Read Los rojos Redmayne Online
Authors: Eden Phillpotts
»Con voz trémula comuniqué a Assunta, quien, por supuesto, no me reconoció, que Poggi estaba gravemente enfermo y que no había esperanzas de que viviera una hora. Fue suficiente. Volví al bote y en seguida Albert estaba junto a mí y me ofrecía una cuantiosa suma de dinero si remaba como nunca lo había hecho en mi vida. A ciento cincuenta metros de la costa, le pedí que pasara a proa, explicándole que así nos deslizaríamos con mayor velocidad. Cuando pasó a mi lado, la pequeña hacha cayó. No sufrió; y cinco minutos después, con piedras atadas en pies y manos, se hundía en el lago. El hacha lo siguió; no la necesitaba. En épocas más grandiosas aquel arma hubiese pasado en herencia a través de las generaciones. Todo ocurrió a menos de doscientos metros de "Villa Pianezzo", al amparo de las tinieblas.
»Luego remé rápidamente hasta la orilla, dejé el bote sin que nadie me viera, me quité la barba y la escondí en mi bolsillo y me dirigí a una taberna conocida. Sólo habían pasado veinticuatro minutos desde el momento de mi salida de la casa ante los ojos de Brendon, que estaba sentado en el jardín. Permanecí largo rato en la taberna, a fin de establecer una coartada y de que no se supiera exactamente a qué hora había llegado, por si acaso me veía precisado a aclarar el punto. Y entonces se produjo el derrumbe. Regresé a casa sin la menor sospecha... para caer como Lucifer, para hallar que todo estaba perdido, para estrechar entre mis brazos a mi mujer muerta y saber que sin ella la vida había terminado para mí.
»Murió en forma digna y espléndida y no se podrá decir que el hombre a quien amó esa maravillosa mujer terminó sus días con menos distinción y propiedad. Morir en el cadalso es hacer lo que otros muchos se han visto obligados a hacer; no aceptaré semejante ignominia. Ganns me conoce demasiado bien para ignorarlo. ¿Acaso no advirtió a los policías que he sido dentista, aconsejándoles que me revisaran minuciosamente la boca? Sólo él ha comprendido mi talento; pero no en toda su extensión. Nuestros iguales, y nadie más, están en condiciones de juzgarnos, y hombres como yo llegan a la atmósfera terrestre semejantes a solitarios cometas, y solitarios se van. Nuestra grandeza causa terror... y el rebaño humano agradece a Dios cuando desaparecemos. En realidad, tuve un privilegio que se sale de lo común porque mi compañera de viaje fue una criatura más excepcional que yo. Como estrellas gemelas irradiamos una luz mezclada; brillamos y desaparecimos juntos, para que jamás nos nombren separados.
»No olvidéis el legado que dejo a Peter Ganns, ni que he nombrado a Marc Brendon albacea y heredero universal. No tengo nada contra él; hizo lo que pudo para mejorar nuestra situación. Seguramente os preguntáis: "¿Cómo un hombre condenado a muerte y vigilado día y noche a fin de que no atente contra su vida..., cómo hará para morir por su propia mano?" Antes que estas palabras sean leídas por el mundo, conoceréis la respuesta.
»Creo que no tengo nada más que añadir.
»"
Al finir del gioco, si vede chi ha guadagnato
."
»Al final del juego se ve quién ha ganado. Pero no siempre, porque a veces la partida es equilibrada y los tantos se obtienen con facilidad. He jugado una partida con Peter Ganns y hemos empatado; él no pretenderá que ha triunfado, ni dejará de conceder el primer aplauso a quien lo merece. No ignora que, aunque él y yo somos iguales, ella era superior a nosotros dos.
» Adiós.
GIUSEPPE DORIA.»
Diez días después de leer este relato y su continuación en la cómoda casa que poseía en los alrededores de Boston, Peter Ganns halló sobre su mesa de desayuno un paquetito enviado desde Inglaterra. El envoltorio parecía contener una nueva caja de rapé que iría a engrosar su famosa colección. Había dejado varios encargos en Londres, y estaba seguro de que lo aguardaba un nuevo tesoro. Pero sufrió una desilusión. Sus azorados ojos vieron algo mucho más curioso que una caja de rapé. El paquete contenía, además, una larga carta de Marc Brendon con notas informativas que Ganns conocía por los periódicos; pero le comunicaba otras noticias destinadas solamente a él.
New Scotland Yard, 20 de octubre de 1921
Estimado Peter Ganns: Seguramente conoce la confesión de Penrod y el mensaje que le dirigió a usted; pero es probable que no haya leído los detalles completos que le conciernen a usted personalmente. Le envío adjunto el regalo del reo, y me atrevo a predecir que nadie poseerá jamás algo tan notable. Redactó en la cárcel su testamento y la ley admitió que yo heredara sus bienes personales. No le sorprenderá a usted saber que los he repartido, por partes iguales, entre los orfanatos de la Policía de mi país y del suyo.
He aquí los hechos. Al acercarse el día de la ejecución, se tomaron extraordinarias precauciones; pero Penrod se comportó con la mayor serenidad, no dio trabajo, ni anunció que atentaría contra su vida. Después de completar su declaración escrita, pidió que se le permitiese copiarla a máquina; pero su ruego no fue atentido. Guardó su confesión, y le prometieron que no intentarían leerla hasta después de que fuera ejecutado. A decir verdad, le hicieron esta promesa antes de que empezara a escribir. Se mostraba tranquilo y sobrio, comía bien, hacía ejercicio con los guardianes y fumaba muchos cigarrillos. Le aviso, de paso, que el cuerpo de Robert Redmayne fue encontrado donde Penrod lo enterró; en cuanto a los restos de Benjamin, la marea ha desplazado los guijarros de la playa que le sirvió de tumba, y ha sido imposible hallarlos.
Dos noches antes del día fijado para la ejecución, Penrod se retiró, como de costumbre, y aparentemente durmió varias horas con la cara tapada por las ropas de cama. Dos guardias se hallaban sentados a ambos lados de la cama y la luz estaba permanentemente encendida. De pronto lanzó un suspiro y, extendiendo el brazo, alcanzó algo al hombre de la derecha.
Ocúpese de que esto llegue a manos de Peter Ganns..., es mi legado —dijo—. Y recuerde que Marc Brendon es mi heredero.
Y dejó un pequeño objeto en la mano del guardián. Al mismo tiempo sufrió una espantosa convulsión, lanzó un gemido y, de un salto, se incorporó. En seguida cayó de bruces, sin sentido. Uno de los hombres lo sostuvo, mientras el otro corría en busca del médico de la cárcel. Pero Penrod estaba muerto..., envenenado con cianuro de potasio.
Recordará usted dos detalles que hubieran podido proyectar luz sobre su secreto. El primero es el accidente que sufrió en Italia cuando era muchacho; el segundo la constante curiosidad que despertaba en usted la calidad peculiar e inhumana de su expresión y que nunca logró explicarse. Ambos están ahora aclarados. Tratándose de ojos comunes, hubiéramos descubierto en seguida el secreto. Pero, tratándose de este caso, la oscuridad de sus ojos era tan grande que la pupila y el iris se unificaban casi en un mismo color; de ahí nuestro fracaso cuando buscábamos una explicación al misterio artificial de su mirada. Llevaba consigo un receptáculo secreto que nadie conocía ni podía descubrir; porque, según dice él, solamente su madre estaba enterada del accidente que le costó la pérdida de un ojo. Detrás del de cristal, que ocupó el lugar del verdadero, había escondido, para utilizarla en caso necesario, la cápsula de veneno que fue hallada, mordida, dentro de su boca, después de su muerte.
Imagine usted lo que significó para mí la declaración, hecha pública, de este bandido. He abandonado mi profesión de detective y he encontrado otra ocupación. Lo único que puedo hacer es tratar de olvidar mi espantosa experiencia. El año próximo mi trabajo me llevará a Estados Unidos; y cuando esto ocurra, sería un enorme placer para mí volver a verlo, siempre que usted lo permitiese... No con el objeto de hablar del pasado, con todo el fracaso y la amargura que encierra para mí; sino para mirar hacia adelante y comprobar que sus horas de retiro le traen felicidad, honor y bienestar. Hasta ese día, quedo de usted su admirador y fiel amigo
MARC BRENDON
Peter abrió el paquete.
Contenía un ojo de cristal, exquisitamente fabricado, imitando la realidad. Su color oscuro había impedido conocer la verdad; sin embargo, aunque perfecto en brillo y color, el falso órgano había comunicado a la expresión de Penrod algo indefinible que siempre había inquietado a Peter. No era siniestra; pero, en su larga experiencia, el viejo detective no recordaba haber visto semblante que pudiera parecerse al de Penrod.
Ganns hizo girar el pequeño objeto que tantas veces se había encontrado con su mirada inquisidora.
—Un pillo como no hay dos —dijo en voz alta—; pero tenía razón: su mujer era superior a él y a mí. Si en lugar de vanagloriarse la hubiera escuchado, ambos estarían hoy con vida y prosperando.
El ojo de color castaño oscuro parecía mirar fijamente, con un destello humano, al detective, mientras extraía del bolsillo su cajita de oro y aspiraba una nueva toma de rapé.