasiado severa con él.

—La señora se comportó como un ángel con Robert Redmayne. Al principio él creyó que ella se proponía delatarlo. Pero sus ojos le demostraron que había ido en su busca, llena de piedad. ¿Me permite hablar un momento de su sobrina antes de retirarme?

Benjamin encogió sus cargados hombros y se pasó la mano por el cabello rojizo.

—No vale la pena hablar de ella antes de haber hablado con ella —repuso—. Sé muy bien lo que usted pretende. Pero me parece que es cuestión de Joanna, y no mía. Ha hecho cuanto ha querido desde chiquilla... Debajo de sus formas femeninas esconde la voluntad de su padre.

Benjamin, incómodo, tenía presente que Marc Brendon oiría las palabras que allí se pronunciarían; pero no había modo de remediar la situación.

—En Italia es costumbre hablar con los padres de la amada —explicó Doria—. Ganar la voluntad de usted significa avanzar mucho en mi camino, porque ocupa el sitio de sus padres. ¿No es así? No puede vivir sola. Dios no la hizo para soltera o viuda. En mi idioma existe un refrán que dice: «La que nace agraciada, nace casada.» Temo mucho que se le presente otro hombre.

—Pero ¿en qué han quedado sus ambiciones? ¿No piensa en su boda con una rica heredera para reclamar el título y las propiedades de sus antepasados desaparecidos?

Con amplio ademán, Doria extendió sus manos a derecha e izquierda, como desechando sus viejas esperanzas.

—Es el destino —expresó—. Había planeado mi vida sin amor; nunca había amado y no lo deseaba. Pensé que el amor nacería cuando me hubiera casado con una heredera, después de obtener los medios y el ocio necesarios para amar. Ahora todo ha cambiado. La flecha ha sido disparada. El espíritu y la simpatía, y no la mujer rica, han ganado. Ahora no quiero a la mujer rica, sino a la que despierta en mí pasión, adoración, idolatría. La vida no significa nada sin Madona. ¿Qué son los castillos y los títulos, la pompa y la gloria, comparados con ella? ¡Menos que nada, señor!

—¿Y ella qué dice, Giuseppe?

—Su corazón calla; pero algo en sus ojos me invita a tener esperanzas.

—¿Y yo?

—¡Ay! El amor es egoísta. Pero es usted el último a quien yo haría sufrir o despojaría de algo. Ha sido muy bondadoso conmigo, y Madona lo quiere mucho. Le aseguro que si ocurriera lo que tanto ansío, ella no haría nada que pudiera contrariar a una persona que se ha comportado con ella del modo que usted lo ha hecho.

—Sea como fuere, me parece mejor dejar a un lado este tema hasta dentro de seis meses —observó Benjamin, encendiendo su larga pipa de arcilla—. Supongo que en su país, lo mismo que en éste, existen formas correctas e incorrectas de acercarse a una mujer; y considerando que mi sobrina acaba de quedar viuda (y en circunstancias particularmente dolorosas), comprenderá usted que esas frases de amor seguirán estando fuera de lugar durante bastante tiempo.

—Es muy cierto lo que usted dice. Procuro ocultar el fuego de mis miradas. Sólo me atrevo a mirarla con los ojos entornados.

—Joanna recibirá bastante dinero; y un hombre tan listo como usted indudablemente ha de saberlo. Pero, por ahora, todo está en el aire. Su marido no dejó testamento, y como no existe nadie con mayor derecho a la herencia que Joanna, ella recibirá todo el dinero; es decir, una suma que representa alrededor de quinientas libras anuales de renta. Pero, cuando pase el tiempo, Joanna tendrá mucho más. Mi hermano Albert y yo somos viejos solterones sin vínculos más cercanos que nuestra sobrina. En realidad, si todo transcurre normalmente será bastante rica algún día. No tanto como para comprar castillos en ruinas; pero sí como para gozar de una espléndida renta. Además, está el dinero del pobre Robert, porque sea cual fuere la suerte que le espera, no me parece que podrá gastarlo en el futuro.

—Para mí eso es como viento que silba entre los árboles y cacareo de gallinas —declaró Doria—. No he pensado en ello, y no me interesa. El criterio del amor que siento por Joanna es que contra él nada pesa en la balanza. Que fuera una pordiosera, o que poseyera millones, mi corazón seguiría siendo el mismo. La adoro con todo mi ser; tanto que no existe en mi espíritu el menor resquicio que pueda servir de asidero al ansia de riquezas, como tampoco al temor de la pobreza. La felicidad no depende de la carencia o de la abundancia de dinero; lo único que impide hallar la felicidad en este mundo es la falta de verdadero amor.

—Lo que usted dice puede ser jactancia, o la pura verdad...; lo ignoro. Nunca me he enamorado, y nadie ha gastado jamás en mí una onza de afecto —replicó Redmayne—. Pero ha oído lo que le dije. De todos modos, tenga paciencia otros seis meses; probablemente tendrá más éxito que si lo hace así; porque una cosa es innegable: Joanna no lo amará más porque la corteje usted en las actuales circunstancias.

—Tiene toda la razón —contestó el otro—. Confíe en mí. Ocultaré mis sentimientos y seré exquisitamente prudente. Su duelo será respetado; no solamente por motivos egoístas, sino porque soy un caballero, como me lo recordó usted.

—La juventud es la juventud, y a ustedes los italianos les han puesto dentro mucho más apasionamiento que a nosotros los de estas latitudes.

Repentinamente Doria cambió de actitud y miró a Benjamin con aire severo y cierta curiosidad. Luego sonrió para sus adentros y terminó la conversación.

—No tema —dijo—. Confíe en mí. A decir verdad, no hay razón para que sea de otro modo. Ni una palabra más de esto hasta dentro de seis meses. Le deseo que pase muy buena noche, señor.

Se marchó, y durante varios segundos reinó el silencio, interrumpido por la violencia de la lluvia que golpeaba los ventanales del cuarto de la torre; luego Brendon salió del escondrijo y estiró sus miembros. Benjamin lo miró con expresión mitad humorística, mitad ceñuda.

—Así es como se presenta la situación —comentó—. Ahora ya lo sabe.

Marc agachó la cabeza.

—Y cree que ella...

—Sí; lo creo. ¿Por qué no? ¿Ha conocido usted alguna vez a un hombre con mayores probabilidades de encantar a una muchacha?

—¿Mantendrá su palabra de que no tratará de conquistar su amor hasta pasados seis meses?

—Es usted tan inexperto en amor como yo; pero su pregunta es fácil de contestar. ¡Claro que tratará de conquistarla! No podrá evitarlo y ni siquiera necesita hablar.

—A Mrs. Penrod le será odiosa, durante muchos años, la idea de volver a casarse; y ningún verdadero inglés se atrevería a inmiscuirse en su dolor, digno del mayor respeto.

—No estoy capacitado para opinar sobre eso. Pero no me cabe duda de que sea cual fuere la profundidad de su dolor, está muy interesada por Giuseppe..., que no es inglés.

Conversaron cerca de una hora, y Marc pudo comprobar que el viejo marinero era bastante fatalista. Había sacado la conclusión definitiva de que su sobrina se casaría muy pronto por segunda vez, y con el italiano. Tal perspectiva sólo molestaba a Benjamin desde el punto de vista de su propia comodidad. Brendon observó que Redmayne no tenía objeciones contra la persona de Doria y que no desconfiaba de él. Al parecer, el tío de Joanna no preveía que su sobrina lamentaría alguna vez haber aceptado semejante marido; Marc, juzgando con imparcialidad, creía sinceramente que, tarde o temprano, un personaje tan inconsciente y de físico tan atrayente ensombrecería la vida de la joven. Conocía la calidad de su propio amor; pero comprendía cuan inútil era, por el momento, demostrarlo. Efectivamente, no veía posibilidad alguna de serle útil en aquella encrucijada. Pero era paciente y esperaba que el futuro le proporcionaría, quizá, la ocasión de ayudarla en algo tan vital, aunque ella no pudiera corresponder a su cariño.

Conocía bien sus propias reacciones y sabía que el amor extraño y desconocido que experimentaba era un sentimiento profundo y omnipotente, superior a todo deseo de felicidad egoísta y puramente personal. Tal vez Doria pensara lo mismo de su amor; pero a Brendon le parecía difícil que, llegado el momento de prueba, el italiano antepusiera la felicidad de la joven a su propia pasión.

Cuando faltaba poco para la una se dispuso a esconderse de nuevo en el armario; pero antes de hacerlo, volvió al tema de Robert Redmayne. El viejo marino dijo su última palabra sobre el particular, dejando a Marc inquieto ante el cariz que adquiriría el futuro inmediato.

—Si mi hermano —expresó Benjamin— me da alguna explicación favorable de lo que hizo; si me convence, por ejemplo, de que mató a Penrod en defensa propia, estaré de su parte y no lo entregaré mientras pueda luchar junto a él. Me dirá usted que, procediendo de este modo, también me pondré al margen de la ley; pero no me importa. La sangre tira en un caso así.

Era, a todas luces, una nueva actitud; pero el policía nada dijo, y cuando el reloj del vestíbulo de abajo dio la una, entró en el armario y cerró la puerta. Benjamin acababa de encender su segunda pipa cuando resonó en la torre un ruido de pasos que subían por la escalera; no era, sin embargo, un rumor de pasos cautelosos o vacilantes. El hombre que subía no titubeaba ni procuraba llegar arriba silenciosamente. Se acercaba con rapidez, y Benjamin, tranquilo y dueño de sí, se puso de pie para recibir a su hermano. Pero en lugar de Robert Redmayne, apareció Giuseppe Doria.

Estaba muy agitado y le brillaban los ojos. Respiraba con dificultad y se apartaba con la mano un mechón que le caía sobre la frente. Se advertía que había salido bajo la lluvia, porque el agua brillaba en sus hombros y su rostro.

—Permítame tomar un trago —dijo—. Me han dado un susto.

Benjamin le acercó la botella y un vaso vacío a través de la mesa, y el otro, sentándose, se sirvió.

—¡Hable de una vez! ¿Qué diablos ha ocurrido? Mi hermano estará aquí dentro de pocos minutos.

—No, no subirá. Lo he visto y he hablado con él... No vendrá a verlo.

Doria apuró un pequeño sorbo.

—Efectuaba la vuelta de inspección —explicó—, y me disponía, como siempre, a apagar la lámpara de petróleo del portón, cuando me acordé de Mr. Redmayne. De esto hace media hora; pensé que sería mejor dejar la luz para que se guiara, porque la noche está terriblemente oscura. Por tanto, bajé de la escalera; pero me había visto. Esperaba, guarecido del otro lado del camino, debajo de las rocas, en el sitio donde éstas forman una especie de techo natural de piedra; al verme me reconoció y se acercó a hablarme. Nuevos temores lo dominaban. Dijo que venían persiguiéndolo y que en ese mismo momento había, no muy lejos, varias personas escondidas que querían atraparlo. Le aseguré que no era así, que usted estaba solo y deseaba ayudarlo. Utilicé mis mejores argumentos, le rogué que entrara rápidamente y que me permitiese cerrar con llave el portón; pero sus sospechas se acrecentaron y en sus ojos se reflejó el miedo de un animal acorralado. Interpretó mal mis palabras. El terror que experimentaba pudo más, y lo que le había explicado para tranquilizarlo fue contraproducente. No quiso trasponer el portón, y me mandó decirle que vaya a verlo si todavía desea salvarlo. Es un pobre enfermo que no vivirá mucho. A la luz de la lámpara vi la muerte pintada en sus ojos.

Hubo una pausa mientras Benjamin asimilaba lentamente el cambio que se había producido en la situación. Luego se dirigió levantando la voz, no a Doria, sino al hombre que estaba escondido en el armario.

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