Los rojos Redmayne (3 page)

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Authors: Eden Phillpotts

Anochecía. La lucha de la luz y la sombra sobre la tierra cesaba, envolviendo todas las cosas en una creciente e inmensa vaguedad. Brendon se dirigió nuevamente a la laguna para entregarse a la pesca; una de las pequeñas moscas que le servían de señuelo resultó bastante eficaz. De las dos charcas extrajo una docena de truchas: retuvo seis y devolvió el resto al agua. Los tres mejores ejemplares pesaban un cuarto de kilo cada uno.

Decidido a volver pronto al paraje, Marc puso punto final a la pesca y prefirió regresar al hotel por la carretera y no aventurarse a cruzar de noche el inhospitalario páramo. Salió de la cantera por la abertura norte, pasó delante de la media docena de casitas situadas a cien metros de allí y llegó finalmente a la carretera principal entre Princetown y Tavistock. Mientras marchaba a buen paso bajo el cielo estrellado, sus pensamientos se orientaron hacia la joven de cabellos cobrizos que había visto en el páramo. Trataba de recordar cómo estaba vestida. Su memoria tenía presentes con extraordinaria nitidez los detalles de su figura, desde sus resplandecientes cabellos hasta sus ágiles pies que calzaban zapatos color castaño con hebillas plateadas; pero en aquel instante no podía representarse mentalmente su vestido. Después de un esfuerzo lo recordó: blusa rosa y falda corta gris perla.

Otras dos tardes volvió Brendon a Foggintor, pero no tuvo la satisfacción de ver a la joven. Algo después, cuando la imagen de la muchacha se había atenuado en su mente, un acontecimiento extraño y terrible ocupó su pensamiento envolviéndolo contra su voluntad en un problema profesional. Aunque no tenía por qué ocuparse del súbito rumor de homicidio que se difundió con asombrosa rapidez por el pueblo, se produjo un incidente que lo obligó a interesarse en el crimen y a terminar sus vacaciones antes de tiempo.

Cuatro días después de su expedición de pesca a la cantera dedicó una mañana a las aguas menos profundas del río Meavy. Al final de ese día, cerca de medianoche, seis hombres que, después de vaciar sus vasos y apagar sus pipas, se disponían a retirarse a dormir, recibieron una mala e inesperada noticia.

William Blake, el limpiabotas del Hotel del Ducado, aguardaba para apagar las luces y, al ver a Brendon, se acercó a él.

—Ha sucedido algo que se relaciona con su profesión, señor —le dijo—. ¡Qué lío se armará mañana!

—¿Se ha evadido algún recluso, William? —inquirió el detective bostezando y deseando estar en la cama—. Es la única diversión que tienen ustedes por aquí, ¿verdad?

—¿Evasión de un recluso? No; dicen que han matado a un hombre. Según parece, Mr. Penrod ha sido asesinado por su tío político.

—¿Qué lo ha inducido a semejante cosa? —preguntó Brendon sin ninguna emoción en la voz.

—Eso tienen que descubrirlo los hombres inteligentes como usted —repuso William.

—¿Y quién es Mr. Penrod?

—El caballero que edifica una casa junto a Foggintor.

Marc se sobresaltó. La imagen del hombretón pelirrojo, completa en todos sus detalles físicos, acudió a su mente. Lo describió.

—¡Ése es el asesino! —exclamó el limpiabotas—. ¡Ése es el tío político del caballero que ha muerto!

Brendon se fue a acostar y la tragedia no le quitó el sueño. A la mañana siguiente, cuando todos pretendían comunicarle lo que sabían, no mostró el menor interés. Mary, la encargada de despertarlo y llevarle el agua caliente, opinaba, mientras abría los postigos, que nadie mejor que un renombrado detective podía comprender la gravedad del acontecimiento.

—¡Oh señor!... ¡Qué cosa tan horrible!... —comenzó a decir; pero él la interrumpió.

—¡Vamos, Mary, no me hable de asuntos profesionales! No he venido a Dartmoor a pescar asesinos, sino truchas. ¿Cómo está el tiempo?

—Nublado y brumoso; pero Mr. Penrod... pobre hombre...

—-¡Basta! No quiero saber nada de Penrod.

—Y ese pelirrojo grandote y endemoniado...

—Ni tampoco del pelirrojo grandote y endemoniado. Si el tiempo está nublado, pescaré con plomada esta mañana.

Muy desilusionada, Mary lo miró.

—¡Válgame Dios! —exclamó—. ¡Han matado a un hombre, puede decirse que en sus narices, y un experto como usted en atrapar criminales se va a pescar!

—No me corresponde ocuparme del caso. Ahora, retírese. Deseo levantarme.

—¡Nunca lo hubiera creído! —murmuró la mujer, y se marchó francamente asombrada.

Pero estaba escrito que Brendon no podría eludir la obligación de ocuparse del asunto. Encargó unos emparedados, con la intención de escapar y ponerse fuera del alcance de todos, y a las nueve y media salió. Era una mañana nublada y triste. Caía una fina llovizna, y la densidad de la niebla ocultaba las colinas. Todo indicaba que el día continuaría lluvioso y, desde el punto de vista del pescador, las condiciones climáticas eran inmejorables. En el momento en que Brendon se ponía el impermeable y se apresuraba a dejar el hotel, William Blake apareció y le entregó una carta. El detective le echó una mirada con deseos de dejarla en el buzón del vestíbulo y leerla detenidamente a su regreso; pero la caligrafía era de mujer y no carecía de rasgos distinguidos y personales. Sintió curiosidad, y sin asociar la misiva con los rumores del crimen, dejó a un lado la caña y el cesto, abrió el sobre y leyó:

Estimado señor:

La policía me ha informado que está usted en Princetown, y parecería que la Providencia lo ha mandado aquí. No tengo autorización para solicitar directamente sus servicios; pero si puede usted acceder al ruego de una mujer acongojada y prestarle la ayuda de su pericia en estos terribles momentos, le quedaré eternamente agradecida.

Lo saluda atentamente

JOANNA PENROD.

Calle de la Estación núm. 3, Princetown.

Marc Brendon murmuró una imprecación. Luego se volvió hacia William.

—¿Dónde se encuentra la casa de Mrs. Penrod? —preguntó.

—En la calle de la Estación, al pie del bosque del presidio, señor.

—Vaya hasta allí, entonces, y avise que iré dentro de media hora.

—¡Ha visto! —exclamó William haciendo una mueca—. ¡Ya decía yo que intervendría usted en el asunto! —comentó y se marchó.

Brendon volvió a leer la carta; examinó la nítida caligrafía y observó que una lágrima había emborronado el centro de la hoja. Volvió a murmurar una imprecación, dejó su caña y su cesta, se levantó el cuello del impermeable y se dirigió a la comisaría donde un agente le dio datos sobre el crimen; luego Brendon pidió permiso para utilizar el teléfono. Cinco minutos después hablaba con su jefe de Scotland Yard. La voz familiar con acento londinense del inspector Harrison llegaba a través de los trescientos y pico de kilómetros que separaban la metrópoli carcelaria de la metrópoli imperial.

—Parece que han asesinado a un hombre aquí, inspector. Ha muerto el supuesto culpable. La viuda desea que me encargue del caso. No tengo ganas de hacerlo, pero creo que es mi deber.

Esto dijo Brendon.

—Bien. Si cree que es su deber, cúmplalo. Transmítame nuevos informes esta noche. Halfyard, el jefe de policía de Princetown, es viejo amigo mío; hombre excelente en todo sentido. Hasta luego.

Marc se enteró entonces de que el inspector Halfyard se encontraba en Foggintor.

—Me ocuparé del caso —informó el agente—. Volveré más tarde. Dígale al inspector que me espere a mediodía para los detalles. Ahora voy a entrevistarme con Mrs. Penrod.

El agente de policía lo saludó militarmente. Conocía mucho de vista a Brendon.

—Espero que la tarea no le interrumpa sus vacaciones, señor; pues, si no me equivoco, el asunto se presenta fácil.

—¿Dónde está el cadáver?

—No lo sabemos todavía, señor; y, al parecer, únicamente Robert Redmayne podría decírnoslo.

El detective asintió con la cabeza. Luego se dirigió a la casa señalada con el número 3 en la calle de la Estación.

La pequeña hilera de edificios pegados unos a otros formaba ángulo recto con la calle principal de Princetown. La fachada de las casitas daba al Noroeste y al flanco profusamente arbolado del North Hessary Tor. El bosque ascendía en empinada cuesta y un muro de piedra lo separaba de las construcciones situadas más abajo.

Brendon llamó a la puerta del número 3. Una mujer delgada y canosa, con evidentes muestras de haber llorado, le franqueó la entrada. Marc se halló en un pequeño vestíbulo decorado con muchos trofeos de caza. Había allí cabezas y colas y varios ejemplares disecados de grandes zorros de Dartmoor, guardados en vitrinas adosadas a las paredes.

—¿Es usted Mrs. Penrod? —inquirió Brendon; pero la anciana movió negativamente la cabeza.

—No, señor. Soy Mrs. Gerry, viuda del célebre Eduard Gerry que durante veinte años fue miembro del Club de Cazadores de Dartmoor. Mr. Penrod y su señora eran... son... quiero decir, es inquilina mía.

—¿Podrá recibirme ahora?

—Ha sido un golpe terriblemente cruel para la pobre señora. ¿A quién debo anunciar?

—A Marc Brendon.

—Ella esperaba que usted viniese. Pero no la asedie a preguntas; aunque no ha hecho nada malo, tener que hablar con usted es una espantosa prueba para cualquiera.

La buena mujer abrió una puerta situada a la derecha de la entrada.

—Mrs. Penrod —dijo—, ha llegado el célebre Marc Brendon.

Éste entró y la mujer cerró la puerta tras él.

De la silla que ocupaba ante la mesa donde estaba escribiendo cartas se levantó Joanna Penrod; y Brendon reconoció en ella a la muchacha de cabellos cobrizos con quien se había cruzado una tarde a la hora de la puesta del sol.

2

Planteamiento del problema

La joven, abismada sin duda en su aflicción, se había vestido aquella mañana con evidente descuido. Había recogido desaliñadamente sus maravillosos cabellos y su belleza estaba atenuada por el llanto. Sin embargo, se dominaba y no dejaba entrever sus sentimientos al visitante, pero parecía exhausta; las inflexiones de su voz agradable y clara revelaban cansancio. Cuando hablaba se advertía que había sufrido mucho y que había perdido gran parte de su vitalidad. Brendon supo luego que, en realidad, había perdido la mitad de sí misma.

Cuando Marc entró, ella se puso de pie y, aunque vio el asombro pintado en el rostro del detective, no pareció sorprenderse; estaba acostumbrada a la admiración y sabía que su belleza sobresaltaba a los hombres.

A pesar de que el corazón le latía con inusitada rapidez ante lo inesperado de este segundo encuentro, Marc recobró pronto la sangre fría. Habló con simpatía y tacto, sintiéndose comprometido a servirla con toda su inteligencia y todas sus fuerzas. Sólo temió que el caso no llegara a ser de los que ponían de relieve sus extraordinarias dotes. Brendon combinaba los métodos reglamentarios de la investigación criminal con el moderno sistema deductivo y siempre aseguraba que debía sus éxitos a esta combinación. Ansiaba distinguirse ante aquella mujer.

—Mrs. Penrod —dijo—, me alegra que supiera usted que estaba en Princetown y será para mí un privilegio servirla en lo que pueda. Quizá no haya ocurrido lo peor, aunque, por lo que he oído, existen motivos para temerlo; pero, créame, haré por usted todo lo que esté en mi mano. Me he comunicado con Londres y, como estoy libre en este momento, puedo dedicarme enteramente al problema que la preocupa.

—Tal vez he sido egoísta al llamarlo estando usted de vacaciones —repuso ella—. Pero no sé por qué sentí...

—No piense en eso. Espero que no sea larga la tarea que tenemos por delante. Y ahora la escucharé. No necesita explicarme lo ocurrido en Foggintor. Me informaré más tarde sobre el particular. Pero sería conveniente que me contara lo acontecido anteriormente que se relacione con este triste asunto; y si puede darme algún indicio, por pequeño que parezca, que me guíe y me ayude en mis pesquisas, tanto mejor.

—No puedo darle ningún indicio —dijo ella—. Me ha caído como un rayo y mi mente se niega a aceptar todavía la historia que me han contado. No me siento con fuerzas ni para pensarlo... No puedo soportarlo; y si lo creyera, enloquecería. Mi marido es todo en mi vida.

—Siéntese y cuénteme algo de usted y de Mr. Penrod. Seguramente hace poco que se casaron.

—Hace cuatro años.

Brendon mostró asombro.

—Tengo veinticinco años —explicó ella—; pero dicen que no los represento.

—Por cierto que no; yo hubiera calculado dieciocho. Refiérame los detalles, tanto de su vida como de la de su marido, que a su criterio puedan serme útiles.

Ella no contestó, y Brendon tomó una silla, la arrimó y se sentó, apoyando los brazos en el respaldo y adoptando una posición natural y cómoda. Deseaba que su interlocutora se sintiera completamente a sus anchas.

—Hable usted como si charlara del pasado con un amigo —instó—. Y no dude de que está hablando con un amigo que sólo desea ayudarla.

—Comenzaré por el principio —contestó ella—. Mi historia personal es breve y se relaciona muy poco con este espantoso asunto; tal vez le interesen más mis parientes que yo. La familia se ha reducido mucho y no parece que vaya a aumentar, porque mis tres tíos son solteros. No tengo en Europa otros parientes carnales y nada sé de unos primos lejanos que viven en Australia.

»He aquí la historia de mi familia: John Redmayne vivió toda su vida en Victoria, junto al río Murray, en Australia del Sur; y allí, dedicado a la cría de ovejas, acumuló una considerable fortuna. Se casó y tuvo muchos hijos. De siete varones y cinco mujeres que nacieron en el lapso de veinte años, los esposos Redmayne sólo vieron crecer con salud y vigor físico a cinco de sus hijos. Cuatro varones vivieron; los demás murieron muy jóvenes (dos en un accidente náutico), y mi tía Mary, la hija mayor, murió un año después de casarse.

»Quedaron cuatro hijos: Henry, el mayor; Albert, Benjamin y Robert, el menor de la familia que ahora tiene treinta y cinco años. Este último es el que busca usted a causa de la horrible cosa que, según parece, ha ocurrido.

»Henry Redmayne era representante de su padre en Inglaterra y comerciante en lanas por cuenta propia. Se casó y tuvo una hija: yo. Recuerdo muy bien a mis padres, porque era estudiante de quince años cuando murieron. Fueron de viaje a Australia, cumpliendo el deseo de mi padre de visitar a los autores de sus días después de una ausencia de muchos años. Pero el vapor en que viajaban, el «Wattle Blossom», naufragó con todo el pasaje, y quedé huérfana.

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