—Vaya éxito financiero te has apuntado, Mitzi. Querida, me quito el sombrero.
Yo no sabía de lo que hablaba y durante unos instantes creo que Mitzi también lo ignoraba, porque una rápida nube le ensombreció los ojos y vi que tensaba la mandíbula, pero no pude observarla porque ya Dambois me miraba, comentando con cordialidad:
—Tú has perdido la ocasión—, una cordialidad teñida de tristeza y de un levísimo matiz de desprecio.
No, en realidad no me sorprendió la acogida que Dambois le dispensó a Mitzi. Circulaban chismorrees que unían a Mitzi con un par de altos cargos de la agencia, incluido Val Dambois, y que a mí me tenían sin cuidado. El mundo de la publicidad es una jungla en la que hay que estar dispuesto a todo para progresar. Si uno se puede ayudar en su carrera dando un poco de alegría en los momentos y lugares adecuados, ¿por qué no hacerlo? Pero Mitzi no me había hablado de ningún éxito financiero.
—¿De qué estás hablando, Val? —le pregunté.
—¿No te lo ha dicho? —respondió frunciendo aquellos labios gordezuelos—. La indemnización que ha obtenido de la compañía de tranvías. Se pusieron de acuerdo sobre la cantidad sin entablar pleito alguno: seis kilos y pico, que la están esperando en el banco de la agencia.
—¡Seis... seis millones...! —Tuve que intentarlo dos veces antes de conseguir pronunciar aquella cifra.
—¡Seis millones de dólares libres de impuestos y listos para gastar! —exclamó saboreando las palabras, contento como si el dinero fuera suyo... acariciando quizá el proyecto de que así fuese.
Tuve que carraspear.
—Oye, eso de la indemnización... —empecé a decir, pero ya Mitzi se inclinaba señalando hacia la cinta transportadora.
—Mira, ahí está mi maleta —dijo mientras Val con jadeante esfuerzo la agarraba colocándola a su lado.
—Estaba diciendo... —insistí sin que ninguno de los dos me escuchara.
—Esa es la primera maleta —comentó jovial Dambois ciñendo la cintura de Mitzi con un brazo blando y fofo que no abarcaba todo el talle—. Traerás otras veinte como mínimo, ¿no?
—No, es la única. Me gusta viajar con poco equipaje —contestó ella desciñéndose del abrazo.
Dambois levantó la vista y la miró con reproche.
—Has cambiado mucho —masculló—. Hasta creo que has crecido. Te encuentro más alta.
—Será porque vengo de un planeta más ligero —replicó ella.
Era una broma, desde luego, porque Venus es un planeta sólo insignificantemente más reducido que la Tierra, pero no la coreé con una risa porque estaba concentrado tratando de descifrar por qué Mitzi había conseguido una suma fabulosa de dinero y yo no, enigma que ahuyentó de mi mente la visión que apareció a lomos de la cinta transportadora.
—¡Mierda! —exclamé.
Era la maleta en la que había adherido un rótulo advirtiendo: «Manéjese con precaución», una especie de baúl muy resistente y con doble cerradura de seguridad. Ni la resistencia ni la seguridad habían bastado para salvarlo de la catástrofe: parecía que uno de los tractores que remolcaban los transbordadores le hubiese pasado por encima. Uno de los lados aparecía más arrugado que un soufflé envejecido y de él emanaba una aromática mezcla compuesta por ingredientes tan dispares como alcohol, colonia, dentífrico y sabe Dios cuántas otras cosas más. Como era de esperar, había metido en ese baúl todos mis objetos frágiles.
—¡Qué desastre! —comentó Dambois con evidente repugnancia al tiempo que hacía chasquear la lengua nervioso y consultaba un par de veces su reloj de pulsera—. Iba a acompañarte con el coche —me dijo— pero no se le iría el olor en varias semanas... Además, supongo que tendrás más maletas...
La mala suerte no me abandonaba.
—No os preocupéis —contesté—. Tomaré un taxi.
Y les vi marcharse, preguntándome obsesivamente por qué no se me había incluido a mí en la indemnización, pero más obsesionado todavía por la disyuntiva de si debía precipitarme a la oficina de reclamaciones o bien esperar la aparición del resto de mi equipaje.
Decidí esperar, y con ello tomé la decisión equivocada. Al cabo de mucho rato de que la última maleta visible hubiese sido recuperada por su dueño y de que la cinta transportadora hubiese dejado de funcionar, comprendí que tenía un problema.
Cuando informé de dicho problema al empleado encargado de negar en cualquier circunstancia toda responsabilidad por cualquier tipo de perjuicio, éste me dijo que intentaría localizar mi equipaje perdido, si así lo deseaba, mientras yo procedía a rellenar los impresos de reclamación, siempre y cuando creyese yo que tal cosa valía la pena, porque en su opinión los desperfectos que presentaba mi baúl parecían anteriores al vuelo que acababa de efectuar.
Dispuso de mucho tiempo para localizar mi equipaje porque había mucho impreso que rellenar. Cuando se los entregué, debidamente firmados, sólo me hizo esperar aproximadamente otra media hora más. Telefoneé a la agencia para comunicar que, debido a un imprevisto, llegaría con retraso, cosa que no pareció preocuparles en exceso; me dieron la dirección del alojamiento que me habían contratado, me recomendaron que me instalara y me dijeron que no me inquietase porque de todos modos no se me esperaba hasta la mañana siguiente. No hay sensación más placentera que comprobar que los demás no pueden pasarse sin ti. Luego el encargado de la oficina de reclamaciones me informó que mi equipaje se hallaba en París o en Río de Janeiro, en ninguno de cuyo caso era probable que lo recuperase antes de transcurrido cierto tiempo.
De modo que, sin maletas, me uní a la sufrida y lastimera cola que aguardaba para sacar los billetes del metro que les conduciría a la ciudad.
Media hora más tarde, cuando por fin había llegado a la taquilla, me di cuenta de que no había cambiado moneda venusiana y que no tenía bastante dinero en metálico para pagar el billete... encontré una máquina automática de cambio, introduje en ella mi documento de identidad y oí una voz incorpórea que decía con delicado arrullo: «Lo siento mucho, señor o señora, pero esta máquina de cambio automático, rápido y permanente está temporalmente averiada. Tenga la bondad de consultar el mapa adjunto para localizar la más próxima.» Después de examinar toda la superficie del aparato, descubrí que el mapa lo habían arrancado. ¡Bienvenido a casa, Tenn!
¡Nueva York, Nueva York! ¡Qué ciudad maravillosa! Todos mis nerviosismos e inquietudes se disiparon por obra de la gran ciudad; desvaneció todas mis preocupaciones, incluida la de por qué Mitzi me había excluido de la grandísima tajada que tan bien se había sabido procurar. Diez años de ausencia no parecían haber cambiado los rascacielos que desaparecían entre las brumas escamosas de aquel día gris. Era invierno; veíanse manchas de nieve sucia en las esquinas y a algún que otro consumidor metiéndola furtivo en una bolsa de plástico para llevársela a casa y rebajar así el impuesto obligatorio sobre el agua. ¡Después de Venus, era el paraíso! Tenía la impresión de ser un turista de Wichita contemplando embelesado la espléndida metrópolis. Caminaba también igual que un provinciano, tropezándome con peatones apresurados y con otras cosas más peligrosas que los viandantes. Había perdido toda habilidad para sortear el tráfico: después de los años pasados en Venus, no estaba ya acostumbrado a la civilización. Aquí aparecía un ómnibus a pedales impulsado por doce personas, ahí tres taxis empeñados en introducirse en un hueco de la riada de vehículos, peatones saltando desesperados entre los miles que inundaban la calzada; las calles estaban embotelladas, las aceras eran un incesante hormiguero, todos los edificios absorbían o expelían por sus puertas a centenares de personas... Era un espectáculo magnífico. Para mí, quiero decir. Para los peatones, contra quienes tropezaba u obligaba a esquivarme a fuerza de codazos, supongo que no debía resultar tan maravilloso, pero poco me importaba. Vociferaban contra mí y no dudo que lo que gritaban eran insultos, pero yo me sentía flotar en un éxtasis inenarrable, un embeleso hecho de frío, de hollín y de aire contaminado. Todas las fachadas ostentaban pantallas de cristal líquido en los que centelleaban anuncios publicitarios, los más recientes brillantes como la aurora, los más antiguos manchados de barro y algunos totalmente cubiertos con inscripciones. En los bordillos había expositores metálicos que ofrecían a los transeúntes muestras gratuitas de Fumafuma y Boncafé, así como cupones de descuento para un sinfín de productos. Rasgaban la densa contaminación del aire imágenes holográficas de pequeños electrodomésticos de milagrosa eficiencia, fines de semana de fantasía en países exóticos y el cascabeleo constante de innumerables rebajas, saldos y ventas de liquidación. Efectivamente estaba en casa y la sensación de hallarme aquí me causaba un indescriptible placer. He de reconocer, sin embargo, que me resultaba un poco difícil avanzar por la calle, de modo que al divisar al otro lado un sector de acera asombrosamente vacío de gente me precipité hacia él.
Me extrañó que en el momento de hacerlo el anciano al que tuve que apartar de un empujón para subir al bordillo me mirase de forma tan peculiar y me gritase: «¡Cuidado, muchacho!» señalando hacia un poste indicador que, como era de esperar, se hallaba totalmente recubierto de inscripciones. Yo no estaba de humor para preocuparme por alguna ordenanza municipal de poca monta, de manera que pasé por delante...
En aquel instante una explosión de sonido sacudió hasta los cimientos mi cerebro, un estallido de luz como de estrella supernova me cegó, y empecé a tambalearme y a perder el equilibrio mientras miles de vocecitas mágicas me resonaban en los oídos gritando, estridentes como agujas: «¡Moka-Koka! ¡Moka-Koka! ¡Moka Moka Moka-Koka!» Así continuaron, con diversas variaciones, durante un lapso de tiempo que me pareció un siglo. Pestilentes olores herían mi olfato. Temblores subsónicos estremecían mi cuerpo. Y luego, un par de siglos más tarde, cuando aún sentía los oídos taladrados y los ojos abrasados por aquel horrendo estallido de luz y sonido, traté de incorporarme pues descubrí que había quedado tendido en el suelo.
—¡Se lo advertí! —vociferó el anciano desde una prudente distancia.
Así pues, no habían transcurrido varios siglos. Seguía allá de pie, con la misma expresión peculiar de pocos momentos antes, una expresión en la que se mezclaban anhelo y compasión.
—¡Se lo advertí! ¡No quiso usted hacerme caso pero yo se lo advertí!
Seguía señalando al poste indicador, por lo cual, entre tropezones y tambaleos, me acerqué y aún medio a ciegas conseguí descifrar el cartel que las inscripciones habían tornado casi ilegible:
ATENCIÓN
ZONA COMERCIAL
ENTRA USTED BAJO SU
PROPIA RESPONSABILIDAD
Evidentemente durante mi ausencia se habían producido algunos cambios. El anciano alargó un brazo con cautela y tiró de mí. Caí en la cuenta de que no era tan viejo como yo le había supuesto; en realidad es que estaba desgastado.
—¿Qué es un «Moka-Koka»? —le pregunté.
—Moka-Koka —respondió con presteza— es una bebida refrescante y sabrosa a base de sucedáneos de chocolate de superior calidad, extractos sintéticos de café soluble y aditivos equivalentes a la cocaína. ¿Quiere una? —Le dije que sí—. ¿Lleva dinero? —Sí, llevaba un poco, el cambio sobrante de la máquina automática que finalmente conseguí localizar—. ¿Me regala una si le enseño dónde encontrarlas? —añadió zalamero.
Poco le necesitaba para ese menester, pero me daba tanta lástima aquel pobre desgraciado que dejé que me guiara hasta la vuelta de la esquina. Había allí una máquina expendedora, idéntica a las innumerables máquinas de Moka-Koka que había visto instaladas en todas partes, en la Luna, en la terminal de la central de transbordadores, por las calles.
—No se entretenga con las botellas sueltas —me aconsejó con impaciencia—. Vaya directamente a los paquetes de seis. —Y cuando le di la primera botella del embalaje, tiró nervioso de la lengüeta, se la llevó a los labios y se bebió el contenido allí mismo. Luego espiró ruidosamente y con profunda satisfacción me dijo—: Me llamo Ernie, señor. ¡Bienvenido al club!
Yo había bebido mi Moka-Koka con sensación de curiosidad. Me pareció una bebida agradable pero nada del otro mundo, así que no comprendí a qué venía tanta alharaca.
—¿A qué club se refiere? —le pregunté abriendo otra botella por comparar.
—Ha sido usted campbellizado. Hubiera debido hacerme caso —añadió con expresión virtuosa— pero ya que no lo ha hecho, dígame ¿le importa que le acompañe adonde vaya usted?
¡Pobre hombre! Me daba tanta lástima que de camino a la dirección que me había dado la agencia compartí con él el paquete de Moka-Koka: tres para cada uno. Me dio las gracias con lágrimas en los ojos pero, no obstante, del segundo paquete de seis solamente le di una.
La agencia se había portado bien conmigo. Al llegar a mi casa, me desembaracé de Ernie y me apresuré a entrar. Se trataba de un flamante bloque de apartamentos náuticos en régimen de comunidad de propietarios, acondicionados en un antiguo petrolero recién llegado del golfo Pérsico; disponía para mi exclusivo disfrute del lujo de casi treinta metros cuadrados de espacio así como derecho a cocina, y en relación con el edificio central de la agencia, su situación no podía ser mejor puesto que se hallaba atracado en el río, en Kip's Bay, en tercera línea de amarre.
Claro que el único inconveniente era el precio. Todos los ahorros que había acumulado en Venus se esfumaron con el pagó de la entrada y luego tuve que firmar una hipoteca por un plazo de tres años. Pero no podía quejarme. En Venus había servido a la agencia con eficacia y estaba seguro de que me recompensarían con un aumento, no sólo con un aumento sino con un ascenso, no sólo con un ascenso sino tal vez ¡hasta con una de las oficinas de la esquina! En conjunto, me sentía tan satisfecho de la vida, exceptuando un par de enojosas nimiedades que seguían obsesionándome, como la maldita indemnización de la que no me habían invitado a participar, que decidí disfrutar del placer de una Moka-Koka mientras contemplaba con arrobo mis nuevos dominios.
«¡A trabajar!», me dije con firmeza. Tenía mucho que hacer. Hasta que no localizaran mi equipaje, suponiendo que tal cosa llegara a ocurrir, me hacía falta ropa, alimentos y todo lo imprescindible para la vida cotidiana. Pasé, pues, el día entero de compras, acarreando paquetes al apartamento. Hacia la hora de cenar podía decirse que me hallaba ya definitivamente instalado: fotografía de G. Washington Hill sobre la cama plegable; fotografía de Fowler Schocken en el rincón donde quedaba disimulada la mesa de trabajo; la ropa en el armario, los productos de tocador en mi armarito particular, cerrado con llave, del cuarto de baño... Me llevó todo el día y resultó una tarea agotadora, porque la calefacción de mi cuarto funcionaba a todo funcionar y no descubrí forma alguna de apagarla. Abrí una Moka y me senté a reflexionar, gozando del lujoso espacio de mi vivienda y de la discreta elegancia que en ella se respiraba. El sistema de vídeo disponía de una grabación que enumeraba las instalaciones comunes, utilizables exclusivamente por los propietarios, y me dispuse a contemplar las múltiples atracciones que se ofrecían a los afortunados mortales que residíamos allí. El bloque contaba con su propia piscina privada, capaz para seis personas, así como con una pista de conducción deportiva. Tomé nota mental de apuntarme para ello en cuanto tuviera ocasión. El futuro me parecía esperanzador. Pasé de nuevo las imágenes de la piscina: litros y litros de fresquísima agua azul, profunda como hasta la altura del pecho... La mente comenzó a llenárseme de una serie de pensamientos sentimentales: Mitzi y yo bañándonos juntos en la piscina... Mitzi y yo compartiendo la gran cama plegable... Mitzi y yo... Pero aún en la hipótesis de que Mitzi decidiera compartir su existencia conmigo, con seis millones de dólares de su exclusiva propiedad lo más probable es que quisiera compartirla en una vivienda todavía más lujosa que mi apartamento náutico...