La guerra de los mercaderes

Read La guerra de los mercaderes Online

Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

 

En 1953, con una calurosa acogida por parte de la crítica y gran éxito de público, se publicó
Los mercaderes del espacio
, novela que encierra una sátira mordaz sobre la publicidad y el consumismo.
La Guerra de los Mercaderes
, reanuda la historia en el punto en que
Frederik Pohl
la dejara.

El mundo sigue dominado por las grandes agencias de publicidad que controlan a todos los gobiernos así como cualquier aspecto de la existencia humana. En el planeta Venus, un puñado de renegados, animados por un casi religioso fervor, se oponen a los “beneficios” del paraíso creado por los propagandistas comerciales. Parece inevitable que los todopoderosos ejecutivos de las agencias de la Tierra no se detengan ante ningún obstáculo, incluida la guerra, con tal de someter a los rebeldes.

Frederik Pohl

La guerra de los mercaderes

Mercaderes del espacio 2

ePUB v1.0

Rov & GONZALEZ
27.02.12

Título original:
The merchant's war

Traducción: Montserrat Conill

Portada: Antoni Garcés

1ª Edición Bolsillo: Enero, 1991

©
by
Frederik Pohl 1986

© Ultramar Editores, S.A., 1987 Mallorca, 49. © 321 2400. Barcelona-08029

ISBN: 84-7386-421-2

¿Por qué escribo sátira?

Preguntad, más bien, cómo podría dejar de escribirla.

JUVENAL

Para John y David

y para

Ann, Karen, Fred IV y Kathy

con imperecedero cariño.

TENNISON TARB
1

Aquella mujer era cargante. Se notaba que había tratado por todos los medios de arreglarse para la entrevista, con escaso resultado. Era una persona de cutis amarillento y aspecto enfermizo, que se humedecía los labios mientras paseaba la vista con temeroso estupor por mi oficina. No es casualidad que las paredes de la sala de entrevistas se hallen cubiertas con dinámicos anuncios tridimensionales de diversos productos comerciales.

—¡Santo cielo! —murmuró con un suspiro—. ¡Daría cualquier cosa por conseguir una taza de Boncafé!

Le lancé una mirada que fingía sin vergüenza una alevosa sorpresa y, acariciando la carpeta que contenía su expediente, repliqué:

—Qué extraño. Aquí dice que advirtió usted a los venusianos que el Boncafé creaba hábito y que su consumo constituía una amenaza para la salud.

—¡Puedo explicárselo, señor Tarb!

—Y además poseemos el comentario que acompaña a su solicitud del visado de salida —añadí agitando la cabeza—. ¿Será posible lo que leo aquí?: «El planeta Tierra está podrido, corrompido por nefastas campañas de publicidad, y sus habitantes no son sino animales propiedad de las rapaces agencias publicitarias.»

—¿De dónde ha sacado usted eso? —exclamó con un gesto de angustia—. ¡Me aseguraron que la documentación que acompañaba a la solicitud de un visado era secreta! —Me encogí de hombros, evitándome así el compromiso de tener que contestar, y ella añadió, gimiendo sin dignidad—: ¡Me vi forzada a decir eso! ¡Si no se abjura de la publicidad, no se autoriza a entrar en Venus!

Mantuve la suave expresión que había adoptado, que consistía en un setenta y cinco por ciento de «me gustaría mucho hacer algo por usted» y en un veinticinco por ciento de «pero es usted verdaderamente repulsiva». En este momento mi actuación me resultaba ya tan archiconocida que rayaba casi en la espontaneidad. En los cuatro años de mi estancia en Venus había entrevistado como mínimo una vez por semana a esta clase de personas, y puedo asegurar que la costumbre no las tornaba en absoluto más atractivas.

—Sé que cometí una grave equivocación, señor Tarb —lloriqueó con voz rebosante de sinceridad y unos ojos muy abiertos que me contemplaban fijamente desde un rostro enflaquecido.

La sinceridad era falsa, aunque bien interpretada, pero los ojos reflejaban un auténtico terror, un terror verdadero, provocado por su anhelo de marcharse de Venus cuanto antes. Los casos desesperados eran fácilmente identificables; la clave la proporcionaba el adelgazamiento. Los médicos denominan «anorexia ignatua» al síntoma que se manifiesta cuando un consumidor terrestre, decente y bien educado, se encuentra perdido en un supermercado venusiano sin saber qué comprar para la cena, por carecer de los sensatos y útiles consejos de la publicidad comercial para guiarle en ese trance.

—Por favor, por favor, se lo suplico, ¿podrá usted concederme un visado de regreso? —concluyó con lo que imagino consideraba una irresistible sonrisa de desamparo.

Levanté la mirada y con disimulo guiñé un ojo a la holografía de Fowler Schocken que ocupaba gran parte de la pared. Normalmente hubiese dejado a la entrevistada en la habitación durante unos diez minutos ablandándose a solas con los anuncios, mientras yo salía con la excusa de tener que realizar algún recado. Pero en este caso el instinto me dijo que esa mujer no precisaba de más ablandamiento, y, por otra parte, el ligero cosquilleo que sentí en los testículos me recordó que no estaba hablando solamente con aquella pelma.

Decidí, pues, dar por finalizada la etapa persuasiva; el período de afabilidad había concluido.

—¡Elsa Dickman Hoeniger —ladré leyendo el nombre escrito en la solicitud de visado—, es usted una traidora!— A consecuencia del sobresalto, cayó la huesuda mandíbula y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Según veo en su expediente, procede usted de una inmejorable familia consumista. De niña perteneció a la Asociación de Jóvenes Propagandistas. Recibió usted una esmerada educación en la universidad G. Washington Hill de New Haven. Ocupó un puesto de responsabilidad en el departamento de relaciones públicas de una de las más importantes cadenas de venta de joyería a plazos y, por lo que dice aquí, con un índice de reembolso de menos de una décima del uno por ciento, hazaña que le mereció a usted la calificación de «Superior» en su expediente personal. Y, sin embargo, volvió usted la espalda a tan brillante historial. ¡Denunció usted al sistema que le dio la vida y desertó a este planeta baldío que repudia el consumo y las ventas!

—Me engañaron —tartamudeó derramando abundantes lágrimas.

—¡Claro que la engañaron! —rugí yo—. ¡Pero hubiera debido usted tener la decencia de impedir que ello ocurriera!

—¡Por favor! ¡Haré lo que sea, cualquier cosa, con tal de poder volver a la Tierra!

Era el momento de la verdad. Fruncí los labios en silencio y luego repetí con un murmullo: «Cualquier cosa», como si en mi vida hubiese oído esa expresión de boca de un renegado acobardado. La dejé sollozar un buen rato, cosa que hizo sin apartar de mí unos ojos cargados de desesperación y miedo, y en cuanto advertí que manifestaban un levísimo signo de esperanza, ataqué de pleno y a fondo.

—Tal vez hubiese una manera... —insinué deteniéndome sin pronunciar una palabra más.

—¡Sí, Sí! ¡Dígame cuál, por favor!

Fingí examinar nuevamente su expediente y al fin declaré con cautela:

—Ahora no puede ser.

—¡Desde luego, desde luego! —exclamó ella rebosante de excitación— ¡Esperaré lo que haga falta, semanas si es preciso!

—Semanas ¿eh? —comenté riéndome sarcástico, al tiempo que agitaba la cabeza—. No creo que hable usted en serio. Lo que usted hizo no puede pagarse con un par de semanas, ni con un par de meses tampoco. Demuestra usted una actitud deliberadamente negativa. Olvide lo que le he dicho. Solicitud rechazada. —Y sellé el impreso devolviéndoselo con una marca de tampón rojo que decía en grandes letras:
Denegado
.

Me acomodé en el asiento aguardando el desarrollo del resto de la interpretación, que se produjo conforme a lo acostumbrado: en primer lugar, expresión de desconcierto; luego, una fulminante mirada de rabia; después la mujer se puso lentamente en pie, y a ciegas, tambaleándose, salió de mi oficina. El guión nunca cambiaba y yo, modestia aparte, interpretaba mi papel a la perfección.

En cuanto se cerró la puerta, sonreí al retrato de Fowler Schocken comentando:

—¿Qué tal ha ido?

El retrato desapareció ocupando su lugar el rostro de Mitzi Ku que me devolvía la sonrisa.

—De primera, Tenny —contestó—. Baja y lo celebraremos.

Era la respuesta que esperaba y tan sólo me detuve en la cantina para aprovisionarme de lo oportuno para celebrar mi éxito.

Cuando se construyó la embajada de la Tierra en Courtenay Center, o más exacto sería decir cuando se excavó, hubo que utilizar mano de obra nativa. Era una de las cláusulas del tratado. Hay que decir que la porosa roca arenisca venusiana resulta fácil de trabajar. Al instalarse el primer grupo de diplomáticos, a los guardias de la embajada se les encomendó una doble misión: cuatro horas de servicio con uniforme de gala ante las verjas de la legación, y cuatro horas más de trabajo en los sótanos de la embajada extrayendo piedra y acondicionando un gran espacio destinado a sala de Operaciones Estratégicas. Los venusianos nunca sospecharon su existencia a pesar de que la embajada, durante las horas de oficina, estaba atestada de obreros autóctonos, a los cuales, sin embargo, les estaba prohibida la entrada en los aseos del personal diplomático, porque la pared del fondo de cada retrete constituía la entrada secreta de lo que primordialmente era el lugar donde la agregada cultural Mitzi Ku conservaba los ficheros relativos a los asuntos extraculturales.

Cuando llegué, sin aliento y balanceando en una bandeja la botella de auténtico whisky marca Earthside y un cubo con hielo, Mitzi estaba introduciendo en su expediente correspondiente los datos de la mujer a quien yo acababa de entrevistar. Levantó una mano, rogándome que no la interrumpiera, y me indicó una silla, de modo que preparé las bebidas y esperé, sintiéndome feliz y satisfecho.

Mitzi Ku es una dama atrevida, empezando por el color de su piel, que posee esa cremosa y aterciopelada tonalidad oriental; una dama atrevida, como digo, que habla y actúa con atrevimiento; exactamente mi tipo de mujer. Tiene el deslumbrante cabello negro que caracteriza a las orientales pero sus ojos son azules, y es casi tan alta como yo pero posee una figura mucho más agraciada. Tomándola en conjunto, cosa que soy propenso a hacer, es una de las agentes más atractivas que jamás hayamos tenido en la embajada.

—Ojalá no tuviera que marcharme —comenté al ver que interrumpía su trabajo en lo que parecía ser una pausa.

—Sí, Tenny —replicó distraída alargando el brazo hacia su copa—. Es una verdadera lástima.

—Tú también podrías solicitar trabajo en la Tierra —sugerí, no por primera vez, sin que ella se dignase ni siquiera contestarme. No haría tal cosa y yo sabía muy bien el porqué. Mitzi llevaba solamente dieciocho meses en Venus y las agencias no conceden puntos de mérito por menos de tres años de trabajo. Los empleados inquietos no interesan porque impiden amortizar los gastos del viaje. Probé, pues, una táctica diferente y le pregunté:

—¿Crees que lograrás convertirla?

—¿A quién? ¿A esa cretina? ¡Sí, por Dios! —contestó Mitzi con desdén—. La he estado observando por el circuito cerrado mientras salía de la embajada. Iba hecha una furia. Empezará a contar a todos sus amigos que la Tierra está mucho más corrompida de lo que se figuraba cuando desertó. Luego empezará a tener dudas. Le concederé un par de días y después pasaré al ataque. Se convertirá, te lo aseguro.

Other books

Here to Stay by Debra Webb
The Sky Phantom by Carolyn G. Keene
Home Again by Ketchum, Jennifer
Bonds of Blood by Shauna Hart
Passion in the Sky by Diane Thorne
Up to This Pointe by Jennifer Longo
The Thinking Reed by Rebecca West
Awakening by Ashley Suzanne
Judas Horse by April Smith