Read Los rojos Redmayne Online
Authors: Eden Phillpotts
—Es una empresa quimérica, Brendon.
—Me parece que la investigación entera lo ha sido desde el principio. No hemos acertado con la verdadera clave. ¿Cómo pudo escapar, sin que nadie lo viera en el camino, el hombre que partió de Paignton, con aquel traje y el chaleco rojo, la mañana siguiente del crimen?... El hecho contradice a tal punto la experiencia y la lógica que no puedo fiarme de las apariencias.
—Efectivamente... En alguna parte existe una contradicción; eso, precisamente, es lo que quiero decirle; tarde o temprano descubrirá usted si la culpa es nuestra, o si nos han jugado una mala pasada para desviarnos de la meta. Sea como fuere, me parece que nada más podemos hacer aquí.
—Nada más —admitió Brendon—. Hemos cumplido con la rutina y hemos perdido mucho tiempo. En confianza, le diré que estoy algo avergonzado de mí mismo, Halfyard. Seguramente se me ha escapado algo... Algo que era lo más importante. En alguna parte ha de haber un letrero indicador que no he visto.
El inspector asintió con la cabeza.
—Así ocurre a veces... La fatalidad nos provoca cruelmente y luego se burlan de nosotros y preguntan para qué ganamos un sueldo. De cuando en cuando, como usted dice, un caso claro como la luz del día ofrece una señal de peligro; sin embargo, debido a que corremos detrás de otros indicios o a que nos aferramos a la teoría que nos parece exacta, no vemos el punto vital y verdadero hasta que nos damos de narices contra él. Y entonces, tal vez, es demasiado tarde y hacemos el papel de tontos.
Brendon admitió la verdad de estas observaciones basadas en la experiencia.
—Sólo caben dos hipótesis —dijo—: o fue un asesinato sin motivo, y la falta de móvil significa demencia, o existía una razón poderosa para cometerlo, y Redmayne mató a Penrod después de planear largamente el crimen y la forma de escapar. En el primer caso lo hubiéramos hallado, a menos que se haya suicidado con tanta astucia que no podemos encontrar el cadáver. En el segundo supuesto se trataría de un pájaro de cuenta y el viaje a Paignton y la desaparición del cuerpo (que parecen procedimientos de loco) habrían sido tramados con extraordinaria pericia. Pero si vive, loco o cuerdo, creo que ha hecho lo que anunciaba en su carta al hermano; es decir, ha escapado a un puerto francés o español. Por tanto, mi próximo paso será tratar de encontrar el barco que lo llevó.
Y así lo hizo. Al día siguiente partió hacia Plymouth, alquiló un cuarto en una posada de marineros situada en el Barbican y, con ayuda de las autoridades portuarias, investigó los viajes de una docena de pequeñas embarcaciones que habían anclado en Plymouth durante los días posteriores al crimen.
Dedicó un mes de ardua labor a esta etapa de la investigación, pero sus averiguaciones no dieron resultado. Ninguno de los capitanes de los barcos sospechosos pudo proporcionar la menor información; y, pese a la vigilancia ejercida, ni la policía del puerto ni habitante alguno de Plymouth habían visto a nadie que se asemejase a Robert Redmayne.
Finalmente el detective fue llamado a Londres y tuvo que soportar francas burlas por su fracaso; pero como no ocultaba su propia desilusión, cosa poco habitual en él, desarmó las bromas gastadas a sus expensas. El caso presentaba, en apariencia, tan pocas dificultades, que el total fracaso de Brendon asombraba a su jefe. No obstante, aceptó la opinión de Marc: Robert Redmayne no se había alejado de Inglaterra, sino que se había suicidado, probablemente poco después de despachar en Plymouth la carta para Benjamin.
Muchos otros problemas reclamaban la atención de la policía y, poco después, Brendon se hallaba dedicado a la tarea de dilucidar un robo de diamantes cometido en las Midlands. Pasaron los meses, el paradero del cadáver de Michael Penrod seguía en el misterio y el pequeño mundo de Scotland Yard archivó el caso en un casillero, en tanto que el mundo más grande lo olvidó por completo.
Mientras tanto, con sensación de alivio, Marc Brendon se preparó a afrontar lo que había surgido del episodio de Dartmoor, permitiéndose, al mismo tiempo, desinteresarse de los acontecimientos propiamente dichos. Quedaba Joanna Penrod, y Marc se hallaba profundamente preocupado por ella. A decir verdad, aparte de la diaria obligación del trabajo, ella llenaba su mente, excluyendo todo lo demás. Deseaba con vehemencia verla otra vez, pues aunque le había escrito durante la investigación, teniéndola al corriente de sus actividades, no existía pretexto para seguir haciéndolo. Ella había contestado a sus cartas; pero en sus breves respuestas, a pesar de los ruegos de Marc, nunca le había enviado noticias de sí misma, ni de sus futuros proyectos. Sólo una cosa le había comunicado: que estaba terminando la casita de Foggintor, conforme al plan original de su marido, y buscando un posible comprador. En su carta decía lo siguiente:
No puedo volver a Dartmoor, porque allí he pasado las horas más felices, y también las más desgraciadas, de mi vida. Nunca volveré a ser tan dichosa y espero que jamás sufriré tan indeciblemente como durante los últimos meses.
Marc releyó esta frase muchas veces y pesó cada palabra. Dedujo que, aunque Joanna Penrod comprendía que su mayor dicha había terminado para siempre, abrigaba la esperanza de que algún día su desesperación fuera reemplazada por una tranquila felicidad.
Brendon se asombraba de este estado de ánimo. Supuso que Joanna habría elegido mal las palabras y que el consuelo que tácitamente expresaban no era fiel reflejo de la realidad. Había calculado que transcurriría, por lo menos, un año, y no apenas cuatro meses, antes de que se atenuara su terrible aflicción. Estaba seguro de ello y sacó la conclusión de que atribuía a aquellas palabras una intención que Joanna no había querido darles. Ansiaba verla y estaba planeando la forma de hacerlo, cuando la suerte le ofreció una oportunidad.
Cierto día de mediados de diciembre encargaron a Brendon que detuviera a dos rusos que desembarcarían en Plymouth, procedentes de Nueva York. Después de identificarlos y atestiguar sus anteriores actividades en Inglaterra, se vio con unos días libres por delante. Sin previo aviso siguió viaje a Dartmouth, durmió allí esa noche y, a las nueve de la mañana siguiente, salió y se dirigió a «El nido del cuervo».
Su corazón latía con violencia; dos pensamientos dominaban su ritmo, porque no sólo experimentaba el intenso anhelo de ver a la joven viuda, sino que, por otras razones, deseaba también sorprender a la pequeña comunidad del acantilado. Persistía en su mente la vaga sospecha de que Benjamin Redmayne estuviera prestando ayuda a su hermano. Aunque la idea era imprecisa, no la había descartado por completo, y más de una vez había pensado en la conveniencia de una visita por sorpresa como la que ahora estaba a punto de efectuar.
No obstante, mientras ascendía las altas cuestas situadas al oeste del estudio fluvial, sus sospechas parecieron disminuir; y cuando al cabo de dos horas de marcha llegó a un sitio desde donde se divisaba «El nido del cuervo», entre las cimas de los acantilados y el mar invernal y grisáceo, no había en su mente otra cosa que la anticipada visión de Joanna Penrod.
Llegaba, ignorando los acontecimientos asombrosos que lo esperaban, sin adivinar siquiera que antes de terminar aquel día, tanto la historia de su sueño secreto como la crónica del crimen de la cantera estaban destinadas a prolongarse con el añadido de importantísimos incidentes.
El camino corría sobre los acantilados y alrededor de Marc se extendían los campos amarillentos y desnudos bajo el cielo invernal. Aquí y allí una gaviota chillona volaba por encima de su cabeza y la única otra señal de vida en aquella soledad era un campesino que se arrastraba detrás de su arado, mientras a sus espaldas revoloteaba una bandada de aves marinas. Brendon divisó, por fin, un portón blanco que daba a la carretera y comprendió que había llegado a su destino. Sobre el portón, en letras grabadas en una placa de bronce, se leía: «El nido del cuervo», y encima del letrero se elevaba un poste con un receptáculo destinado a colocar un farol durante la noche. El camino que llevaba a la casa descendía en brusca pendiente y, muy abajo, Marc vio el mástil y el cuarto de la torre que surgían sobre el edificio. En aquel día sombrío, el desamparo y la melancolía parecían rodear el lugar. El viento suspiraba y movía, comunicándoles un temblor de luz, las briznas secas del césped; el horizonte estaba oculto detrás de la niebla y entre la baja bruma color ceniza se asomaba al mar, en cuya superficie se agitaban millares de monótonas y diminutas olas, manchadas aquí y allí por bordes de espuma.
Mientras bajaba, Marc vio a un hombre que colocaba en el jardín una cerca de red metálica de sesenta centímetros de altura, con el objeto evidente de proteger de los conejos los macizos de flores cultivadas que habían sido extraídos del barranco verde del vallecito.
Oyó a alguien que cantaba y reconoció a Doria, el marinero. A cincuenta metros del hombre Marc se detuvo y aquél, abandonando su trabajo, se le acercó. Iba sin sombrero y fumaba un cigarro toscano provisto de su correspondiente anillo de papel con los colores italianos.
—¡Es Mr. Brendon, el sabueso! —exclamó Doria reconociéndolo—. ¿Trae noticias para mi amo?
—No, Doria, ninguna noticia, desgraciadamente; pero andaba por aquí cerca..., de nuevo en Plymouth, y se me ocurrió hacerles una visita a Mrs. Penrod y a su tío. ¿Por qué me llamó sabueso?
—Leo libros de crímenes en los que los detectives son «sabuesos». Es una expresión norteamericana. Los italianos decimos «esbirros», y los ingleses «oficial de policía».
—¿Cómo están todos?
—Muy bien. El tiempo pasa, las lágrimas se secan, la Providencia vela.
—¿Y todavía busca usted a la mujer rica que recobrará el castillo del último de los Doria?
Giuseppe rió, luego cerró los ojos y aspiró su maloliente cigarro.
—Ya veremos. El hombre propone y Dios dispone. Hay un dios llamado Cupido, señor, que remueve nuestros planes, así como aquel arado remueve las moradas secretas de los gusanos.
El pulso de Marc se aceleró. Adivinaba lo que Doria quería insinuar y se sentía preocupado, pero no sorprendido.
—La ambición bien puede ceder ante la belleza —prosiguió el otro—. Los castillos de antaño bien pueden desmoronarse, arrastrados por la marea del amor, a semejanza del edificio de arena de un niño junto al mar. ¡Demasiado lo sabemos!
Doria suspiró y clavó la mirada en Brendon. El italiano lucía una camiseta ajustada, de lana color castaño, y lo pintoresco de su figura se destacaba contra el fondo oscuro del cielo. El otro nada tenía que decir y se dispuso a bajar. Comprendía lo que había ocurrido; pero el objeto de su preocupación era Joanna Penrod y no el romántico personaje que estaba frente a él. El hecho de que aquel extranjero se encontrase aún allí, aislado en el lugar solitario, era para Marc tan explícito como las palabras que había pronunciado. Por algo se hallaba encadenado a «El nido del cuervo», manteniendo en suspenso sus grandes ambiciones. No obstante, el detective fingió no comprender el significado de la confesión de Doria.
—Un amo bueno, ¿eh? Supongo que el viejo lobo de mar es excelente amigo cuando uno respeta sus pequeñas manías.
—Es todo cuanto puedo desear y me demuestra simpatía, porque lo comprendo y lo halago. Todo hombre es un león en su propia cueva. Redmayne gobierna; en realidad, ¿de qué le sirve el hogar al hombre si no es para mandar y dar órdenes? Somos amigos. Sin embargo, es probable que no lo seamos por mucho tiempo, cuando...
Se interrumpió bruscamente, echó una densa bocanada de humo y regresó a su red metálica. Pero se volvió un momento hacia Brendon, mientras éste se alejaba.
—Madona está en casa —gritó, y Marc comprendió a quién se refería.
Cinco minutos después llegaba a «El nido del cuervo», y Joanna Penrod le daba la bienvenida.
—Mi tío está en la torre —dijo—. Lo llamaré en seguida. Pero dígame primero si trae alguna noticia. Me alegra mucho verlo..., ¡mucho!
Estaba agitada, y sus grandes y húmedos ojos azules brillaban. Parecía más hermosa que nunca.
—Nada nuevo, señora. Por lo menos... No, absolutamente nada. He agotado todas las posibilidades. Y usted... Usted tampoco tiene noticias, porque si las tuviera me las habría comunicado.
—Ninguna —admitió ella—. Si mi tío Benjamin supiera algo, me lo habría dicho. Estoy segura de que Robert Redmayne ha muerto.
—Yo también lo creo. Cuénteme cómo le ha ido a usted, si no es impertinencia preguntárselo.
—Ha sido usted muy bueno conmigo: le aseguro que siento gran aprecio por usted. Estoy muy bien. Tengo la vida por delante y he encontrado el modo de ser útil aquí.
—¿Está contenta entonces?
—Sí. El contento es muy pobre sucedáneo de la felicidad; pero estoy contenta.
Marc ansiaba hablar con mayor intimidad, pero no hallaba pretexto para hacerlo.
—¡Cómo me alegraría poder trocar su contento y convertirlo de nuevo en felicidad! —le dijo.
—Gracias por tan amistoso deseo —dijo ella, sonriéndole—. Estoy segura de que es sincero.
—Ya lo creo que sí.
—Tal vez vaya a Londres algún día, y entonces le permitiré que me proteja un poco.
—Ojalá sea pronto.
—Pero me siento desconcertada y sin ánimo todavía. Tengo fuertes recaídas y a veces hasta la voz de mi tío me resulta insoportable. En tales ocasiones me encierro. Me encadeno por algún tiempo, como si fuera una criatura salvaje, hasta que recobro la paciencia.
—Debería tratar de distraerse.
—Aunque no lo crea, hasta en este sitio abundan las distracciones. Giuseppe Doria canta para mí y salgo de cuando en cuando en la lancha. Siempre viajo por mar cuando tengo que ir a Dartmouth a hacer encargos de mi tío y a buscar las provisiones para la casa. En la primavera me dedicaré a criar pollos.
—El italiano...
—Es un caballero, Mr. Brendon... Un gran caballero, sin duda. No lo comprendo bien; pero no corro peligro con él. No es capaz de cometer ninguna bajeza ni deslealtad; se confió a mí apenas llegué. Soñaba con encontrar a una mujer rica, que lo amara y le permitiese rescatar el castillo de los Doria en Italia y reconstruir la familia. Es romántico y estoy convencida de que su energía y curioso atractivo conseguirán algún día lo que desea.
—¿Conserva todavía esa ambición?
Durante un segundo, Joanna guardó silencio. A través de la ventana sus ojos miraban hacia el mar.