Los rojos Redmayne (27 page)

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Authors: Eden Phillpotts

—¿Supone usted, entonces, que Doria y Robert Redmayne trabajan asociados? ¿Supone acaso que Joanna lo sabe y que en esto reside el secreto de su actual infortunio?

—No es necesario mezclarla en el asunto; pero, de por sí, su pregunta sugiere tal posibilidad.

—Sé que no es así. No puede ser cómplice de ningún crimen. Es contrario a su íntima naturaleza, Ganns.

—¿Y dice usted que «ante todo y sobre todo» detective?... Cualquiera creería que le pido que la someta a un estrecho y torturante interrogatorio. Nunca he hecho pasar por ello a nadie. Es un recurso injusto e indigno de nuestra magnífica organización. Por consiguiente, dejaremos a Joanna Doria y nos ocuparemos de su marido. Hay un montón de cosas interesantes que descubrir sobre Doria, muchacho.

—Olvida usted que entró por primera vez en escena en «El nido del cuervo».

—¿Cómo podría olvidar lo que ignoro? ¿Por qué asegura que entró por primera vez en escena en «El nido del cuervo»? Puede haber hecho su entrada en Foggintor. Quizá él, y no Robert Redmayne, fue el que degolló a Michael Penrod.

—Imposible. Reflexione. ¿No recuerda que la viuda de Penrod es la mujer de Doria?

—¿Y qué? No quiero decir que ella lo supiera, si Doria fuera realmente el asesino.

—Otra cosa: a la sazón, Doria estaba al servicio de Benjamin Redmayne.

—¿Cómo sabe usted tanto?

Brendon se impacientó.

—Mi querido Ganns, ¡todo el mundo lo sabe!

—¡Pamplinas! No puede usted jurar que Doria era sirviente de Benjamin el día del crimen. Para probar este punto habría que realizar una sólida y paciente investigación cuyos resultados lo sorprenderán a usted. De los aquí presentes, solamente Doria conoce con certeza el día que entró al servicio de Benjamin. Su mujer puede saberlo, o no saberlo. No estoy dispuesto a creer lo que diga Giuseppe sobre esa fecha.

—¡Ah! ¿Por este motivo le interesaba a usted el diario de Benjamin?

—Sí, éste era uno de los motivos. Puede ser que el diario esté todavía. Búsquelo después de nuestra partida y trate de hallarlo. Si tropieza con él fíjese, especialmente, si tiene páginas arrancadas, borradas, o con falsa escritura.

—¿Cree aún que los que rodean a Albert son criminales?

—Creo en la necesidad de probar que no lo son. Quizá lo consiga usted antes de nuestro regreso. Hay mucho más que despejar antes de empezar a construir. Lo que, francamente, me desconcierta es que Albert siga vivo. No veo la razón para que todavía lo esté... y sí una docena de razones para que lo hubieran hecho desaparecer.

—Gracias a su previsión de llegar inesperadamente, quizá.

—-Con toda la mejor voluntad e inteligencia del mundo no es posible evitar que un hombre mate a otro, si está empeñado en hacerlo...; es decir, siempre que el supuesto asesino esté en libertad y no se sepa quién es. Otra cosa, Marc. Cuando parta con Albert, desapareceré por completo, y él también. Es menester que nadie tenga aquí noticia alguna de nosotros hasta nuestro regreso. Si me necesita con urgencia, telegrafíe a New Scotland Yard, y únicamente allí, para que me remitan su telegrama. Y usted también cuídese mucho. No corra riesgos inútiles por fiarse demasiado. Puede verse en peligro y seguramente lo estará si da con la buena pista.

Dos días después, el bibliófilo y Peter subieron a un barco que partía hacia Varenna, donde pensaban tomar el tren hasta Milán, para luego dirigirse a Inglaterra. El encuentro de Poggi y Ganns había procurado enorme satisfacción a Albert, y su placer no tuvo la menor sombra, porque Peter no hizo ninguna alusión al viaje hasta la mañana siguiente. Después de expresarle la entusiasta opinión que le merecía Virgilio y su esperanza de visitarlo con frecuencia a su regreso, el norteamericano comunicó a Albert la necesidad de partir inmediatamente. Había supuesto que protestaría; pero el espíritu de Albert Redmayne era demasiado lógico para hacerlo.

—Te pedí que solucionaras este enigma —dijo— y no me corresponde objetar los métodos que empleas para conseguirlo. Estoy completamente seguro, Peter, de que llegarás al fondo de estos horrendos y misteriosos crímenes. Tengo la convicción de que los dilucidarás, y apoyaré tus procedimientos; si es necesario que vaya contigo a Inglaterra, iré, naturalmente. No debes, sin embargo, contar conmigo para ninguna ayuda práctica. Es enteramente contrario a mi naturaleza tomar parte activa en esta campaña. Encargarme de una empresa o hacerme participar en cualquier aventura sería un fracaso seguro.

—No temas —repuso Ganns—. Solamente te pido que permanezcas oculto y te diviertas. Ignoro si el peligro te seguirá o no; lo único que me propongo es interponerme entre tu persona y ese peligro y no perderte de vista. Por lo demás, borraremos nuestros rastros. Dile a Joanna que te haga una maleta para un viaje de diez días. Si todo marcha bien, estarás de vuelta a fines de la semana próxima.

La mañana de la partida, y mientras Redmayne daba las instrucciones finales a su sobrina, Peter y Marc avanzaron por el desembarcadero mientras el vapor «Pliny», que conduciría a los viajeros en la primera etapa de su viaje, se acercaba procedente de Bellagio, impulsado por sus ruedas que golpeaban el agua.

—Por el momento —dijo Brendon—, la situación es la siguiente: usted abriga graves sospechas de que Doria esté en complicidad con alguna persona, pero duda de que esa persona sea Robert Redmayne. Desea que vigile a Doria y que procure sorprender al enigmático desconocido o averiguar quién es. Entretanto vuelve usted a Inglaterra y prefiere guardar reserva sobre su forma de tratar el caso, hasta que esté más claro y avanzado que ahora.

—Ha sintetizado perfectamente la situación. Manténgase imparcial. Es lo único que le pido.

—Lo haré —contestó Brendon—. Sospecho de la explicación que le dio Joanna Doria sobre sus sufrimientos. Sabe, evidentemente, más que nosotros y conoce algún secreto que la hace desgraciada, referente a su marido.

—No sería raro que esa teoría llegara a probarse. Usted verá frecuentemente a Joanna durante la semana próxima, y no ha de ser tiempo perdido si lo que usted cree es verdad.

A bordo los esperaba Virgilio Poggi. Había cruzado el lago para saludar a Albert y acompañarlo hasta Varenna. Los tres hombres partieron, dejando atrás a Marc y a Joanna y su marido. En Varenna, Virgilio se despidió. No contento con abrazar a Albert, abrazó también afectuosamente a Ganns.

—Los tres somos grandes hombres —dijo Poggi—, y la grandeza busca la grandeza. Vuelve en cuanto puedas, Albert y obedece en todo a Ganns. ¡Dios quiera que esta nube desaparezca rápidamente de tu vida! Mientras tanto, rezaré por los dos.

Albert tradujo a Peter estas palabras; luego el tren arrancó y Virgilio regresó a su casa en el primer barco. Estornudó durante todo el camino, porque había aceptado una toma de rapé de Peter, ignorando el efecto que produce en narices desacostumbradas.

14

Revólver y zapapico

Pese a que, en su fuero interno, Brendon no estimaba a Giuseppe Doria, su mente equilibrada le permitía juzgarlo imparcialmente. Descartaba el hecho del triunfo sentimental del italiano y, por lo mismo que se sabía rival sin éxito, ponía mayor celo en que su desilusión no le creara prejuicios. Pero Doria no había conseguido hacer de Joanna una mujer feliz; Marc lo comprendía muy bien y tenía presente que de las circunstancias podía surgir alguna futura ventaja para él. La actitud de la joven había cambiado; no era ciego y no dejaba de advertirlo. Sin embargo, desechaba por el momento su propio interés y trataba, con toda su alma, de solucionar los problemas con que se enfrentaba. Tenía especial empeño en suministrar a Peter Ganns, cuando regresara, sustanciosas informaciones.

Procedió según su criterio; pero no halló razones suficientes para relacionar a Doria con el misterioso asunto, ni con Robert Redmayne. Porque, pese al luminoso análisis de Peter, seguía creyendo que el fugitivo era el hermano de Albert Redmayne; y no hallaba argumento razonable para asociar a Giuseppe, en el presente y en el pasado, con aquel misterioso personaje. Antes bien, todo indicaba una dirección opuesta. Brendon rememoró los pormenores de la desaparición de Benjamin Redmayne y no recordó nada sospechoso en la conducta de Giuseppe durante su permanencia en «El nido del cuervo»; y, puesto que parecía irrazonable suponer que había participado en la segunda tragedia, menos probable aún resultaba la idea de que estuviera complicado en la primera.

Doria, por cierto, se había casado con la viuda de Penrod; pero era absurdo suponer que para hacerlo hubiese asesinado al primer marido. Además, como psicólogo, y sinceramente, Marc no descubría en el carácter de Doria ningún detalle que revelase malignidad. Amaba el placer y sus puntos de vista y ambiciones, aunque frívolos, no eran, por cierto, criminales. Hablaba mucho de los contrabandistas y manifestaba la simpatía que le inspiraban; pero era una fanfarronada; no demostraba particular valentía física; le gustaban las comodidades y era poco probable que hubiera arriesgado su libertad asociándose con infractores de la ley y el orden.

Prueba sorprendente de que Marc no había errado en sus apreciaciones fue el diálogo que sostuvo cierto día con Doria, poco después de la partida de Ganns y Albert Redmayne. Giuseppe y Joanna habían decidido visitar a un amigo que vivía en Colico, paraje situado al norte del lago; y ese día, una hora antes de la salida del barco, los dos hombres se dirigieron a pie a las montañas y ascendieron hasta dos kilómetros más allá de Menaggio. Brendon había solicitado una conversación a solas y el otro había accedido gustoso.

—Como usted sabe, pasaré el día en el lugar frecuentado por el hombre rojo —explicó Marc—, y volveré a la hora de cenar, puesto que así lo desea usted; pero antes de dirigirme allí, le ruego que demos un paseo de una hora. Deseo hablar con usted.

—Perfectamente, volveré en seguida —repuso el otro.

Regresó a la media hora, halló a Brendon charlando con Joanna en la oscura entrada de la barraca de los gusanos de seda y se lo llevó consigo.

—Hablará con ella esta noche después de cenar —prometió Giuseppe—. Ahora me toca el turno a mí. Subiremos hasta el pequeño templete situado junto al sendero, más allá de los huertos. Hay muchas ermitas dedicadas a la Virgen, amigo. Pero ésta no es la Madona del viento, ni del mar, ni de las estrellas. Es la de la Madonna del
far niente
, como yo la llamo..., la Virgen de los fatigados, que sufren dolores en el cuerpo y en el cerebro debido al excesivo trabajo.

Ascendieron; Doria con traje de paseo, de color castaño dorado, y corbata de color rubí; Brendon con traje de tweed, y llevando su almuerzo en el bolsillo. A poco, el italiano cambió de actitud y abandonó su tono burlón. Durante un rato guardó silencio.

Brendon inició la conversación, y, por supuesto, trató al otro como si su honradez estuviera fuera de duda.

—¿Qué opina sobre el asunto que nos preocupa? —inquirió—. Durante bastante tiempo ha estado usted en contacto directo con los sucesos. Debe de tener alguna teoría.

—No tengo ninguna —replicó Doria—. Me basta y sobra con mis asuntos personales, y ahora este maldito misterio se entremete en mi vida y la oscurece. Estoy volviéndome nervioso y desgraciado, y le explicaré la causa, porque es usted comprensivo. Le ruego que no se enfade si menciono a mi mujer en esta cuestión. Como dice un proverbio nuestro, el molino y la mujer siempre necesitan algo; cuesta poco saber lo que le falta a un molino; pero, ¿quién comprende los caprichos de una mujer? Me desespera no interpretar sus deseos. No me gusta ser duro ni cruel. No está en mi naturaleza ser cruel con ninguna mujer. Pero, ¿qué se hace cuando la propia mujer es cruel con uno?

Habían llegado al templete; un pequeño nicho en una deteriorada construcción de ladrillo y revoque. Debajo había un asiento de piedra donde el caminante podía arrodillarse o sentarse; encima, en el nicho, protegida por una reja de alambre, había una imagen pintada, con un manto azul y corona dorada. Ofrendas de flores silvestres del camino adornaban una repisa que había delante de la pequeña imagen.

Se sentaron y Doria empezó a fumar su habitual cigarro toscano. Su desaliento aumentó y con él el asombro de Brendon. El hombre adoptaba, respecto a su mujer, exactamente la misma actitud que ella había adoptado respecto a él.


II volto sciolto ed i pensieri stretti
—declaró en italiano Giuseppe con melancolía—. Es decir, «su rostro es franco, pero sus pensamientos oscuros», demasiado oscuros para comunicármelos a mí..., a su marido.

—Quizá le tema a usted un poco. La mujer está siempre indefensa ante el hombre que no le confía sus secretos.

—¿Indefensa? ¡Lejos de ello! Es dueña de sí, hábil, perspicaz. Su belleza es una cortina. Usted no ha visto todavía el otro lado. La amaba usted; pero ella no le correspondió. Me quiso a mí y se casó conmigo. Y soy yo quien conoce su carácter; no usted. Es muy lista y simula mucho más de lo que siente. Si le dice que es desgraciada y que está indefensa, lo hace intencionadamente. Tal vez sea desgraciada, porque guardar un secreto es buscar la desgracia; pero indefensa no está. Sus ojos parecen pedir ayuda; su boca, jamás. En su boca hay voluntad y firmeza.

—¿Por qué insinúa que existe un secreto?

—Porque usted lo mencionó. Yo no tengo secretos. Es Joanna, mi mujer, la que los tiene. Le diré lo siguiente: ¡ella sabe todo lo concerniente al hombre rojo! Es más astuta que el demonio.

—¿Quiere usted decir que comprende lo que ocurre y no quiere explicárselo a su tío ni a usted?

—Éso, precisamente, es lo que quiero decir. No le importa un comino Albert: de tal palo tal astilla... no lo olvide. Su padre tenía un carácter diabólico, y a un primo de su madre lo ahorcaron por asesino. Son hechos que ella no puede negar. Los conozco por su tío. Le tengo miedo y la he desilusionado, porque no soy lo que ella creía y he dejado de ambicionar los bienes de mis antepasados y mi título.

Tan monstruosa semblanza de Joanna desconcertó primero a Brendon y luego lo encolerizó. ¿Cabía dentro de los límites de lo posible que al cabo de tres meses de vida conyugal, un hombre pudiera lanzar contra su mujer semejante acusación y estar convencido de sus palabras?

—Ella es grande a su modo..., demasiado grande para mí —prosiguió con franqueza—. Hubiera debido ser una Médici, o una Borgia; debiera haber vivido muchos siglos atrás, antes de la invención de los oficiales de policía y los detectives. Usted me mira con asombro y cree que miento. Pero no miento. Veo con demasiada claridad. Miro hacia el pasado y el velo se levanta. Comprendo muchas cosas que no comprendía cuando me cegaba el amor que sentía por ella. Y en cuanto a ese Robert Redmayne (Robert el Diablo, lo llamo) creí una vez que era un fantasma; pero no lo es: es de carne y hueso.

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