Read Los rojos Redmayne Online
Authors: Eden Phillpotts
Al oír esta pregunta, Joanna Penrod se sorprendió. Levantó la cabeza para mirar a Brendon y un leve rubor cubrió su palidez.
—Es usted muy amable —dijo—. No lo olvidaré. Pero cuando descubramos lo que ha sucedido, es probable que me marche de aquí. Si mi marido ha perdido la vida, no terminaré la casa. Me iré, naturalmente.
—¿Me permite preguntarle si vendrán a buscarla sus amigos?
Ella movió negativamente la cabeza.
—En realidad estoy muy sola en el mundo. Mi marido lo era todo para mí..., todo. Y yo lo era todo para él. Conoce usted mi historia... No he omitido nada en mi relato de esta mañana. Sólo me quedan los dos hermanos de mi padre: mi tío Benjamin, en Inglaterra, y mi tío Albert, en Italia. Hoy les escribí a los dos.
Marc se puso de pie.
—Le daré noticias mías mañana —dijo—; pero, si no voy a Paignton, la veré esta noche.
—Gracias... Es usted muy amable.
—Le pido que en estos duros momentos no sea demasiado exigente consigo misma y que cuide su salud. Uno es capaz de soportar cualquier cosa, pero muchas veces advierte, cuando llega el día de ajustar cuentas, que ha exigido demasiado a la propia naturaleza. ¿No desea consultar a un médico?
—No, Mr. Brendon. No es necesario. Si mi marido está... como creemos, la vida no tiene interés para mí. Tal vez me la quite.
—¡Por amor de Dios, no diga semejante enormidad! —exclamó Brendon—. Mire hacia el futuro. Aunque no podamos ser felices en este mundo, nada nos impide ser útiles. Piense en lo que su marido hubiese deseado que usted hiciera, y cómo hubiera esperado que afrontase cualquier pena o tragedia.
—Es usted muy bueno —repuso Mrs. Penrod—. Agradezco lo que acaba de decirme. Le prometo que volverá a verme.
Tomó en la suya la mano de Brendon y la estrechó. Éste se marchó perplejo por la atmósfera sutil que la rodeaba. No temía su amenaza de quitarse la vida. La vitalidad y el dominio de sí misma, que eran parte de la personalidad de Joanna, parecían excluir toda probabilidad de suicidio. Era joven, y sin duda alguna el tiempo cumpliría su inevitable obra de consuelo. Pero Brendon comprendía la calidad de su amor por el hombre que, seguramente, había muerto. Era posible que ella afrontara la vida, aceptara la existencia y llevara felicidad a otras vidas; pero de todo esto no cabía deducir que olvidaría a su marido y consentiría en casarse otra vez.
Regresó a la comisaría y se enteró con asombro de que Robert Redmayne seguía prófugo. No tenían información alguna sobre su paradero, pero los hombres destacados en Berry Head habían comunicado el hallazgo del saco de cemento en la boca de una conejera, situada sobre un precipicio. El saco tenía manchas de sangre, varios mechones de pelo y partículas de cemento.
Una hora más tarde, después de hacer su maleta, Marc Brendon se dirigió a Paignton en uno de los automóviles de la policía; pero al llegar allí tampoco encontró noticias frescas. El inspector Reece compartió la sorpresa de Brendon al comprobar que Redmayne no había sido detenido. Explicó que, en la medida de lo posible, guardias costaneros rastreaban el mar debajo del acantilado en que había estado escondido el saco; pero la marea era muy violenta en ese punto, y los habitantes de la localidad opinaban que probablemente la corriente habría arrastrado el cuerpo mar adentro. Presumían que al cabo de una semana el cadáver sería hallado flotando a dos o tres kilómetros de Berry Head, si el asesino no lo había arrojado con peso al fondo.
Después de comer frugalmente en el Hotel Singer, Brendon fue al domicilio de Robert Redmayne. Había alquilado un cuarto en dicho hotel con el propósito de averiguar algo concerniente a la futura mujer y a la futura familia política del prófugo. Mrs. Medway, propietaria de la casa situada en el número 7 de la calle de la Marina, poco sabía de su inquilino. Explicó a Marc que el capitán Redmayne era un caballero amable y bondadoso, pero exaltado. No era puntual y nunca esperaban que llegara hasta que lo veían aparecer. A menudo regresaba de sus excursiones cuando se habían acostado todos los demás de la casa. Ignoraba a qué hora había llegado la noche anterior y a qué hora había vuelto a salir; pero no se había cambiado de ropa ni llevado nada consigo.
Brendon examinó con minuciosidad la motocicleta. Detrás del asiento había un soporte, compuesto de ligeras varillas de hierro, en el cual descubrió manchas de sangre. Un trozo de cuerda, atada al soporte, también estaba manchado. Sin duda había sido cortado cuando Redmayne, al llegar al acantilado, había bajado su carga. El encadenamiento de indicios no presentó la menor dificultad y la mañana siguiente tampoco planteó nuevos problemas, excepto el misterio persistente e insoluble de la desaparición de Robert Redmayne.
Antes del almuerzo del siguiente día Brendon se dirigió a Berry Head y examinó el acantilado. Descendía en forma de enormes peldaños de roca caliza en los que crecían cardos, estepas blancas, clavellinas de mar y retamas. Abundaban las madrigueras y el saco ensangrentado había sido hallado por un perro. Estaba oculto en una de esas cuevecillas, pero el animal lo había descubierto y sacado fuera con facilidad.
Inmediatamente debajo de este lugar el acantilado descendía a pico hasta el mar, en una caída de noventa metros. Abajo, las aguas eran profundas y sólo alguna que otra grieta rompía la lisa superficie del precipicio. En esas hendiduras la vegetación crecía dificultosamente y las gaviotas construían sus toscos nidos fabricados con plantas silvestres. No había ninguna huella en el borde del acantilado; sobre las verdes aguas del mar se balanceaban las barcas pesqueras que penosamente seguían buscando el cadáver, sin resultado alguno hasta aquel momento.
Algo después Brendon volvió al hotel y se presentó a Miss Reed y a su familia; le dijeron que el hermano de Flora, y amigo de Robert Redmayne, había regresado a Londres. Cuando Brendon se presentó, ella y sus padres se hallaban sentados en él vestíbulo. Los tres parecían azorados y dolorosamente perplejos. No estaban enterados de nada susceptible de aclarar el asunto. Mr. Reed y su mujer eran personas tranquilas, entradas en años, que poseían una tienda de telas en Londres; la hija revelaba más carácter. Aventajaba a su padre en estatura, llevándole una cabeza, y su cuerpo era hermoso y bien proporcionado. Demostraba mucha fogosidad y menos pena de la que era permitido esperar; pero Brendon descubrió que conocía a Robert Redmayne hacía sólo seis meses y que el noviazgo databa de un mes atrás. Flora Reed era morena, animada, y dueña de una mentalidad común. Cumpliendo su ambición de trabajar en las tablas, había actuado en varias giras teatrales por el interior del país; pero decía que la vida del teatro la fatigaba y había prometido a su futuro esposo que abandonaría el arte escénico.
—¿Le habló alguna vez el capitán Redmayne de Joanna y Michael Penrod? —inquirió Brendon.
—Sí —repuso Flora Reed—, y decía siempre que Michael Penrod era tímido y cobarde. También aseguraba que su sobrina no existía para él, y que jamás le perdonaría su casamiento con ese hombre. Pero esto sucedía antes de que Robert fuera a Princetown, hace seis días. Desde allí me escribió algo muy distinto. Se había encontrado por casualidad con ellos y se había enterado de que Michael Penrod, lejos de eludir su deber, había ayudado durante la guerra y obtenido una condecoración. Esto hizo que Robert cambiara, y estaba en las mejores relaciones con los Penrod antes de que ocurriera esa horrible tragedia. Le habían prometido que vendrían aquí para las regatas.
—¿No ha visto al capitán desde entonces, ni ha recibido noticias de él?
—No. Su última carta, que puede usted ver, llegó hace tres días. Me anunciaba en ella, sencillamente, su regreso para ayer y que se encontraría conmigo a la hora del baño de mar, como de costumbre. Fui a bañarme y lo esperé; como es natural, no llegó.
—Dígame algo sobre la personalidad de su novio, señorita —rogó Marc—. Ha sido muy amable en acceder a esta entrevista; estamos frente a un problema curioso, y la situación, tal como se presenta actualmente, puede ser engañosa y muy distinta de la realidad. Según tengo entendido, el capitán Redmayne sufrió una grave conmoción nerviosa y también fue levemente atacado por los gases asfixiantes. ¿Ha notado usted algún síntoma revelador de que estas enfermedades hayan dejado rastros?
—Sí —contestó ella—. Todos los hemos notado. Mi madre fue la primera en advertir que Robert repetía sus dichos con frecuencia. Su carácter era excelente, pero la guerra lo había tornado brusco y cínico en algunos aspectos. Se impacientaba con facilidad y después de discutir o querellarse con alguien se sentía compungido y nunca le avergonzaba pedir disculpas.
—¿Se querellaba con frecuencia?
—Era muy porfiado y no hay que olvidar que había visto la guerra muy de cerca. Esto lo había endurecido un poco, y a veces decía cosas que desagradaban a los civiles. Por consiguiente, protestaba y se enfadaba.
—Disculpe la pregunta. ¿Lo quería usted mucho?
—Lo admiraba y ejercía sobre él bastante influencia. Robert poseía excelentes cualidades: mucho valor y sinceridad. Sí, lo amaba y estaba orgullosa de él. Creo que, con el tiempo, se hubiera tornado más tranquilo, menos excitable e impaciente. Los médicos le habían asegurado que desaparecerían por completo los efectos de su conmoción.
—¿Era hombre capaz de golpear o matar a un semejante?
La joven vaciló.
—Deseo ayudar a Robert —contestó—; por tanto, le diré que si lo provocaran mucho creo que se enfurecería; y estimo posible que, dominado por la pasión, llegara a golpear a un hombre. Había visto la muerte muchas veces, y el peligro lo dejaba absolutamente indiferente. Sí; puedo imaginarlo en trance de lastimar a un enemigo, o a un supuesto enemigo, pero no que haya hecho lo que suponen que hizo después; es decir, eludir las consecuencias de su mala acción.
—Sin embargo, tenemos el testimonio indiscutible de que ha tratado de ocultar un crimen; aunque todavía no podemos decir si cometido por él o por otro.
—Sólo me queda esperar y rogar al cielo que lo encuentren para bien de todos —replicó ella—; pero si es verdad que se ha visto obligado a cometer un crimen tan horrendo, no creo que lo encuentren.
—¿Por qué no, señorita? Me parece que adivino. Lo que usted piensa también se me ha ocurrido. El suicidio.
Ella asintió con la cabeza y se llevó el pañuelo a los ojos.
—Sí; si el pobre Robert perdió la razón y luego la recobró para descubrir que había matado a un inocente en un momento de locura, procedería, si lo conozco bien, en una de las dos formas siguientes: se entregaría inmediatamente y explicaría lo sucedido, o se suicidaría.
—El móvil no siempre coincide con el crimen —observó Brendon—. Con frecuencia, una rápida y pasajera tempestad de ira ha destruido una vida, sin más intención criminal que la contenida en un rayo. En este caso, una tempestad así parece ser la única explicación admisible. Sin embargo, no veo cómo un hombre del tipo de Penrod puede haber despertado semejante ira. Hasta ahora, la declaración de Mrs. Penrod y las afirmaciones del inspector Halfyard, de Princetown, nos dicen que Michael Penrod era persona amable y tranquila, difícil de enfadar. El inspector Halfyard lo conocía mucho, porque lo había visto a menudo en el depósito de musgo donde trabajó durante dos años de guerra. Al parecer, no era hombre capaz de sacar de quicio al capitán Redmayne ni a nadie.
A continuación Marc relató su breve encuentro con Redmayne junto a las charcas de la cantera. Por algún recóndito motivo, esta anécdota afectó a Flora Reed, y el detective observó que se hallaba sinceramente conmovida.
La joven empezó a llorar y al rato se levantó y los dejó. En ausencia de la hija, los padres pudieron hablar con mayor libertad.
Mr. Reed, que parecía callado e indiferente, se tornó locuaz.
—Creo mi deber decirle —expresó— que a mi mujer y a mí nunca nos agradó este noviazgo. A mi entender, las intenciones de Redmayne eran buenas y el hombre tenía corazón. Era generoso y estaba enamoradísimo de Flora. Desde el primer momento demostró su apasionamiento, y su cariño obtuvo respuesta. Pero nunca pude imaginarlo casado ni constante. Era vagabundo por naturaleza, y la guerra lo había vuelto, no diré que inhumano, pero sí inconsciente de sus obligaciones para con la sociedad, y de sus propios deberes como persona razonable que debe ayudar a reconstruir la quebrantada organización social de la vida. Vivía para el placer y la diversión de gastar dinero; y aunque no sostengo que hubiera sido mal marido, no veía en sus ideas sobre el porvenir lo necesario para formar un hogar estable. Había heredado alrededor de cuarenta mil libras, pero ignoraba el valor del dinero y no demostraba muy buen sentido en lo tocante a sus futuras responsabilidades.
Marc agradeció estos datos y les repitió que aumentaba en él el convencimiento de que el hombre se había suicidado.
—Cada hora que pasa acrecienta mi temor en este sentido —dijo—. En realidad, no veo solución más deseable, porque la alternativa, en el mejor de los casos, sería Broadmoor; y es odioso pensar que un hombre que ha luchado por su patria, y luchado bien, termine sus días en un manicomio para criminales.
Durante dos días el detective permaneció en Paignton y dedicó toda su energía, inventiva y experiencia a la tarea de hallar a los desaparecidos. Pero ni vivos ni muertos aparecieron, y no llegó la menor información de Princetown ni de ningún otro lugar. Se repartieron fotografías de Robert Redmayne y pronto fueron colgadas en los tablones de anuncios de las comisarías del Oeste y el Sur, pero esta publicidad sólo dio por resultado dos capturas erróneas. Un vagabundo con grandes bigotes rojizos fue detenido en North Devon, y un recluta fue apresado en Devonport. Éste se parecía a la fotografía y había ingresado en un regimiento de línea, veinticuatro horas después de la desaparición de Redmayne. Ambos, sin embargo, lograron establecer su identidad en forma perfectamente satisfactoria.
Brendon se preparó para regresar a Princetown. Escribió a Mrs. Penrod, comunicándole su intención y anunciando su visita a la calle de la Estación para la tarde siguiente. Aconteció, empero, que su carta se cruzó con la de ella, y tuvo que alterar sus planes, porque Joanna Penrod se había marchado de Princetown a fin de reunirse con Benjamin Redmayne en su casa llamada «El nido del cuervo», situada más allá de Dartmouth. La carta de Joanna decía: