Read Los rojos Redmayne Online
Authors: Eden Phillpotts
El inspector Halfyard, que había permanecido en la casa, lo acompañó a revisar minuciosamente los cinco cuartos restantes. En el recinto destinado a la sala, que dominaba el bello panorama del Suroeste, Brendon encontró un cigarro a medio fumar. Con toda evidencia lo habían arrojado encendido y se había apagado lentamente, chamuscando la madera del suelo. Halló también la extremidad arrancada de un cordón de bota color castaño con herrete de bronce. El cordón estaba desgastado por el uso y probablemente se había roto al ser atado. Pero Brendon no dio importancia a ninguno de estos dos hallazgos. La inspección de la casa no ofreció, a juicio del detective, ningún resultado de interés y decidió regresar a Princetown. Mostró a Halfyard las huellas que había junto a la charca y se ocupó de protegerlas con uno de los lienzos encerados.
—A pesar de todo, algo me dice que este asunto es muy sencillo —declaró—. No perdamos más tiempo aquí, inspector, por lo menos hasta que no hayamos telefoneado para enterarnos de las últimas noticias.
—¿Cuál es su opinión?
—Creo, sin lugar a dudas, que se trata de un crimen, y que el militar ése, el que sufrió una conmoción nerviosa durante la guerra, se volvió contra Penrod y lo degolló. Después, convencido de que podría ocultar su crimen, se llevó consigo el cadáver. Debe de estar demente, porque Mrs. Penrod, que me ha contado su pasado, me aseguró que los dos hombres habían estrechado su amistad y que las diferencias existentes entre ambos cuando estalló la guerra habían desaparecido por completo. Aunque aceptemos la teoría de un nuevo altercado, éste debe de haberse producido repentinamente. Ello no parece probable y es difícil imaginar que una súbita disputa llegue a ser tan grave como para terminar en asesinato.
»Redmayne es un hombre corpulento y vigoroso, y puede haber golpeado sin intención de matar; pero esta mancha significa algo más que un puñetazo. En mi opinión, el asesino, impulsado por la locura homicida, planeó todo de antemano con la astucia limitada de los dementes; si es así, nos esperan noticias en Princetown. Seguramente sabremos antes de que anochezca dónde se encuentran el vivo y el muerto. Estas huellas de pies desnudos significan que una o dos personas se han bañado aquí. Las examinaremos más tarde, y si es necesario desecaremos la charca.»
La exactitud de las deducciones de Brendon se puso de manifiesto antes de transcurrida una hora, y se aclararon, hasta cierto punto, las actividades de Robert Redmayne. En la comisaría los esperaba un hombre: George French, peón del Hotel Two Bridges, de West Dart.
—Conozco al capitán Redmayne —les dijo—, porque últimamente ha ido a tomar el té varias veces al pueblo de Two Bridges. Anoche, a las diez y media, cruzaba yo el camino de la cochera, cuando súbitamente, sin previo aviso, un motociclista apareció en el puente. Oí que se me venía encima, corrí y escapé por un metro. No había luz, pero el hombre pasó frente al resplandor procedente de la puerta abierta del hotel y advertí, por sus bigotes y su chaleco rojo, que era el capitán Redmayne.
»No me vio, porque estaba concentrado en lo que hacía; acababa de acelerar a fondo la motocicleta para subir la cuesta que se encuentra a la salida de Two Bridges. Desapareció como una ráfaga de viento; iba a gran velocidad; diría que a ochenta kilómetros por hora. Luego supimos que había ocurrido algo grave en Princetown y el amo me envió aquí para que contara lo que había visto.»
—¿Qué dirección tomó el motociclista después de pasarlo a usted, French? —inquirió Brendon, que conocía bien la región de Dartmoor—. El camino se bifurca después de Two Bridges. ¿Viró a la derecha, hacia Dartmeet, o la izquierda, hacia Post Bridge y Moreton?
Pero George no lo sabía.
—Fue como si pasara un bólido —contestó—, y no podría decir hacia qué lado se dirigió cuando llegó a la cima.
—¿Iba alguien con él?
—No, señor; lo hubiera visto; pero llevaba un saco grande detrás del asiento... Puedo jurarlo.
Durante su ausencia, el inspector Halfyard había tenido varias llamadas telefónicas; y ahora lo esperaban tres declaraciones distintas de los diferentes distritos. Un agente las había copiado, y Halfyard, después de leerlas una por una, se las entregó a Brendon. La primera procedía del correo de Post Bridge; la empleada informaba que la noche anterior un hombre llamado Samuel White había visto que una motocicleta con las luces apagadas subía a gran velocidad la elevada pendiente situada al norte del pueblo. Según la versión del hombre, había ocurrido entre las diez y media y las once.
—Las siguientes noticias, lógicamente, tendrían que venir de Moreton —dijo Halfyard—; pero no es así. Debe de haber tomado la encrucijada próxima a Hameldown y virado hacia el Sur, porque estas noticias son de Ashburton.
El segundo mensaje decía que al encargado de un garage de Ashburton lo habían despertado, minutos después de medianoche, pidiéndole gasolina para una motocicleta. La descripción del viajero correspondía a Redmayne, y el mensaje agregaba que la motocicleta llevaba atado en su parte trasera un saco grande. El motociclista no parecía tener prisa; fumó un cigarrillo, protestó porque no podía conseguir un trago, encendió las luces de la motocicleta y finalmente, siguió viaje por el camino de Totnes que serpenteaba hacia el Sur, a través del valle del Dart.
La tercera comunicación procedía de la comisaría de Brixham y era bastante larga. Decía lo siguiente:
«Anoche, diez minutos después de las dos, el agente de policía Widgery, que cumplía su guardia nocturna en Brixham, vio pasar por la plaza del pueblo a un hombre en motocicleta con un bulto grande atado detrás del asiento. Siguió por la calle principal y desapareció durante casi una hora; pero, antes de las tres, Widgery advirtió que volvía sin el bulto. Subió velozmente la cuesta y salió del pueblo por la misma ruta por la que había entrado. Las averiguaciones realizadas hoy demuestran que alrededor de las dos y cuarto cruzó frente a la estación de guardacostas de Brixham, y que debe de haber cargado con su motocicleta para pasarla por la barrera existente al final del camino de dicha estación costanera, porque un muchacho del faro de Berry Head lo vio mientras avanzaba, empujándola y trepando el sendero escarpado de la playa. El muchacho iba en busca de un médico para su padre, uno de los guardianes del faro, que se sentía enfermo. Declara el muchacho que el motociclista era un hombre grandote y que respiraba ruidosamente porque la máquina era pesada y porque el camino, en ese lugar, es muy quebrado y abrupto. Cuando el declarante volvió de casa del médico, el hombre había desaparecido. Estamos recorriendo la cima de Berry Head y los acantilados, por si hubiera algún rastro.»
El inspector Halfyard esperó que Brendon terminara de leer los mensajes.
—Casi tan fácil como pelar guisantes, ¿eh? —comentó cuando vio que el detective dejaba los papeles sobre la mesa.
—Esperaba que lo hubiesen detenido —observó Brendon—. No pueden tardar mucho.
Como confirmando sus palabras, sonó el teléfono, y Halfyard se levantó y entró en la cabina para recibir las últimas informaciones.
—Le hablan de Paignton. Acabamos de visitar la casa donde se aloja el capitán Redmayne: calle de la Marina, número 7. Lo aguardaban anoche; había telegrafiado ayer anunciando su regreso. Como hacen siempre en estos casos, le dejaron preparada la cena y se acostaron. No lo oyeron cuando entró, pero a la mañana siguiente comprobaron que había llegado; había comido y la motocicleta estaba en la casita de herramientas del fondo, donde acostumbraba a guardarla. Lo llamaron a las diez, pero no recibieron contestación. Entraron en el cuarto. No estaba; nadie había dormido en la cama ni se había cambiado de ropa. Hasta ahora no lo han visto.
—Espere un minuto. Aquí está Marc Brendon que se ocupa del caso. Desea hablarle.
El inspector Halfyard comunicó el informe a Brendon y éste se acercó al teléfono.
—Soy Marc Brendon. ¿Quién habla?
—El inspector Reece, de Paignton.
—Si consiguen detenerlo, avíseme a las cinco de la tarde. De no ser así, iré hasta allí en automóvil.
—Muy bien. De un momento a otro espero la noticia de que lo han atrapado.
—¿No han informado nada de Berry Head?
—Tenemos muchos agentes en ese punto, y otros rodeando los acantilados; pero hasta ahora no se ha producido ninguna novedad.
—Bien, inspector. Si no recibo noticias a las cinco, iré por allá.
Marc colgó el teléfono.
—Me parece que el asunto toca a su fin —dijo Halfyard.
—Así parece. Ese pobre diablo está loco.
—El muerto me causa más lástima.
Brendon reflexionó después de mirar su reloj. Pensamientos de carácter personal, pese a su asombro y vergüenza, se imponían en su mente. Comprendía con claridad ciertas realidades que no podrían ser modificadas por el futuro desarrollo de los acontecimientos: el hecho dominante era que Joanna Penrod había perdido a su marido. Si era cierto que había quedado viuda...
Movió la cabeza con impaciencia y se volvió hacia Halfyard.
—Si no detuvieran hoy a Robert Redmayne, sería necesario tomar diversas medidas —dijo—. Mande analizar un poco de aquella sangre a fin de comprobar si es humana. Y, por el momento, guarde aquí el cordón de bota y el cigarro, aunque no creo que sirvan de mucho. Ahora iré a comer algo; luego veré a Mrs. Penrod. Después regresaré aquí y, si no recibo noticias que alteren mis planes, me trasladaré a Paignton, en el automóvil de la policía, a las cinco y media.
—Estoy seguro de que recibirá noticias. Ya verá usted cómo, después de todo, este asunto no interrumpirá sus vacaciones.
«¿Qué iba a ocurrir?», pensó Brendon. Pero, sin decir nada se preparó para marcharse. Eran las tres de la tarde. De pronto se volvió y preguntó a Halfyard:
—¿Qué opinión le merece Mrs. Penrod?
—La siguiente —repuso el viejo inspector—: es tan hermosa que no parece de este mundo; además, la adoración que demuestra por su marido es extraordinaria. Será difícil que se reponga del golpe que ha recibido.
Estas opiniones llenaron de melancolía al detective; no había pensado aún hasta qué punto la muerte del marido idolatrado modificaría la vida de Mrs. Penrod. De pronto se sintió despreciado; pero rechazó la idea por irracional e hiriente.
—¿Qué clase de hombre era?
—Un individuo amable, oriundo de Cornualles. Creo que pacifista en su fuero interno, pero jamás hablamos del aspecto político de la guerra.
—¿Qué edad tenía?
—No sabría decirle..., difícil de calcular; estaría quizá entre los veinticinco y treinta y cinco años. Su vista era mala y tenía barba de color castaño. Usaba gruesos lentes para ver de cerca, pero decía que cuando miraba lejos veía bien.
Después de almorzar Brendon volvió a casa de Mrs. Penrod; durante la mañana habían llegado a oídos de ésta muchos rumores, y presentía lo que el detective iba a decirle. Se notaba un cambio en ella: guardaba silencio y estaba muy pálida. Marc adivinó que había comprendido la verdad y que para ella todo indicaba que su marido había muerto.
No obstante, Joanna mostró ansiedad por conocer la explicación de Brendon sobre lo ocurrido.
—¿Se ha encontrado usted antes con algo parecido a esto? —inquirió.
—Ningún caso se parece enteramente a otro. Tienen sus diferencias. Creo que el capitán Redmayne, víctima en el pasado de una conmoción nerviosa, debe de haber perdido la razón. Con mucha frecuencia las conmociones nerviosas causadas por la guerra originan demencias que alcanzan diversos grados: algunas son incurables; otras, pasajeras. Creo que su tío perdió la razón, y que, en un momento de locura, cometió una barbaridad. Luego, dominado aún por su locura, se entregó a la tarea de ocultar su crimen. Siempre en el terreno de las conjeturas, cabe suponer que se llevara consigo a su víctima con el propósito evidente de arrojarla al mar. Desgraciadamente tengo la certeza de que su marido ha muerto, señora. Debe usted prepararse a afrontar este horrible infortunio.
—Es difícil afrontarlo —dijo ella—, porque ambos habían vuelto a trabar amistad.
—Algo que usted ignora puede haber surgido entre ellos y trastornado a Redmayne. Si recobra la razón, pensará seguramente que ha sido una pesadilla. ¿Tiene usted un retrato de su marido?
Joanna salió del cuarto y en contados minutos regresó con una fotografía en la mano. Era la de un hombre de rostro meditabundo; frente ancha y mirada firme. Tenía barba, bigotes y patillas y el cabello bastante largo.
—¿Lo sacaron bien en este retrato?
—Sí, pero no refleja su expresión. No está muy natural..., él era más alegre.
—¿Qué edad tenía?
—Veintinueve años, pero parecía mucho mayor.
Brendon estudió la fotografía.
—Puede llevársela, si lo desea. Tengo otra copia —dijo Mrs. Penrod.
—Recordaré bien su rostro —contestó Brendon—. Estoy casi seguro de que el cuerpo del pobre Mr. Penrod fue arrojado al mar. Tal vez lo hayan encontrado. Ese parece haber sido el propósito del capitán Redmayne. ¿Sabe algo de la joven novia de su tío?
—Puedo darle su nombre y dirección, pero nunca la he visto.
—¿La conocía su marido?
—No lo creo. A decir verdad, puedo asegurarle que no. Se llama Flora Reed y está con sus padres en el Hotel Singer, de Paignton. Tengo entendido que su hermano, el amigo de mi tío a quien éste conoció en Francia, también se encuentra allí.
—Muchas gracias. Si no hay ninguna novedad iré a Paignton esta tarde.
—¿Para qué?
—Para proseguir la investigación e interrogar a todos los que conocen a su tío. Me extraña un poco que no lo hayan encontrado, porque una persona que sufre semejante perturbación mental difícilmente elude la persecución de la policía. Tampoco, por lo que hasta ahora sabemos, ha tratado de escapar. Después de dirigirse a Berry Head, esta mañana temprano regresó a su alojamiento, comió, guardó su motocicleta y volvió a marcharse... vestido con el traje de «tweed» y el chaleco rojo.
—¿Visitará a Flora Reed?
—Si es necesario, sí; pero no lo haré si han capturado a Robert Redmayne.
—¿Cree usted entonces que el asunto es sencillo y sin complicaciones?
—Así parece. Lo mejor que podemos desear es que el infortunado recobre la razón y diga claramente lo que ocurrió. Si no es impertinencia, desearía saber cuáles son sus proyectos y en qué puedo ayudarla.