Read Los rojos Redmayne Online
Authors: Eden Phillpotts
Los labios de Joanna se movieron; pero, en seguida, recobraron su inmovilidad. Ganns advirtió que había estado a punto de decir algo y que ahora diría otra cosa. La joven apretó entre las suyas la manaza de Peter.
—¡Dios lo bendiga! —exclamó—. Si cuento con la amistad de usted me doy por satisfecha. Brendon ha sido muy bueno conmigo... muy, muy bueno. Pero es probable que usted ayude más que él a mi tío Albert.
Se separaron y Joanna regresó a la casa, mientras el detective, que había hallado un sillón cómodo debajo de un arbusto de adelfas, se sentó y aspiró la fragancia de las rojas flores, lamentando que el rapé hubiera estropeado gran parte de su olfato; no obstante, aspiró durante un rato y luego abrió su libreta. Durante media hora estuvo haciendo anotaciones en ella; luego se levantó y fue a reunirse con Albert Redmayne.
El anciano no pensaba en otra cosa que en el anhelado y próximo acontecimiento.
—¡Pensar que tú y Poggi os conoceréis hoy! —exclamó—. Peter, amigo mío, si no simpatizas con Virgilio, se me partirá el corazón.
—Albert —repuso Ganns—. Hace dos años que simpatizo con Poggi. Tus afectos son mis afectos. Esto prueba que nuestra amistad es muy grande; porque ocurre a menudo que los amigos no comprenden sus mutuas preocupaciones y preferencias. En cambio, en nuestro caso, coincidimos tan perfectamente en todo que no podrías tú sentir cariño por alguien que te fuera antipático. A propósito, ¿quieres mucho a tu sobrina?
Redmayne tardó un poco en contestar.
—La quiero —contestó finalmente—, porque quiero todo lo que es bello; y, sincera e imparcialmente, creo que es la mujer más bonita que he visto en mi vida. Nunca he encontrado otra cara que se parezca tanto a la Venus de Botticelli; y es el rostro más dulce que conozco. Por consiguiente, me encanta su exterior, Peter.
»En cuanto a su interior, no estoy tan seguro. La razón es muy natural: no la conozco bien todavía. Durante su infancia la vi muy poco; y hasta ahora, casi no la había tratado. Cuando la conozca mejor, seguramente la querré sin restricciones; confieso, sin embargo, que nunca la conoceré del todo, porque la diferencia de edad impide la comprensión perfecta. Por otra parte, ella no ha venido aquí sola. Su vida gira en torno a su marido. Aún son recién casados y lo adora.»
—¿No tienes motivos para suponer que pueda ser desgraciada con él?
—Ninguno. Doria es asombrosamente apuesto y atrayente..., el tipo de hombre que, por lo general, encanta a las mujeres. Reconozco que los matrimonios angloitalianos no destacan por su éxito... No obstante, el marido de Joanna es sensato, y atribuyo esta virtud al hecho de que ha corrido mundo. Tiene mucho que ganar si se conduce bien; todas las de perder si procede mal. Joanna es una muchacha altiva. Posee cualidades. Es distinguida. No soportaría ninguna incorrección de Doria, y sabe que tampoco la soportaría yo. Espero verla con frecuencia, aunque tengo entendido que piensan vivir en Turín.
—¿Ha abandonado Doria su ambición de recuperar los bienes de la familia, el título y lo demás? Brendon me contó estos pormenores.
—Por completo. Además, parece que uno de tus compatriotas ha adquirido el castillo de Dolceacqua y el título. Giuseppe nos divirtió mucho hablando de este tema; pero creo que lo que más le gusta es holgazanear.
Antes del almuerzo, Marc Brendon regresó de la montaña en compañía del italiano. No habían hallado el menor rastro de Robert Redmayne y parecían bastante hartos el uno del otro.
—Convendría que infundiera usted a Marc su sabiduría y su espíritu cordial —dijo Giuseppe Doria dirigiéndose a Ganns, mientras Brendon, fuera del alcance de sus oídos, conversaba con Joanna—. Es un hombre muy aburrido; ni siquiera escucha cuando le hablo. No es simpático. Nunca descubrirá nada. Me pregunto si usted logrará hacerlo. ¿Tiene alguna idea sobre el particular? Escoba nueva barre bien, como vulgarmente se dice.
—Lo examinaré yo antes que me examine usted, Doria —dijo Peter afablemente—. Deseo saber lo que piensa del hombre del chaleco rojo. Tenemos que hablar.
—Encantado, encantado, Mr. Ganns. Lo he visto muchas veces; en Inglaterra, tres... cuatro veces; en Italia, una. Siempre es el mismo.
—¿No es una aparición?
—¿Un fantasma? No. Está bien vivo. Pero, ¿quién podría decir cómo vive y para qué vive?...
—¿No teme usted por la vida de Albert Redmayne?
—Me tiene muy inquieto —contestó Doria—. Y cuando mi mujer me escribió que había visto a Robert Redmayne, telegrafié desde Turín diciéndoles que tuviesen cuidado y que no corrieran el riesgo de enfrentarse con él. Cuando piensa en el peligro que lo amenaza, el tío de Joanna tiene miedo; pero tratamos, en lo posible, de distraerlo. No es bueno que tenga miedo. ¡Por amor de Dios, señor, intente llegar al fondo de este asunto! Opino que lo mejor sería tenderle una trampa a ese pelirrojo, y cazarlo, como si fuese un zorro o cualquier otro animal salvaje.
—Es una idea excelente —declaró Peter—. Colaborará con nosotros, Giuseppe. Confidencialmente, le diré que nuestro amigo Brendon ha seguido una pista falsa. Pero si usted y él y yo no logramos aclarar este misterio, no somos lo que creo.
Doria rió.
—«Los hechos son masculinos, las palabras femeninas» —citó—. Se ha hablado demasiado sobre este asunto; pero ahora ha venido usted; veremos realizaciones concretas.
Sólo después del almuerzo Ganns y Marc pudieron conversar sin testigos. Prometiendo que volverían a tiempo para conocer a Virgilio Poggi (quien cruzaría Menaggio para tomar el té con ellos) los dos hombres dirigieron sus pasos a lo largo del lago y, mientras paseaban, cambiaron opiniones.
La entrevista resultó dolorosa para el más joven, porque se enteró de que ciertos puntos de las dudas de Peter se habían aclarado. En realidad, Brendon mismo provocó casi en seguida su propio castigo.
—Me enfurece ver —dijo— la forma en que trata a su mujer ese individuo... Doria, quiero decir. «Margaritas a los cerdos.» Nunca esperé mucho de esa boda; ¡pero pensar que sólo hace tres meses que se casaron!
—¿Cómo la trata?
—No estoy ciego y veo el aspecto que ella tiene. La causa, naturalmente, no se ve; el efecto salta a la vista. Ella es demasiado valiente para confiar sus penas a nadie; pero no puede esconder su rostro, donde esas penas se leen claramente.
Ganns nada respondió, y Marc siguió hablando.
—¿Vislumbra usted alguna claridad?
—Poca, en lo que se refiere al problema principal. No obstante, un detalle se ha aclarado; he descubierto la roca en que usted naufragó, muchacho. Se enamoró de Joanna Penrod cuando supo que era viuda. Y ahora está enamorado de Joanna Doria. Y enamorarse de uno de los principales protagonistas de un asunto es colocarse en total desventaja para correr la carrera.
Brendon lo miró con asombro; pero no pronunció palabra.
—La naturaleza humana tiene sus límites, Marc, y el amor es una pasión muy absorbente. Ningún hombre cegado por el amor ha podido jamás cumplir debidamente una tarea, sea cual fuere. El amor es celoso y no admite competidores. Por tanto, se deduce que, estando enamorado, no es posible desarrollar totalmente una capacidad de acción. ¡Cuánto más si la dama, como en su caso, es la dama del caso!
—Me ofende usted —replicó el otro acaloradamente—. Su argumento no es razonable. Tenga la absoluta seguridad de que mis sentimientos en nada influyeron, por la sencilla razón de que ella no está en el caso, sino que era una inocente víctima de la maldad ajena. Colaboró conmigo; no me incomodó. Pese a su sufrimiento, mantuvo su sangre fría desde el principio y luchó contra su dolor para ayudarme a ver claro. El hecho de que la amara no estableció diferencia alguna en mi proceder con respecto a mi tarea.
—Pero estableció mucha diferencia en su proceder con respecto a Joanna. No obstante, respeto su palabra, Marc, y ansío dar a sus conclusiones la importancia que merecen. Pero me niego a aceptar, sin mayores pruebas, su opinión sobre el carácter de tal o cual persona. Le ruego que no tome estas palabras como cosa personal. Recuerde solamente que no me he encargado de este caso porque sí; y, hasta ahora, no he descubierto motivos que me induzcan a eliminar a nadie.
—Conocemos algunos detalles y, sin necesidad de pruebas fehacientes, nos enorgullecemos de creer en ellos —contestó Brendon—. ¿Acaso no he visto a Joanna afligida y en dificilísima situación? Ha sido maravillosamente valiente. Después de su dolorosa tragedia, su único pensamiento fue para sus desventurados parientes. Enterró su angustiosa pena...
—Y a los nueve meses se casó con otro.
—Es joven y ha visto usted con sus propios ojos a su marido. ¿Qué recursos habrá empleado para conquistarla? Lo que sé es que ella ha cometido un error terrible. Quizá, más que saberlo, lo siento; pero estoy seguro de que es así.
—Bueno —dijo tranquilamente Peter—, de nada sirve andar con rodeos. Supongo que, después de la muerte de Penrod, tuvo usted oportunidad de decirle a Joanna que la amaba y de pedirle que se casara con usted. Ella lo rechazó; pero el asunto no terminó ahí. En la actualidad lo sigue llevando a usted de las narices.
—Eso no es verdad, Ganns. No me comprende... ni a mí, ni a ella.
—Bien; no exijo demasiado; pero, puesto que me he encargado de este asunto sólo para ayudar a Albert, insisto en lo siguiente: si está usted dispuesto a confiar en Joanna y a presumir que su único deseo es ver cumplida la justicia y aclarado el misterio, no puedo trabajar con usted, Marc.
—La ofende usted; pero esto no importa. Lo que importa es que me hace un agravio a mí —dijo Brendon, clavando en el otro sus ojos iracundos—. Nunca he tenido la menor intención de confiarle nada a ella, ni a nadie. Viéndolo bien, nada tengo que confiar. La he amado y la amo, y me preocupa profundamente el error que ha cometido al casarse con ese individuo; pero tratándose del asunto que nos ha traído aquí, soy ante todo y sobre todo, un detective; y en mi antipática profesión estoy acostumbrado a que me presten crédito.
—Bien. Recuérdelo, pase lo que pasare. Y no se enfade conmigo, porque nada se gana con ello. No hago afirmación alguna contra Joanna Doria; pero es Mrs. Doria, y Doria sigue siendo un interrogante para usted y para mí; por consiguiente, debe comprender que no me dejaré cegar ni dominar por las apariencias. Ahora bien, si una mujer insinúa, o asegura, que es desgraciada con su marido, nada es más natural que un hombre como usted, cuyo corazón rebosa de ternura por esa mujer, crea lo que ven sus ojos y considere auténtica su tristeza. Parece muy plausible; pero suponga que, para sus propios fines, Joanna Doria y su marido deseen crear esa impresión. Suponga que su propósito es hacernos creer a usted y a mí que no son amigos.
—¡Dios mío! ¿Qué pretende insinuar sobre ella?
—No se trata de lo que insinúe sobre ella. Se trata de saber lo que ella es verdaderamente. Y lo averiguaré, porque es posible que de ello dependan muchas más cosas de las que usted parece imaginar.
—Un segundo de reflexión lo convencerá, seguramente, de que ni ella, ni Doria...
—¡Aguarde, aguarde! Sólo estoy diciendo que no quiero que el carácter de nadie, imaginado o real, ponga obstáculos a la investigación. Si la reflexión me convence de la imposibilidad de que Doria sea cómplice de Robert Redmayne, lo admitiré. Por el momento, no es así. Existen varios puntos interesantísimos. ¿Se ha preguntado usted por qué ha desaparecido el diario íntimo de Benjamin Redmayne?
—Sí... Y no comprendo qué podría contener de peligroso para Robert Redmayne.
Ganns dejó para otra ocasión la tarea de aclararle el punto, y cambió de tema.
—Necesito varios hechos fundamentales y, ciertamente, no los averiguaré aquí —dijo—. La semana próxima, si no ocurre algo que lo impida, regresaré a Inglaterra.
—¿No sería lo mismo que fuera yo?
—Es necesario que se quede aquí; pero, antes de mi partida, nuestra comprensión tiene que ser completa.
—Confíe en que así será —dijo Marc.
—Tengo absoluta confianza en usted.
—¿Desea que cuide a Albert Redmayne?
—No; yo cuidaré de él. Es mi primera preocupación. No se lo he dicho todavía, pero irá conmigo.
Brendon reflexionó un momento y se sonrojó violentamente.
—¿Quiere decir que teme dejarlo en mis manos?
—No es por usted. Aunque sólo me baso en suposiciones, es demasiado grande el riesgo de dejarlo aquí. Me marcho, porque estaré a oscuras mientras no dilucide varios puntos primordiales que sólo puedo aclarar en Inglaterra. Es decir, creo que son primordiales. En el ínterin no puedo dejar solo a Albert, porque no sabe de qué lado acecha el peligro; tampoco puedo dejarlo en sus manos, porque usted lo ignora tanto como él.
—Pero si Doria, como parece usted insinuar, es el peligroso, ¿quién podría salvar a Albert Redmayne? El italiano le es simpático; lo divierte y tiene tacto e inteligencia cuando quiere agradar. Hoy ha tratado de mostrarse agradable conmigo. Mañana tratará de mostrarse agradable con usted.
—Sí... es simpático y alegre; y, como usted dice, muy inteligente. Pero todavía no sé si la persona que vemos, y la que su mujer ve, es el verdadero Doria.
—Posiblemente no.
Ganns, después de reflexionar un instante, siguió hablando.
—Es necesario que nos comprendamos bien; estoy tan acostumbrado a trabajar solo y a no decir nada hasta que puedo decirlo todo, que no se extrañe si lo trato en forma inmerecida. Ahora le explicaré de qué lado sopla el viento. Sopla en la oscuridad... lo admito; pero, en la penumbra, empiezo a ver lo siguiente: que Giuseppe Doria sabe mucho más que nosotros sobre el hombre del chaleco rojo. Me cuesta creer que Doria sea capaz de asesinar a mi viejo amigo; pero no estoy muy seguro de que Doria lo impidiese si otro lo intentara.
»Es menester recordar que, si Albert desapareciese, la mujer de Doria obtendría un beneficio material. Me pregunto por qué razón alguno se tomaría el trabajo de matar a Albert para poner el dinero en el bolsillo de Joanna. Pero la deducción es obvia. Le ruego que, mientras me encuentre en Inglaterra, abra los ojos y trate de averiguar lo más que pueda sobre Giuseppe Doria. No a través de su mujer, naturalmente. No necesito decírselo. Tendrá usted libertad para rondar de un lado al otro y tratar de sorprender a «Chaleco Rojo». Quizá lo consiga; pero cuide que no lo sorprenda él a usted. Le pido que no crea la cuarta parte de lo que oiga, ni la mitad de lo que vea. Tenemos que llegar más allá de las apariencias, si queremos triunfar.»