Read Los rojos Redmayne Online
Authors: Eden Phillpotts
—¿Y cree usted que ella aceptará?
—Por el momento, creo que sí; pero Doria es muy versátil y no sería raro que dentro de un año pensara de otro modo.
Benjamin cambió de tema e hizo, a su vez, una pregunta a Marc.
—No hemos encontrado testamento entre los papeles del pobre Robert y, naturalmente, no ha podido disponer de sus bienes desde este deplorable asunto. Sólo Dios sabe en qué forma habrá vivido en estos últimos tiempos. Pero suponiendo que suceda lo peor y se pruebe que está loco, ¿qué ocurrirá con su dinero?
—Oportunamente se lo entregarían a usted y a su otro hermano.
Se internaron en la espesura y encontraron a un guardabosques que saludó a los intrusos con muy poca amabilidad. Pero al enterarse de lo que se proponían y después que le describieron al fugitivo, les dijo que anduviesen por donde quisieran y prometió que, por su parte, mantendría una estrecha vigilancia. Daría la voz de alarma a dos de sus colegas que lo secundaban, y demostró que comprendía la importancia de guardar el más estricto secreto respecto al prófugo hasta que se consiguieran informaciones más exactas.
Pero ni Brendon ni Benjamin Redmayne descubrieron cosa alguna. Su búsqueda no les proporcionó indicios ni rastros del hombre que perseguían; y después de tres horas de marcha sostenida, que abarcó toda la zona y dejó exhausto a Benjamin, volvieron en el automóvil a «El nido del cuervo».
Los esperaban importantes noticias, según las cuales era acertada la suposición de Benjamin de que su hermano había elegido la costa para esconderse. No sólo habían visto a Robert Redmayne, sino que Joanna había hablado con él. Había regresado desesperada y muy nerviosa, en tanto que Doria, cuya intervención en el asunto había sido muy decidida, se mostraba dispuesto a jactarse de su actuación. Pero rogó a Joanna, en su calidad de heroína de una extraña aventura, que iniciara su relato.
Se hallaba profundamente conmovida, y varias veces durante su narración le faltó la voz; pero el interés del relato era tal que Benjamin no incluía a Joanna en la escena del encuentro que había tenido con su desgraciado hermano: la joven contaba que, de pronto, habían divisado a Robert desde la lancha.
—Lo vimos en la costa, a unos tres kilómetros de aquí, sentado a cincuenta metros del mar; él, por supuesto, también nos vio; pero no me reconocía, porque no tenía gemelos y nos hallábamos casi a media milla de la costa. Entonces, Giuseppe propuso que desembarcáramos y le habláramos. Se trataba, si era posible, de que yo me acercara a él. No le tenía miedo... Sólo abrigaba el temor de que, sabiendo que había destrozado mi vida, eludiera mi presencia.
»Pasamos de largo, como si no lo viéramos; luego, al llegar detrás de un pequeño morro que nos ocultaba a sus miradas, viramos, bajamos de la lancha, la amarramos y fuimos acercándonos a hurtadillas. No nos habíamos equivocado. Era, efectivamente, mi tío Robert quien había divisado a través de los prismáticos. Doria, deslizándose, se adelantó; lo seguí hasta que estuvimos a veinte metros de él. Al vernos, el infortunado se levantó de un salto; pero era tarde; en un instante Giuseppe lo alcanzó y le explicó que yo iba como amiga. Doria se preparó a sujetarlo si intentaba escapar, pero no fue necesario. Robert Redmayne está exhausto. Ha pasado momentos terribles. Al principio, trataba de evitar mi proximidad y casi tuvo un colapso cuando me acerqué a él. Se arrodilló ante mí, y yo, pacientemente, le hice comprender que no había ido como enemiga.»
—¿Está en su sano juicio? —preguntó Benjamin.
—Parece estarlo —repuso ella—. No mencionó el pasado y no habló de su crimen ni de lo que ha hecho desde entonces; pero no es el mismo de antes. Parece el fantasma de sí mismo; su sonora voz ha cambiado tanto, que se ha convertido en susurro; sus ojos revelan una intensa obsesión. Ha adelgazado y parece que el terror lo domina. Me pidió que indicara a Doria que se alejara a un punto desde el cual no pudiera oírnos y luego me dijo que sólo había venido con la intención de verte. Hace varios días que vive escondido en una de las cavernas de la costa, hacia el Oeste. No quiso señalarme exactamente el lugar; pero debe de hallarse cerca de donde lo encontramos. Está harapiento y herido. Habría que curarle una de las manos.
—¿Insiste usted en que su comportamiento era de persona cuerda, señora? —inquirió Brendon.
—Sí..., salvo que parecía dominado por el espanto. Sin embargo, teniendo en cuenta las circunstancias, encuentro que ese espanto era natural. El desgraciado comprende que ha llegado al final de sus fuerzas; no sabe que, en el caso de estar loco, puede salvarse de la pena capital. Le imploré que viniese conmigo en la lancha, que hablase contigo, tío Benjamin, y que confiara en la piedad de sus semejantes. Sabía que no lo traicionaba al pedirle esto, porque creo que, pese a su aparente cordura, en realidad, está loco; puesto que sólo la demencia explica el pasado y sé que será juzgado con justicia. Pero se mostró muy receloso. Me lo agradeció todo y se humilló horriblemente en mi presencia; sin embargo, no quiso confiar en Doria ni en mí y no hubo manera de hacerlo subir a la lancha. Estaba tan nervioso que, al rato, se le despertó el temor de que estuviéramos planeando una emboscada, o algo por el estilo, para privarlo de la libertad.
»Entonces le pedí que me explicara lo que deseaba y la forma en que podría ayudarlo. Reflexionó, y dijo que si su hermano Benjamin aceptaba verlo completamente a solas y juraba ante Dios que no le impediría marcharse después del encuentro, vendría a «El nido del cuervo» esta noche, cuando todos estuviesen durmiendo.
»Por el momento necesita comida y una lámpara para iluminar de noche su guarida. Sobre todo, tío Benjamin, te ruego que le permitas venir a verte a solas. Luego, nos dijo que, si éramos amigos sinceros, nos retiráramos. Finalmente quedó decidido que, si quieres verle, vendrá a cualquier hora que le indiques después de medianoche. Pero primero tienes que escribir tu juramento, ante Dios, declarando que no le tenderás una trampa y que no tratarás de detenerlo. Desea y espera que le proporciones dinero y ropa para marcharse de Inglaterra y refugiarse en casa de Albert, en Italia. Nos obligó a jurar que no revelaríamos a nadie su actual paradero y luego nos indicó un sitio donde tengo que llevar tu respuesta escrita antes de que oscurezca. Tengo que dejarla allí lo antes posible y alejarme en seguida; él irá en busca de tu carta y leerá lo que le digas.
Redmayne asintió con la cabeza.
—Será bueno que aproveches la ocasión para llevarle un poco de comida y bebida y la lámpara. No comprendo cómo ha vivido durante estos seis meses.
—Ha estado en Francia... Así dice.
Benjamin tardó poco en determinar lo que haría y Brendon aprobó sus decisiones.
—En primer lugar —declaró Benjamin Redmayne—, el pobre debe de estar loco, aunque parezca que no. El relato que acaba de hacernos Joanna así lo indica, y puesto que sigue en libertad y ha conseguido vivir y eludir a la policía de dos países, es evidente que su demencia no le ha impedido poner en práctica una asombrosa astucia. Pero, como bien dice Joanna, está ahora en las últimas. Conoce esta casa y también el camino. De modo que haré lo siguiente.
»Aceptaré que venga esta noche..., es decir, al empezar el día de mañana. Le diré que lo espero a la una; hallará la puerta abierta y una luz en el vestíbulo. Deberá entrar directamente y subir a verme a la torre, y juraré, como él exige, que no verá a nadie más que a mí y que podrá marcharse cuando quiera. Esto lo calmará y me dará ocasión de estudiarlo y de ver cuál es la situación. Podríamos, naturalmente, atraparlo; pero no puedo mentir ni siquiera a un demente.»
—No hay razón para mentirle —dijo Brendon—. Si no le tiene miedo, véalo en la forma que propone. Sin embargo, usted comprende que no debe ayudarlo a eludir la ley, como desea.
Benjamin movió la cabeza en señal de asentimiento.
—Claro que no. De todos modos, no puedo enviárselo a mi hermano Albert; es hombre débil y nervioso y le daría un ataque si creyera que Robert busca asilo en su casa.
—Corresponde al Estado procurarle asilo —dijo Marc—. Su porvenir no depende de sus parientes. Lo mejor y más deseable, tanto para él como para los demás, es que pronto se encuentre donde no pueda hacer daño. Hará usted bien en entrevistarse con él, prestarle ayuda y oír lo que tiene que decirle. Después, Mr. Redmayne, si me permite darle un consejo, deje el resto en mis manos.
Benjamin se apresuró a escribir la carta invitando a Robert a encontrarse con él, privadamente, a la una, aquella misma noche, y prometiéndole, bajo juramento, que estaría en completa libertad de marcharse cuando así lo deseara. No obstante, expresaba sus vivos deseos de que su hermano se alojara en «El nido del cuervo», y que se dejara aconsejar sobre su actitud futura. Embarcaron provisiones en la lancha y, con la carta en el bolsillo, Joanna se puso otra vez en camino. Pensaba ir sola, pues sabía manejar la lancha tan hábilmente como el mismo Doria; pero su tío no se lo permitió.
Anochecía cuando partieron, y Giuseppe aceleró el motor hasta imprimirle el máximo de velocidad.
Brendon tuvo, entonces, una nueva sorpresa. Había permanecido al pie del mástil, observando a los que partían, en compañía del dueño de casa, y cuando la lancha, envuelta en la tarde tranquila y gris, desapareció rumbo al Oeste, Benjamin se dirigió al detective y le propuso algo completamente inesperado.
—Escúcheme —dijo—. Me inquieta sobremanera encontrarme solo frente a mi hermano en esa entrevista nocturna. Es una sensación indefinible. No soy cobarde y nunca he eludido mi deber; pero, francamente, no me agrada mucho la idea de verme frente a él, por la siguiente razón: un loco es un loco, y pretender que se muestre razonable si uno se opone a sus deseos, aunque lo haga con el mayor tacto, es absurdo. Me sentiría indefenso si Robert perdiera la cabeza o se ofendiera por los consejos que pienso darle, y se arrojara sobre mí; es decir, no tendría otro remedio que dominarlo a tiros. Pero, si fuera menester recurrir a tal extremo, no quiero ser quien lo haga.
»Le he prometido verlo a solas y no le he mentido al pobre; porque si todo anda bien y no se exaspera, no necesitará saber que había otra persona cerca. Pero en el caso de que yo corriera peligro, podría dominarlo menos radicalmente si alguien me ayudara; en tanto que si estoy solo y llegara a amenazarme, no quiero ni pensar en lo que ocurriría.»
Brendon comprendió lo acertado de estas observaciones.
—Encuentro razonable lo que usted dice —repuso— y, por consiguiente, sería muy excusable que no cumpliera su promesa al pie de la letra.
—No obstante, la cumpliré en el espíritu; he jurado que le permitiré llegar hasta aquí y marcharse luego en libertad, y debo cumplir ese juramento mientras él no haga algo que me obligue a romperlo.
—Tiene razón, y estoy completamente de acuerdo con usted —aprobó Marc—. Doria ha de ser, sin duda, persona de toda confianza y además es vigoroso.
Pero Benjamin movió la cabeza.
—No —contestó—. No he tocado este tema hasta que mi sobrina y Doria se han marchado y no lo he hecho porque no quiero que estén mezclados en este asunto más de lo que están; no quiero que ellos ni nadie sepan que cuando llegue Robert, habrá en la torre un amigo escondido cerca de mí. Creen que lo veré a solas y les he pedido que se mantengan alejados y que por ningún motivo aparezcan. Deseo que allá arriba esté usted conmigo y únicamente usted.
Brendon reflexionó.
—Confieso que la idea se me ocurrió en cuanto oí la propuesta de su hermano; pero cuando me enteré de sus condiciones, no pude pedir nada —dijo—. Ahora acepto y, más aún, considero conveniente que nadie en la casa se entere de mi presencia aquí.
—Es fácil. Si envía usted el automóvil de regreso, anunciando que mañana entregará su informe, la policía no nos molestará hasta nuevo aviso. Puede usted subir a la torre y esconderse en el armario donde guardo mis banderas y objetos diversos. Tiene agujeros para la ventilación, a la altura de la cabeza de una persona y, si se encierra usted allí, oirá y verá todo; y en cinco segundos puede acudir en mi ayuda, si corro peligro.
—Muy bien —contestó Brendon—. Pero conviene prever lo que ocurrirá después. Supongamos que su hermano salga de aquí en libertad; no hay duda de que, en cuanto él se marche, Mrs. Penrod subirá a verlo a usted. No puedo permanecer toda la noche en el armario.
—Después que se haya ido, nada importará —repuso Benjamin—. Por el momento, lo indispensable es que vuelva el automóvil. Todos creerán que ha regresado usted a Dartmouth y que no estará aquí otra vez hasta mañana temprano.
Marc aceptó este plan. Ordenó al chófer que se marchase con el vehículo y que dijera al inspector Damarell que no hiciese nada mientras no recibiera noticias suyas. Luego, en compañía del viejo marino, subió al cuarto de la torre, examinó el enorme armario y comprobó que desde allí dentro podría asistir muy cómodamente a la esperada entrevista. En cada puerta había varios orificios del tamaño de una moneda de medio penique y, añadiendo una improvisada tarima de siete centímetros, Brendon verificó que sus ojos y oídos quedaban a la altura deseada.
—La cuestión es saber cómo evitaremos que me descubran después —observó Brendon, volviendo a considerar la segunda parte del plan—. Es seguro que en cuanto su hermano se aleje, Mrs. Penrod, y también Doria, se apresurarán a subir para enterarse de lo ocurrido y de las decisiones que haya tomado usted.
—Después nada importa —repitió Benjamin—. Bajaré con Robert hasta la puerta; usted puede seguirme y deslizarse fuera cuando él se marche. Otra solución sería que apareciera usted después de la partida de Robert y le dijera a Joanna que quiso quedarse sin que nadie más que yo lo supiera. Esto será lo mejor; y en cuanto ella sepa que está usted aquí, se ocupará de prepararle un alojamiento cómodo para el resto de la noche.
Brendon aprobó el plan, y cuando la lancha regresó, Benjamin dijo a su sobrina que el detective se había marchado para efectuar ciertas averiguaciones, pero que regresaría temprano a la mañana siguiente. A Joanna le sorprendió que se hubiera ido; pero expresó que, de todos modos, hubiera tenido que hacerlo antes de la llegada del fugitivo.
—Dejamos la carta, la lámpara, la comida y la bebida exactamente donde él nos había indicado —explicó—; es un lugar abandonado: la antigua playa alta situada junto a las grandes rocas.