Read Los rojos Redmayne Online
Authors: Eden Phillpotts
—He empezado por el principio, Ganns.
Pero éste movió la cabeza.
—La mitad de la batalla se gana conociendo la iniciación del caso. Me atrevo a afirmar que, cuando se logra establecer su verdadera iniciación, el final está asegurado. Usted no empezó por el principio de este enredo, Marc. Si lo hubiese hecho, la clave del enigma estaría en sus manos. Después de los detalles que acabo de escuchar me convenzo cada vez más de que sólo haciendo un esfuerzo para desenterrar el pasado conseguiremos dilucidar este misterio. Es menester empuñar la pala; y usted o yo podríamos vernos obligados a regresar a Inglaterra para efectuar tal trabajo... a menos que obtengamos la información necesaria antes de realizarlo. Pero no hay razón para creer que tendremos tan buena suerte.
—Desearía que me indicara el terreno que no he tenido la previsión de examinar —dijo Brendon; pero Ganns no estaba, por el momento, dispuesto a hacerlo.
—No se preocupe todavía —aconsejó—. Hábleme ahora de usted y deje tranquilo el problema.
Charlaron hasta el alba, para entonces el tren había llegado a París; una o dos horas más tarde se hallaban en camino hacia Italia.
Ganns había resuelto cruzar los lagos y llegar inesperadamente a Menaggio. Había vuelto a ensimismarse, pensando en el problema que se le había planteado, y hablaba muy poco. Tenía en la mano una libreta abierta y, de cuando en cuando, mientras reflexionaba, hacía algunas anotaciones. Marc leía los periódicos, y algo más tarde señaló una página a su compañero.
—Lo que dijo de las charadas me interesa —comentó—. Aquí hay una, y hace una hora que trato de descifrarla. Debe de ser fácil; pero supongo que tendrá sus vueltas. Me pregunto si usted la adivinaría.
Peter sonrió y dejó a un lado la libreta.
—La charada es una costumbre mental —dijo—. Se llega a pensar en charadas y a aprender las tretas del juego. Con un poco de práctica se conoce la forma en que piensan los que las inventan, y se descubre que todos piensan igual y que tratan de engañarlo a uno siguiendo un mismo sistema. Si me tienta pidiéndome que descifre charadas, pronto se arrepentirá.
Marc señaló el periódico.
—Pruebe con ésta —instó—. No le veo pies ni cabeza; pero a usted, que está acostumbrado a solucionarlas, le costará, sin duda, poco.
Ganns echó una mirada a la adivinanza. Decía lo siguiente:
Mi primera: tiempo de verbo.
Mi segunda y mi tercera: tiempo de verbo.
Mi todo: agua salada.
Durante un minuto el norteamericano examinó el problema en silencio, luego sonrió y devolvió el periódico a Brendon.
—Muy buena, aunque convencional —observó—. Es del molde común. A veces, en mi país, las hay más ingeniosas, pero el sistema es el mismo en todas partes. No ha nacido aún un genio autor de charadas. Si fueran tan importantes como el ajedrez, tendríamos maestros capaces de producir obras maestras.
—Pero ésta... ¿la adivina usted?
—Es facilísimo, Marc.
Ganns volvió a su libreta, escribió algo rápidamente, arrancó la página y se la entregó a su compañero.
Brendon leyó:
SAL-MUERA
—Conociendo los cuentos de Knut Hamsun resulta más fácil; de otro modo, es probable que le cueste —dijo, mientras Brendon lo miraba asombrado—. Existen dos sistemas de inventar charadas —prosiguió Peter, lleno de animación—; el primero es plantear un problema tan difícil que a uno le produce canas mientras lo resuelve; el segundo consiste en poner trampas.
—¿Quién inventa esa clase de charadas?
—Nadie. La vida es demasiado corta; pero si dedicara un año a crear una charada perfecta, apostaría cualquier cosa a que mis semejantes tardarían un año en adivinarla. Lo mismo ocurre con la criptografía, especialidad con que ambos nos hemos topado en nuestra profesión. Las claves son, generalmente, burdas; pero he pensado con frecuencia en la maravilla que uno podría lograr si se tomara un poco de trabajo. Los autores de cuentos policiacos las inventan muy buenas a veces; pero el listo, el que todo lo sabe, las descubre siempre; le basta sacar de la biblioteca del villano el libro correspondiente. Mi criptografía no dependería de ningún libro.
Peter siguió charlando; luego, súbitamente, enmudeció y volvió a enfrascarse en sus notas.
Al rato levantó los ojos.
—La difícil tarea que tenemos por delante es la siguiente —dijo—: entrar en contacto con Robert Redmayne o con su fantasma... Hay dos clases de fantasmas, Marc: los verdaderos..., en cuya existencia usted no cree, y sobre los cuales reservo mi opinión, y los fabricados. Ahora bien, el fantasma fabricado puede ser tan útil a la policía como a los criminales.
—¡Usted cree en fantasmas!
—No he dicho tal cosa. Pero me mantengo imparcial al respecto. He oído cosas muy extrañas sobre el particular, contadas por personas perfectamente fidedignas.
—Si en el caso presente se tratara de un fantasma sería, indudablemente, una solución; pero si así fuera, ¿por qué temería usted por la vida de Albert Redmayne?
—No digo que sea un fantasma y, por supuesto, no creo que lo sea; pero...
Se interrumpió y cambió de tema.
—Estoy comparando su informe verbal con el relato que me escribió Albert —observó, dando golpecitos a su libreta—. Mi viejo amigo retrocede más lejos que usted en el tiempo, porque sabe muchas cosas que usted ignora. Están anotadas aquí. Cuido mis ojos, por esto las he hecho copiar a máquina. Conviene que usted las lea. Hallará la historia de Robert Redmayne, desde su niñez; la historia de la muchacha, su sobrina, y la de su padre muerto. El padre de Joanna Redmayne era un personaje difícil y pendenciero (mil veces peor que Robert, al parecer) y un poco raro; pero nunca estuvo abiertamente en conflicto con la ley. No se le ha ocurrido a usted pensar en Henry, el difunto hermano de Robert, ¿verdad? Le sorprendería comprobar cómo es posible conocer un carácter y hallar explicación a sus contradicciones, estudiando a los distintos miembros de su familia.
—Me gustaría leer esos apuntes.
—Son valiosos para nosotros, porque fueron escritos sin prejuicios. Desde este punto de vista, son superiores a su muy lúcido relato, Marc. A través de su narración se siente como si un hilo de seda pasara constantemente por el algodón, cosa que no ocurre en ese detalle, muchacho, y creo que en ese hilo de seda, antes de extraerlo, hallaré el motivo de su fracaso.
—No comprendo lo que me dice, Ganns.
—Naturalmente... Todavía no. Pero cambiaremos la metáfora. Diremos que emplearon un artificio para atraer su atención y que usted mordió el anzuelo; y que después de empezar bastante bien, abandonó la buena pista y siguió la mala.
—Acertijo: descubrir el artificio —dijo Marc. Peter Ganns sonrió.
—Creo que lo he descubierto —replicó—. Pero a lo mejor estoy equivocado; lo sabré dentro de veinticuatro horas. Espero haber acertado..., por usted, sobre todo. Si tengo razón, queda usted libre de toda mancha; si no la tengo, la cosa se pondrá fea para usted.
Brendon no respondió. Ni su conciencia ni su inteligencia lo ayudaban a aclarar el punto. Volviendo a sus notas, Peter le habló de determinado incidente y le demostró que no estaba muy claro.
—¿Recuerda la noche que salió de «El nido del cuervo», después de su primera visita? Mientras caminaba hacia Dartmouth vio usted, súbitamente, a Robert Redmayne, de pie junto a un portón; y cuando la luz de la luna lo iluminó a usted, él corrió y desapareció entre los árboles. ¿Por qué?
—Porque me conoció.
—¿Cómo?
—Tuvimos un encuentro en Princetown, junto a la charca de la cantera de Foggintor, donde había ido a pescar, y hablamos un poco.
—Exactamente. Pero él no sabía quién era usted. Aunque hubiese recordado que lo había visto hacía seis meses en Foggintor, a la hora del ocaso, ¿por qué iba a creer que usted lo perseguía?
Marc reflexionó.
—Tiene razón —dijo—. Es probable que aquella noche hubiera huido al ver a cualquiera; no deseaba que lo descubrieran.
—Mi única intención es dejar planteado el interrogante. Claro está que ese detalle se explica fácilmente si nos basamos en la presunción general de que Redmayne suponía que todos estaban contra él. Lo natural, en su condición de fugitivo, era que saliera corriendo al ver aproximarse a cualquier persona.
—Probablemente no se acordaba de mí.
—Probablemente no; pero su actitud sugiere otras posibilidades. Tal vez lo habían puesto sobre aviso contra usted.
—Nadie pudo hacerlo. Robert Redmayne aún no había visto a su sobrina; no había hablado con ella. ¿Quién hubiera podido decirle eso..., aparte de su hermano Benjamin?
Peter Ganns no siguió el tema. Cerró su libreta, bostezó, tomó rapé y declaró que deseaba comer algo. El largo día transcurrió y los dos hombres se retiraron temprano y durmieron hasta el amanecer.
Antes de mediodía habían partido de Baveno en barco y cruzaban las azules y profundas aguas del Maggiore. Brendon, que no conocía los lagos italianos, quedó mudo ante tanta belleza; Ganns tampoco deseaba hablar. Sentados el uno junto al otro contemplaban el desarrollo gradual del panorama: los montes y los desfiladeros, la maravilla de la luz sobre la tierra y el agua, la presencia del hombre, sus casitas en las montañas, sus barcos en el lago.
Desembarcaron en Luino y siguieron hacia Tresa. En este breve recorrido se levantaban, a ambos lados de las vías del ferrocarril, altas empalizadas, con espesa red metálica, de la cual colgaban innumerables cascabeles. Peter, que había recorrido aquellas regiones veinte años antes, explicó a su compañero que dichas empalizadas habían sido colocadas allí a guisa de barreras para detener el continuo contrabando entre Suiza e Italia.
—En realidad, «solamente el hombre es vil» —dijo con tono de conclusión, despertando una pasajera ola de amargura en el ánimo de Brendon.
—Y nuestra vida se limita a ocuparnos de esa vileza —repuso éste—. A veces me odio y desearía ser abacero o tendero y hasta soldado o marinero. Es denigrante que nuestro trabajo dependa de la maldad del prójimo, Ganns. Espero que ha de llegar un día en que nuestra carrera resulte tan anticuada como el arco y las flechas.
El otro se echó a reír.
—¿Qué dice Goethe en uno de sus libros? —observó—. Que a la humanidad, aunque dure un millón de años, nunca le faltarán obstáculos que le den trabajo, ni la presión de la necesidad que obliga a superarlos. También Montaigne (debería leer a Montaigne, tan lleno de sabiduría) dijo que la sapiencia humana jamás ha alcanzado la perfección de conducta que prescribe; y que, si pudiera alcanzarla, seguiría dictándose nuevas superaciones. Dicho de otro modo, habrá pillos en el mundo mientras perdure la naturaleza humana y hombres preparados que los harán caer de bruces. Mientras exista la humanidad, el crimen, en una u otra forma, continuará existiendo; y cuanto más inteligentes sean los criminales, más tenemos que serlo nosotros.
—Pienso que la naturaleza humana es mejor que eso —contestó Marc y su colega lo felicitó.
—Me parece muy bien, muchacho..., considerando su edad —dijo.
Cruzaron el Lugano y, entre la luz del atardecer, llegaron a su orilla norte. Luego tomaron otro tren, subieron la montaña y bajaron finalmente a Menaggio, al borde del lago de Como.
—Dejaremos aquí nuestro equipaje —dijo Peter— y trataremos de llegar cuanto antes a «Villa Pianezzo». El viejo amigo se asustará; pero le diremos que las cosas se arreglaron tan convenientemente que pudimos emprender el viaje una semana antes de lo que creíamos. Ni una palabra de mi suposición de que está en peligro.
Veinte minutos después el coche de alquiler que habían tomado, arrastrado por un caballo, se detenía ante la puerta de la modesta morada de Albert Redmayne. En aquel momento sus tres habitantes se disponían a sentarse a la mesa. Simultáneamente aparecieron el dueño de casa, su sobrina y Giuseppe Doria; y mientras Albert, a la italiana, abrazaba a Ganns y le estampaba un beso en cada lado de la cara, Joanna saludó a Marc Brendon y éste, una vez más, la miró a los ojos.
No se le pasó por alto que Joanna había vivido nuevas experiencias. Sonreía, como es natural, y el rubor invadía sus mejillas al manifestar su asombro y su admiración ante la rapidez con que habían atravesado Europa en auxilio de su tío; pero, pese a su emoción y alegría, persistía en su rostro la nueva expresión. Marc sintió que su corazón latía violentamente y que renacía su esperanza de poder serle útil. Porque por el rostro de Joanna vagaba una indefinible sombra de tristeza que su sonrisa no lograba disipar.
Doria se mantuvo un poco rezagado mientras su mujer saludaba al amigo de su tío; luego se adelantó, expresó su placer de volver a encontrarse con Marc y su convicción de que el tiempo no tardaría en revelar la verdad y pondría fin a la siniestra historia del asesino errante.
Fue tan grande la alegría de Albert Redmayne al ver llegar a Ganns que olvidó por completo el motivo de su visita.
—El último anhelo y ambición de mi vida era presentarte a Virgilio Poggi, Peter, para que, al fin, los tres reunidos, pudiéramos charlar largas horas, frente a frente. Y ahora esto ocurrirá. El desventurado espíritu que anda errante por las montañas ha sido, sin saberlo, causa de este maravilloso acontecimiento.
Joanna y Assunta prepararon, rápidamente, comida para los visitantes y todos se sentaron a la mesa. Brendon se enteró de que habían reservado habitaciones para él y Ganns en el Hotel Victoria.
—Sin embargo —dijo, dirigiéndose a Joanna—, creo que Ganns se quedará aquí. Ha tomado las riendas del asunto. No hay, por cierto, razón para que vuelva a ocuparme de un caso en el que he fracasado lamentablemente.
Joanna lo miró con dulzura.
—Me alegro mucho de que haya venido —dijo, en un susurro para que él solo la oyera.
—Si es así, también me alegro —replicó él.
Después de la comida, que había sido animadísima, Peter se negó rotundamente a cruzar el lago de Como para visitar en seguida a Virgilio Poggi.
—Basta de lagos por hoy, Albert —declaró—; deseo hablar del asunto que me ha traído aquí y hacerme una idea general de lo acontecido. ¿Qué ha ocurrido desde que escribió usted a Marc, señora?
—Explíqueles usted, Giuseppe —rogó Albert Redmayne.
—Tu regalo, la cajita de oro..., toma un poco de rapé —propuso Peter, ofreciéndosela al viejo bibliómano; pero éste la rechazó y encendió un cigarro.