Read Los rojos Redmayne Online
Authors: Eden Phillpotts
—Tengo el corazón en la boca —dijo—. Me asalta un súbito temor. Ese loco... No sería raro que tuviese una manía contra su familia y sus mejores amigos. Es una característica frecuente entre los locos. Y usted y yo estamos lejos de la casa... ¿comprende? En este momento hay dos mujeres solas en «El nido del cuervo». Puede llegar y hacer una barrida, ¿no le parece?
—¿De veras lo cree?
—Tratándose de fuerzas indomables, todo es posible —contestó el otro, con los ojos fijos en la casa del acantilado.
—Tiene razón. Atraquemos. Quizá Mrs. Penrod corra peligro.
Doria no ocultaba su satisfacción.
—¡Ya ve; ni siquiera usted piensa en todo! —exclamó; pero el otro guardó silencio. Se sentía abrumado por una terrible responsabilidad y una aplastante sensación de fracaso.
Sin embargo, no dejó de dar a Doria las órdenes pertinentes.
—Diga a Mrs. Penrod y a la criada que cierren con llave la casa y que vengan con nosotros —indicó—. Es mejor que nos acompañen a Dartmouth y que regresen con usted cuando me hayan dejado allí. Ruégueles que no tarden.
Doria obedeció, y a los diez minutos volvió en compañía de Joanna, aturdida y pálida, y de la asustada sirvienta que se abotonaba torpemente la blusa. Ambas tenían mucho miedo y hablaban sin cesar; pero Brendon les rogó que se callaran. Advirtió a Joanna que temía lo peor en cuanto a la suerte que pudiera haber corrido su tío Benjamin; y las terribles noticias la dejaron muda. Recorrieron así el trayecto; antes del alba pasaron velozmente las dos escolleras del puerto, y finalmente atracaron junto al desembarcadero.
Doria había cumplido su cometido. Marc le indicó que regresara con las mujeres y, dirigiéndose a los tres, les pidió que no salieran de la casa hasta que recibieran noticias de él.
—Si tienen algo que comunicar, telefoneen a la comisaría —dijo—, y si Robert Redmayne aparece y quiere entrar, no se lo permitan.
Después de recibir otras indicaciones similares, se marcharon.
A la media hora, la noticia se había propagado. Por tierra partieron grupos encargados de explorar la región; Brendon, en compañía del inspector Damarell y dos agentes, se hizo a la mar en la veloz lancha del capitán del puerto. Llevaban provisiones a bordo y Marc comió mientras relataba los incidentes de la noche anterior. Eran las ocho cuando llegaron a la caverna e iniciaron una metódica investigación en todo el recorrido. Marc había convenido con Doria que, si algo sucedía en «El nido de cuervo», arbolaría una señal; pero nada había ocurrido, porque el mástil continuaba desnudo.
Comenzó la laboriosa búsqueda en la caverna y en la galería que la comunicaba con la cima. La claridad matinal invadía la cueva y los policías, trabajando sistemáticamente, revisaron los rincones; pero sus esfuerzos a la luz del día no revelaron más de lo que Brendon había descubierto en la oscuridad de la noche. No se veía más que la arena pisoteada, los restos de alimentos amontonados, la lámpara en su ménsula de piedra, la negra mancha de sangre y el rastro poco profundo de un bulto redondeado que había sido arrastrado hasta los escalones. La marea estaba baja, pero en la playita sólo se diseñaban los rastros habituales que deja la subida del mar. El inspector Damarell volvió a la lancha y pidió al capitán que regresara a Dartmouth.
—Volveremos en automóvil por el otro lado —explicó—. Dígales que vengan a buscarnos a la cima del Pico del Halcón; y que traigan emparedados y media docena de botellas de cerveza; presiento que los necesitaremos a mediodía.
La lancha zarpó; y la galería escalonada, la pendiente y el borde de piedra en mitad de acantilado fueron nuevamente examinados con paciente minuciosidad. Centímetro por centímetro, los policías avanzaban; pero nada descubrían que no fuese una que otra gota de sangre sobre alguna piedra y la huella del bulto que había sido arrastrado la noche anterior.
—Debe de ser un Sansón —observó Marc—. Piensen ustedes lo que sería si tuviéramos que subir por aquí un saco que contuviese a un hombre que pesara ochenta kilos.
—Yo no tendría fuerzas para hacerlo —admitió el inspector—. Pero alguien las tuvo. Es un caso idéntico al que se produjo el verano pasado en Berry Head. Exploraremos los acantilados como una jauría y, de pronto, descubriremos un lugar que cae a pico sobre el mar. Luego hallaremos un saco en una conejera o en una madriguera de tejón... y eso será todo.
Mientras descansaban un rato en la meseta, Brendon vio rastros de pisadas; correspondían a las suelas claveteadas de unas botas que reconoció. Los rastros estaban estampados en una parte blanda, precisamente junto a la salida de la galería y Marc recordó el refuerzo de hierro que tenían en la suela y las cabezas triangulares de los clavos que lo sujetaban.
Llamó al inspector Damarell.
—Cuando compare estas huellas con los moldes de yeso sacados de las de Foggintor verá usted que se trata de las mismas botas —dijo—. El hecho, como es natural, no me sorprende; pero es prueba irrefutable de que tenemos que lidiar con el mismo individuo.
—Que volverá a emplear los recursos que le permitieron hace meses desaparecer sin dejar rastros —profetizó el otro—. Créame, Brendon, no se trata de la obra de un solo hombre. Debajo de este asunto hay mucho más de lo que parece..., lo mismo que la vez pasada. Es muy fácil declarar que el criminal está loco por la razón de que no encontramos el móvil; significa, sencillamente, aceptar la ley del menor esfuerzo, que está muy lejos de ser la buena. Estamos frente a un individuo que ha atraído a su hermano a la muerte con singular astucia. Inventa un cuento y, después de prometer que se presentará, cambia de idea y ejecuta un nuevo plan que pone en sus manos al viejo Benjamin. Luego...
—Pero ¿quién podía adivinar que tramaba un crimen? Nos basábamos en hechos concretos. Mrs. Penrod y Doria habían hablado con él. El testimonio de la señora era de todo punto insospechable. No ocultó nada; se comportó como verdadera cristiana, lloró al ver al desventurado y llevó el mensaje que éste enviaba a su hermano. Después, a último momento, el hombre se sintió presa de súbito temor (cosa bastante natural) y rogó a Benjamin que fuera a verlo a solas en su escondrijo. El mensaje parecía absolutamente sincero. Por mi parte, no tuve la menor sospecha.
—Lo creo —aseguró Damarell—, y no soy de los que se hacen pasar por sabios después que han ocurrido las cosas. Pero, como le dije, me pareció un error suspender la persecución y no dejar que el asunto continuase en manos profesionales cuando estábamos a punto de capturar al prófugo. Usted dirigía y nosotros obedecimos; pero, indudablemente, hubiera sido mejor que el asesino nos dijera a nosotros lo que deseaba comunicar a su hermano; porque no sería de extrañar que éste, inducido por el desventurado para ayudarlo, hubiese despreciado la ley. Ahora se ha derramado más sangre inocente, y un peligroso criminal (loco o cuerdo) anda suelto. Lo probable es que haya más de uno. Pero reconozco que de nada sirve hablar. Lo que debemos hacer es atraparlos..., si podemos.
Brendon no replicó. Estaba fastidiado, aun cuando comprendía que no había oído más que la verdad.
Examinó la meseta en que se hallaba y mostró a sus colegas el lugar donde un bulto redondeado había hundido el suelo y el lugar donde una persona se había sentado junto al bulto. Desde aquel sitio no era posible deshacerse de un cadáver arrojándolo al mar. Partiendo del filo de aquella plataforma natural, la roca descendía a pico, formando un precipicio de unos treinta metros hasta un terreno quebrado que, en sucesivos declives, bajaba hasta el agua. Un cadáver arrojado desde aquel punto tendría, necesariamente, que estar allá abajo; pero no divisaron señal alguna de la siniestra carga. El sendero zigzagueante que conducía a la cima no revelaba el menor indicio de que un bulto hubiese sido arrastrado hacia arriba y tampoco había marcas de botas claveteadas. Se veían huellas frescas; pero eran las dejadas la noche anterior por Brendon y Doria.
Los policías siguieron ascendiendo, examinaron las vueltas del camino y, finalmente, llegaron a la cima minutos después de mediodía. Era una altura vertiginosa, suspendida sobre el mar; pero riscos y peñascos sobresalían en los ciento ochenta metros de la pared del precipicio y cualquier objeto arrojado desde lo alto del Pico del Halcón hubiese sido interceptado muchas veces en su caída. El inspector Damarell se detuvo a descansar y se dejó caer, jadeando, sobre la estrecha cornisa de la cima del acantilado.
—¿Qué le parece? —preguntó a Brendon; y éste, después de mirar detalladamente el suelo a su alrededor, y de observar los picos y salientes que se veían abajo, contestó:
—No llegó hasta aquí..., o si llegó, se deshizo antes del cadáver. Tendremos que explorar el terreno quebrado, debajo de la meseta. Tal vez haya un camino para bajar que el criminal conocía. Deduzco que después de arrojar el cadáver bajó y lo cubrió con grandes piedras. Tiene que estar allí..., por la sencilla razón de que no puede estar en otra parte. Si lo hubiese arrastrado hasta aquí, existirían huellas. Y, a mi juicio, aunque hubiera deseado hacerlo, le habrían faltado fuerzas. Por vigoroso que sea, tiene que haberle agotado el esfuerzo de subir el saco hasta la meseta; al llegar allí no habrá podido más. Por tanto, el cadáver debe de estar escondido en las rocas que hay debajo.
—Dejemos, entonces, las cosas en este punto hasta que hayamos comido y bebido algo —repuso el inspector.
Se dirigieron a la carretera, donde los esperaba un automóvil, y procedieron a alimentarse. El agente que conducía el vehículo carecía de noticias; pero Brendon esperaba que en Dartmouth hubiera alguna información. Estaba convencido de que esta vez el hombre que perseguían no los eludiría por mucho tiempo.
Cerraron con llave el vehículo y el agente que lo guiaba los acompañó cuando bajaron a explorar el terreno quebrado.
—No existe nada más odioso para mí que un asesinato sin cadáver —declaró Damarell mientras descendían—. Para empezar, ni siquiera sabe uno si pisa terreno firme, y tiene que basar cada determinación que toma en hechos que sólo se establecen mediante pruebas indiciarias. Cada movimiento puede ser un paso en falso... Y cuando más cerca parece la verdad, más se aparta uno de ella. Medio litro de sangre no significa necesariamente que se haya cometido un crimen; pero ese individuo, ese Robert Redmayne, tiene la manía de dejar rastros rojos detrás de sí.
Los otros lo escuchaban en silencio y, cuando llegaron a la meseta, iniciaron el descenso. La bajada no era difícil. Un alpinista avezado hubiera encontrado allí incontables e improvisadas formas de alcanzar su objetivo; pero ni Brendon ni sus compañeros descubrieron el menor indicio de que otros los hubieran precedido.
Dividieron en cuadrados el terreno pedregoso y, después de explorarlo metro por metro, procedieron a una búsqueda sistemática y completísima debajo de la superficie. Levantaron las piedras y examinaron minuciosamente el suelo; pero nada demostraba que el lugar hubiera sido pisado o removido. Brendon revisó primero el sector situado exactamente debajo de la meseta donde, en el caso de haber sido arrojados, debían haber caído el saco y su contenido, pero no había la menor señal de que hubiese ocurrido tal cosa. No había sangre en las piedras, ni rastros de que un intruso hubiera visitado aquel solitario paraje. Durante tres horas, hasta la llegada del crepúsculo que empezó a oscurecer los precipicios, trabajaron con el máximo de habilidad y perseverancia; finalmente suspendieron su infructuosa tarea. La hipótesis de Brendon, expresada con tanta seguridad, había resultado errónea y éste confesó francamente su fracaso.
Volvieron a trepar juntos la pared del precipicio y regresaron a la cima del acantilado. Cuando se encontraron en la carretera principal, se cruzaron con varios civiles que habían dedicado el día a ayudar a la policía; pero ninguno de ellos había descubierto el menor rastro del fugitivo.
La entrada de «El nido del cuervo» estaba situada junto a la carretera que el automóvil de la policía recorría en aquel momento, de regreso a Dartmouth; Brendon, después de ordenar al conductor que se detuviera, siguió solo a pie, por el pequeño valle, en dirección a la morada que en forma tan súbita había perdido a su dueño. La casa, rodeada del más profundo silencio, parecía de duelo. Marc preguntó por Joanna, y la criada, asustada aún, expresó sus dudas de que su ama estuviera visible.
—La pobre señora se siente cruelmente afligida —explicó—. Dice que lleva la desgracia dondequiera que va y ruega a Dios que la mate a ella y no al pobre amo. Doria trató de consolarla un poco; pero fue inútil. Le pidió que la dejara sola. Ha llorado tanto desde esta mañana que casi no le quedan ojos.
—En sus palabras no reconozco a Mrs. Penrod —dijo Brendon—. ¿Dónde están ella y Doria?
—La señora, en su cuarto; él, escribiendo cartas. Dice que tiene que buscar trabajo en seguida porque pronto no lo necesitarán aquí.
—Pregunta a la señora si quiere recibirme —ordenó él, y la mujer obedeció. Pero Brendon tuvo una desilusión. Joanna le enviaba decir que no podía verlo; pero que a la mañana siguiente estaría más serena y lo recibiría.
No supo qué contestar y se dirigió al automóvil que lo aguardaba. Cuando había andado un trecho, Giuseppe, saliendo de la casa, lo alcanzó; pero era sólo para comunicarle que durante el día no había ocurrido ninguna novedad en «El nido del cuervo».
—Nadie más que un sacerdote ha venido —dijo—, y hemos cuidado de que todo quedara tal como lo dejó el viejo capitán.
—Lo veré a usted mañana —prometió Marc; luego volvió junto al inspector y el automóvil siguió su camino.
En Dartmouth los esperaba una profunda decepción. La investigación del día no había tenido el menor resultado. De todas partes informaban que no se había descubierto ningún rastro de Robert Redmayne; y el inspector Damarell expuso, como en la ocasión anterior, la hipótesis del suicidio. Pero, esta vez, Brendon no quiso ni oír hablar de semejante conjetura.
—No está más muerto ahora que hace seis meses —contestó—; pero emplea alguna forma de disfrazarse, o de esconderse, que burla completamente los métodos comunes que permiten capturar a un criminal. Mañana utilizaremos los perros, aunque el rastro esté bastante borrado y no sean muchas nuestras esperanzas de éxito.
—Quizá escriba desde Plymouth, como hizo la otra vez —observó el inspector.
Rendido y desalentado, Marc regresó al hotel. La sensación de desconcierto que experimentaba no era nueva en su carrera, y hasta entonces sólo sentía una preocupación análoga a la de un buen jugador de «cricket» que, después de perder un tiro, reposa un momento sabiendo que su próxima jugada puede ser brillante; lo que le afectaba era su doble fracaso en un mismo asunto. Le extrañaba su propio estado psicológico que, al parecer, no reaccionaba como de costumbre ante el estímulo del misterio y el desafío de un problema de interés irresistible.