Los rojos Redmayne (19 page)

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Authors: Eden Phillpotts

—No, no, mi amigo, lejos de ello. Es usted un sabueso muy astuto e inteligente. Pero... como decimos en Italia: «gato con guantes no caza ratones». Y usted ha usado guantes desde que supo que Madona había quedado viuda.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Sabe usted perfectamente lo que quiero decir.

Y ahí terminó la conversación, porque Brendon frunció el ceño y guardó silencio, mientras Giuseppe disminuía el ritmo del motor para acercarse al desembarcadero.

—Algo me dice que volveré a verlo, Marc —dijo Doria, cuando estrechó la mano del policía, preparándose a partir; y Brendon, que compartía fuertemente esta impresión, asintió con la cabeza.

—Es probable que sí —contestó.

No obstante, durante varios meses el detective no recibió noticias de ninguna de las personas que habían participado en el impenetrable misterio. Dedicado a sus tareas, logró rehabilitar, en cierto modo, su mancillada reputación, mediante un brillante éxito obtenido con su tradicional maestría. Pero tal éxito no le devolvió su propia estimación y en nada contribuyó a disminuir el fuego que ardía en su pecho.

Cierto día recibió una carta de Joanna en la que le decía que esperaba verlo en Londres antes de marcharse a Italia; y al enterarse de que ella había decidido vivir con su tío, Marc se tranquilizó un poco; pero no tuvo más noticias, y su contestación a la misiva que Mrs. Penrod le había enviado desde «El nido del cuervo» no obtuvo respuesta. Pasaron varias semanas sin que Brendon supiera si Joanna estaba aún en Devonshire o en Londres, o si había partido para Italia, porque ella no volvió a escribirle.

A principios de la primavera, Marc envió una larga carta dirigida a Albert Redmayne para que éste se la entregara a su sobrina; pero tampoco obtuvo respuesta; y, finalmente, llegó la explicación.

Ella había estado en Londres; pero no se lo había hecho saber, por excelentes motivos. No había pensado en él, ni lo había necesitado, porque otro ser colmaba su vida.

Un día, a fines de marzo, Brendon recibió por correo una cajita de forma triangular, procedente del extranjero, y al abrirla se sintió paralizado al ver que contenía un trozo de torta de boda. El obsequio iba acompañado de una línea..., una sola: «Afectuosos y agradecidos recuerdos de Giuseppe y Joanna Doria.»

No enviaban dirección que le permitiese agradecer el obsequio; pero el papel del paquete tenía pegado un sello, y Brendon comprobó que la caja había sido despachada en Italia..., en Ventimiglia, ciudad que Doria había mencionado al hablar del castillo en ruinas y de los perdidos esplendores de su familia.

No obstante, pese a tan repentino, aunque poco sorprendente acontecimiento, persistía en Marc la convicción de que no significaba el fin. Estaba seguro de que, con el tiempo, volvería a estrecharse su compañerismo con Joanna; sabía que esta eventualidad era factor integrante del futuro; pero tal impresión no aliviaba su tristeza ante el hecho consumado. Una subconsciente certeza lo impulsaba a creer que alguna vez se le presentaría la ocasión de prestar una importante ayuda a Joanna; pero tenía que despedirse para siempre del amor. En adelante, toda esperanza había muerto para él e ignoraba qué carácter tendría su deber cuando el deber lo llamase. Atormentándose en vano, revivió mentalmente, durante una larga noche de insomnio, cada minuto de su trato con la mujer de Doria.

Pero otros recuerdos, suscitados por ese examen, lo obligaron a reflexionar y le hicieron entrever misterios hasta entonces insospechados. ¿Era posible que una mujer tan tierna y delicada, que nueve meses atrás lloraba amargamente a su marido, hubiera podido unirse a otro hombre con tan despreocupada alegría del corazón? ¿Era lógico que la angustiada Joanna Penrod que recordaba se hubiera convertido, de pronto, en la mujer contenta y feliz de un hombre que apenas conocía?

Era posible, evidentemente, puesto que había ocurrido; y, sin duda, debían de existir razones para tan intempestiva boda, razones que, de conocerlas, tendrían quizá la virtud de disculpar a la viuda, cuya aparente veleidad no condecía con su verdadera naturaleza, leal y constante.

Casi tanto como su propio sueño desvanecido y su irreparable pérdida lo entristecía que el amor egoísta fuera capaz de realizar el milagro de desterrar por completo de la vida de una mujer el pasado conyugal, en favor de un futuro dudoso en compañía de un extraño.

Había cosas ocultas y experimentaba un vehemente deseo de descubrirlas en bien de la mujer que tanto amaba.

10

En el Griante

Amanecía sobre Italia y la mañana iluminaba con tonos de madreselva la neblina de las cumbres. Lejos, al pie de una alta ladera, el mundo seguía entregado al sueño y el lago Larian, joya de oro y turquesa, brillaba entre sus márgenes floridos. En aquella hora silenciosa, semejantes a racimos de caracoles blancos y rosados, los pueblecitos y aldeas diseminados en las cercanías de Como despertaban, uno tras otro, al primer toque de la música clara de sus campanarios. Los bronces se contestaban recíprocamente, creando alrededor del lago un círculo de armonía que flotaba sobre el agua, para luego ascender gradualmente a las alturas hasta que su vibración se atenuaba y era más débil que el canto de los pájaros.

Dos mujeres trepaban por la empinada cuesta del Griante. Una de ellas, de cutis bronceado y edad madura, vestía de negro y llevaba un pañuelo anaranjado atado a la cabeza; era robusta, de fuerte musculatura, y transportaba sobre el hombro una gran cesta vacía. La otra lucía una blusa de seda rosada; su hermosura resplandecía en el fulgor matinal y añadía belleza a la belleza del paisaje.

Joanna escalaba la montaña con la levedad de una mariposa. Estaba más bonita que nunca; pero un halo de apesadumbrada inquietud, de vigilante tristeza, rodeaba su frente. Sus ojos maravillosos miraban hacia arriba, fijos en el sendero escarpado que ella y la italiana recorrían. Acortó el paso para adaptarlo al andar más lento de su compañera y, poco después, ambas se detuvieron frente a una pequeña capilla gris edificada junto al camino.

Casi todos los gusanos de seda de Albert Redmayne habían tejido sus capullos en la barraca grande y ventilada situada detrás de su casa. Era junio y en los valles estaba a punto de agotarse la cosecha anual de hojas de morera.

Por esta causa, Assunta Marzelli, ama de llaves del viejo bibliófilo, había salido de paseo con Joanna, que se hallaba de huésped en casa de su tío y ambas subían en busca del necesario alimento para que las larvas tardías terminaran de transformarse.

Habían salido al despuntar el alba y se dirigían, después de cruzar un arroyo seco, hacia la zona donde predominaban las viñas y donde los despojos de los olivos en flor caían al suelo formando una perfumada filigrana. Habían visto, al pasar, millones de racimos de uvas diminutas que redondeaban y habían atravesado triángulos y cuadrados de tierra cultivada, donde surgían, en alternados sectores, el grano que amarilleaba para la cosecha y el verdor lozano del maíz en crecimiento. Higueras y almendros, e hileras de moreras rojas y blancas, con las ramas desnudas, despojadas de hojas, rompían la línea de las siembras. Aquí brillaba la abundancia de cerezas rojas de los setos; allí, en pequeños y frescos terrenos cubiertos de pasto dulce, pacían cabras y ovejas. Algo más arriba se destacaban varios bosquecillos de castaños que, iluminados por sus relucientes frutos, contrastaban con la lobreguez de los pinos montañeses.

En el punto donde se levantaban dos altos cipreses paralelos, Joanna y Assunta hallaron la capilla y se detuvieron un rato. Joanna puso en el suelo la pequeña cesta que contenía el almuerzo y su compañera dejó caer la grande que llevaba sobre el hombro, destinada a las hojas de morera.

El lago, allá abajo, se asemejaba a una taza llena de jade líquido, cuya superficie lanzaba veloces rayos de luz contra la sombra que las montañas proyectaban sobre sus orillas; varias embarcaciones ancladas atrajeron la atención de las espectadoras.

Parecían barcos gemelos, torpederos de juguete; apenas pequeñas manchas rojas y negras sobre el agua, con la bandera italiana. Pero los barquitos no eran de juguete; Assunta los odiaba, porque eran prueba patente del incesante combate que libraban las autoridades contra los contrabandistas de la montaña y recordaban a la viuda la muerte de su marido, ocurrida hacía diez años. César Marzelli había llevado demasiadas veces el cántaro a la fuente y había perdido la vida en enconada lucha con los oficiales de la aduana.

Largos rayos de luz pasaban entre las montañas e inundaban el lago; las cimas de los montes más bajos parecían llamear y su reflejo relampagueaba en el agua; allá lejos, entre las mesetas de niebla matinal, contra un cielo color zafiro, brillaban las últimas nieves.

Una cruz de hierro oxidado coronaba el pequeño santuario junto al cual se habían detenido ambas mujeres, y el techo era de viejas tejas tostadas, de suave tono castaño. La capilla estaba bajo la advocación de Stella Maris, y dentro, debajo del altar, se destacaban un montón de huesos blancos: cráneos, fémures y costillas de hombres y mujeres que habían muerto de la peste en tiempos remotos.

Morti delle peste
, leyó Joanna en el altar; y Assunta, con el ánimo ensombrecido por los recuerdos del pasado, habló a su joven ama, moviendo la cabeza.

—A veces los envidio, señora. Sus penas han terminado. Esas cabezas que con tanta frecuencia lloraron y sufrieron jamás llorarán ni sufrirán.

Hablaba en italiano y Joanna la comprendía a medias. Pero se arrodilló al lado de Assunta y ambas dedicaron sus oraciones matinales a María, Estrella del Mar, pidiéndole que se cumpliese el deseo más vehemente de sus almas.

Luego se levantaron (Assunta más tranquila después de sus rezos) y continuaron su ascención. La mujer explicó, a su manera, cuán abominable había sido que su marido, honrado comerciante entre Italia y Suiza, hubiese muerto a manos de los tripulantes esclavos de los barcos gubernamentales que se divisaban allá abajo y Joanna, asintiendo con la cabeza, trataba de comprender. Hacía progresos en italiano; pero la rapidez con que hablaba la mujer y su dialecto no estaban aún a su alcance. Sabía, sin embargo, que el tema de Assunta era la muerte de su marido, el contrabandista, y con movimiento de cabeza le trasmitía su simpatía.

—¡Malditos sean! —exclamó la mujer; y un empinado tramo del camino la redujo a silencio.

El importantísimo acontecimiento del día que con tanta violencia haría retroceder a Joanna Doria hasta la tragedia del pasado no se había producido todavía y transcurrieron varias horas antes de que se viera precisada a afrontarlo. Las dos mujeres subieron hasta el pequeño llano verde y reluciente, cubierto de diminutas flores, que extendía su césped alpino entre los matorrales de moreras. Allí las esperaba su tarea; pero primero comieron los huevos duros y el pan de nueces e higos secos que habían llevado consigo, y compartieron una botellita de vino tinto. De postre, hicieron honor a un puñado de cerezas y luego Assunta se dedicó a arrancar hojas para llenar su cesto, mientras Joanna holgazaneaba un rato, fumando un cigarrillo. Era una nueva costumbre adquirida desde su boda.

Cuando terminó de fumar, puso manos a la obra y ayudó a su compañera a juntar una carga completa de hojas; y terminada esta tarea, cortó varios lirios anaranjados que crecían en la pequeña planicie. Finalmente las dos mujeres iniciaron el regreso. Después de descender aproximadamente dos kilómetros buscaron la sombra bienhechora del Griante y se sentaron a descansar. Veían a sus pies, mirando hacia el Norte, la casa de Albert situada al borde del agua y delante del caserío de Menaggio, diseminado en racimos. Joanna declaró que divisaba el techo rojo de «Villa Pianezzo» y la pátina del tejado de la barraca próxima a la casa, que contenía los gusanos de seda de su tío.

Enfrente, a cierta altura, se extendía el pueblecito de Bellagio, detrás del cual, bajo un sol sin nubes, resplandecía la faz del Lecco. Y de pronto, como una aparición pintada en el aire, vieron, de pie en el sendero, la figura de un hombre de gran estatura. Su cabeza descubierta mostraba rojizos cabellos y sus ojos hundidos tenían un brillo salvaje. Vieron el enorme bigote pelirrojo del desconocido, su traje de «tweed», sus anchos pantalones ceñidos debajo de la rodilla, su chaleco rojo y la gorra que llevaba en la mano.

Era Robert Redmayne. Assunta que, sin comprender, lo miraba asombrada sintió que Joanna le apretaba fuertemente el brazo. La joven lanzó un grito de terror y cayó, desvanecida, al suelo. La italiana se apresuró a ayudarla, tratando de darle ánimo, con sus exclamaciones y rogándole que no tuviese miedo; pero Joanna tardó un rato en recobrar el sentido. Cuando volvió en sí, su calma habitual la había abandonado.

—¿Lo ha visto? —preguntó sin aliento, asiéndose de Assunta y mirando temerosa el sitio de la aparición de su tío.

—Sí, sí... Un hombre grande y rojo; pero no tenía malas intenciones. Cuando usted gritó estaba más asustado que nosotras. Echó a correr hacia abajo, como un zorro, se introdujo en el bosque y desapareció. No era italiano; creo que debe de ser alemán o inglés. Quizá un contrabandista que se propone traer a Suiza té, café, cigarros y sal. Si les deja bastante a los aduaneros, ¡le harán un guiño! Si no, lo matarán a tiros..., ¡malditos!

—¡Recuerde lo que ha visto! —instó Joanna con voz trémula—. Recuerde exactamente el aspecto de ese hombre, para describírselo bien al señor, Assunta. ¡Era el hermano de mi tío Albert..., era Robert Redmayne!

Assunta Marzelli sabía algo de lo ocurrido y adivinaba que el hermano de su amo era perseguido por crímenes terribles.

—¡Dios misericordioso! El hombre malo. ¡Y tan rojo! ¡Corramos, señora! —exclamó santiguándose.

—¿Por qué lado se ha ido?

—Directamente hacia abajo; ha entrado en el bosque, allí...

—¿Me ha reconocido, Assunta? ¿Parecía reconocerme? No me he atrevido a mirarlo por segunda vez.

Sólo en parte comprendió la mujer lo que Joanna le preguntaba.

—No. Él tampoco. Fijó los ojos en un punto lejano sobre el lago; tenía aspecto de alma en pena. Y cuando usted gritó, él, sin mirar, echó a correr y desapareció. No estaba enojado.

—¿Por qué se encuentra aquí? ¿Cómo ha venido y de dónde?

—¡Vaya usted a saber! Tal vez el amo esté enterado.

—Temo que le ocurra algo al señor, Assunta. Será mejor que regresemos a casa en seguida.

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