La guerra de los mercaderes (4 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

—El derecho es recíproco —le corregí.

Me sabía el contenido del tratado de memoria; ambas potencias habían acordado, con aduladora generosidad, autorizar la respectiva inspección de todas las instituciones penales, correctivas o de rehabilitación para asegurar el cumplimiento de las normas humanitarias. ¡Para lo que había servido! El «centro de readaptación» de Xeng Wangbo, que los venusianos poseían en pleno Antioasis Ecuatorial, jamás había sido inspeccionado por nosotros; ni siquiera autorizaban a nuestros diplomáticos a acercarse a las inmediaciones de la zona. Claro que tampoco lo que nosotros hacíamos dentro de la CPP era asunto suyo. La ley venusiana establecía que todo prisionero dispusiera de un camastro propio, con un mínimo de medio metro cúbico de espacio, lo cual no constituía a nuestros ojos castigo alguno. En la Tierra había infinidad de decentes consumidores, fervientes veneradores de las ventas, que jamás en su vida habían dispuesto de tanto espacio. De todos modos, era inútil discutir sobre este punto. Los inspectores venusianos de construcción y urbanismo insistieron en que edificáramos los barracones de acuerdo con esos mínimos de espacio, pero en cuanto la cárcel quedó terminada, el alcaide se limitó a cerrar al uso un par de pabellones y dispuso doblar el número de prisioneros en los restantes.

—¡Es una cuestión de elementales derechos humanos! —replicó Harriman con brusquedad. No me molesté ni en contestarle, limitándome a reírme de él en silencio, sin mencionar, porque no era preciso, el centro de Xeng Wangbo—. Muy bien —gruñó—, ¿cómo explica entonces lo de los anuncios? Varios reclusos que gozan de libertad condicional han atestiguado que violan ustedes este apartado del tratado.

Suspiré. Cada vez el mismo argumento.

—Según la sección 6-C del Acuerdo, un anuncio se define como «ofrecimiento persuasivo de bienes o servicios». En este caso, el ofrecimiento no existe, ¿no es verdad? Me explicaré: lo que resulta
inaccesible
no puede
ofrecerse
, y los
greks
saben que jamás dispondrán de tales productos. Eso forma parte del castigo que se les ha impuesto.

El resto del castigo, no nos engañemos, consistía en que se les bombardeaba constantemente con anuncios de los productos que jamás podrían alcanzar. Pero esto tampoco era de la incumbencia de los venusianos.

El instantáneo centelleo de la mirada de Harriman me advirtió que me había hecho caer en una trampa.

—Claro que —añadí retrocediendo con rapidez— hay excepciones a esta regla, pero son de tan insignificante naturaleza que casi no hace falta mencionarlas.

—Excepciones —repitió regodeándose de placer—. Sí, Tarb, hay excepciones, y muchas. Poseemos pruebas y declaraciones firmadas por nada menos que ocho reclusos que demuestran que por influencia de los anuncios, numerosos prisioneros escriben a familiares y conocidos de la Tierra solicitando varios de los productos anunciados. En concreto, existen pruebas de que por este motivo se ha introducido Boncafé, Moka-Koka y chicles de la marca Nic-O-Tin de la casa Starrzelius en paquetes de la Cruz Roja con destino a los prisioneros...

Estábamos lanzados. Abandoné toda esperanza de atrapar aquella noche el vuelo de regreso, porque sabía que la discusión se prolongaría hasta bien pasada la medianoche.

De modo que proseguimos la pelea, con muchas consultas a «notas aclaratorias», «declaraciones de principio» y «enmiendas sin prejuicio». Sabía que Harriman no hablaba en serio. Intentaba simplemente establecer una posición favorable para el regateo de lo que realmente le interesaba. No obstante, siguió discutiendo con tenacidad, hasta que le propuse cancelar por completo el envío de paquetes de la Cruz Roja, si con eso se quedaba más tranquilo. Evidentemente no le interesaba mi oferta porque me propuso un trato: olvidar el asunto de los anuncios a cambio de una reducción de la condena de alguno de sus greks predilectos.

De modo que accedí a imponer condenas simbólicas de diez días de duración a Moskowicz, McCastry, Bliven, la familia Farnell... y a Hamid, que era lo que pretendía yo desde el principio.

Una vez obtenido lo que quería, o creía que quería, Harriman se tornó un dechado de sonrisas y de hospitalidad. Insistió en invitarme a pasar la noche en el apartamento que poseía en la ciudad polar. Dormí mal, pues rechace cortésmente su ofrecimiento de tomar una o varias copas antes de acostarme; no estaba dispuesto a arriesgarme a divulgar información que indudablemente él hubiera aprovechado sin escrúpulos. Además, pasé la noche entera despertándome a intervalos a causa de la angustiosa sensación de agorafobia que produce el sentirse en un lugar excesivamente amplio. Estos venusianos están chalados; han de arrancar al planeta cada centímetro cúbico de espacio habitable y sin embargo Harriman disponía de tres habitaciones enteras para él solo, ¡y en un apartamento que no emplearía más de diez noches al año! Así pues, al día siguiente me desperté temprano y a las seis de la mañana estaba ya haciendo cola ante el mostrador de facturación del aeropuerto. Delante mío había un jovencito venusiano vestido con una de esas camisetas «patrióticas» con una leyenda escrita en el pecho que decía: «Aquí no queremos propagandistas comerciales», y otra en la espalda que proclamaba: «¡Abajo la P*BL*C*D*D*!», como si la palabra «publicidad» fuese una grosería. No quise darle la satisfacción de prestarle atención, de modo que volví la cabeza. Detrás de mí aguardaba una negra, delgada y no muy alta, cuyo rostro me pareció vagamente familiar. Me saludó con un amable: «¿Cómo está usted, señor Tarb?», y resultó ser alguien conocido, una inspectora de incendios, o algo por el estilo, de Port Kathy. Había estado varias veces en la embajada por motivos de trabajo, efectuando visitas de inspección.

En el avión, le tocó el asiento contiguo al mío. Yo, que de inmediato la había supuesto una espía venusiana, porque todos los nativos que por alguna u otra razón frecuentaban la embajada verosímilmente informaban de cuanto allí observaban, quedé sorprendido ante la franqueza y simpatía que rezumaba aquella mujer por todos los poros. No tenía nada que ver con lo pelmazos que habitualmente son los venusianos. No habló para nada de política; su conversación giró sobre un tema que me interesaba muchísimo más: Mitzi. Nos había visto a los dos juntos en la embajada, supuso que éramos amantes, cosa cierta en aquel entonces, y habló de Mitzi en los términos correctos, es decir, la calificó de guapa, inteligente y exultante de energía y vitalidad.

Mi intención era aprovechar el vuelo de regreso para dormir, pero la conservación me resultaba tan agradable que empleé todo el trayecto charlando con aquella mujer. Para cuando aterrizamos le estaba confiando todos mis proyectos e ilusiones; le conté que tenía que regresar a la Tierra solo, que hubiese querido que Mitzi cambiara de trabajo y me acompañase, que ella, por su parte, se mostraba rotundamente decidida a permanecer en Venus; le hablé de la ilusión que me hacía iniciar una relación estable y duradera, tal vez incluso casarme... establecer mi hogar en el Área Metropolitana de Nueva York, o quizá en las afueras, en la Hectárea de Reserva Forestal de Milford... tener hijos, dos probablemente... Era gracioso; cuanto más le contaba yo, más triste y pensativa se ponía ella.

Y yo ya sentía suficiente tristeza porque no creía que nada de todo eso fuese a ocurrir.

3

No obstante, al llegar a la embajada, las cosas, inesperadamente, comenzaron a tomar un cariz mucho más alegre. En primer lugar me encontré con Hay López que salía del aseo de caballeros, procedente, con toda seguridad, del escondrijo de Mitzi. No me dirigió la palabra, limitándose a lanzar un gruñido al pasar por mi lado. La expresión de su cara, hosca e irritada, colmó de gozo mis más íntimos anhelos.

Y cuando después de accionar la cadena del excusado abrí la puerta secreta que conducía a la sala de Operaciones Estratégicas, la expresión del rostro de Mitzi me llenó de similar alegría. Estaba ceñuda, introduciendo datos en sus expedientes, irradiando un malhumor de mil demonios. Lo que sucediera durante las dos noches de mi ausencia no había sido, evidentemente, un idilio.

—He logrado colocarles a Hamid —informé con orgullo mientras me inclinaba para besarla. No opuso resistencia, en absoluto, pero tampoco demostró excesivo entusiasmo. Se limitó a devolverme el beso con tibieza.

—Estaba segura de que lo conseguirías, Tenny —contestó con un suspiro. Vi que las líneas del entrecejo comenzaban a disiparse; esta vez, sin embargo, su aparición no la había causado yo—. ¿Cuándo puede ponerse en contacto para recibir órdenes?

—Bueno, la verdad es que no pude hablar directamente con él, claro, pero durante diez días estará en libertad condicional. Diría que dentro de dos semanas, a lo sumo.

Parecía muy contenta. Hizo una breve anotación y luego apartó la silla y se quedó con la mirada perdida en el vacío.

—Dos semanas —repitió pensativa—. Ojalá hubiéramos contado con él el Día del Luto Planetario. Nos hubiéramos enterado de los rumores que circulan por la ciudad. Bueno, ya habrá ocasión; hay actividad en perspectiva. El mes que viene celebran una de sus elecciones, de modo que organizarán toda clase de actos políticos y...

La silencié poniéndole un dedo en los labios.

—Lo que está en perspectiva, y muy pronto, mañana por la noche, es mi fiesta de despedida —dije—. ¿Aceptas ser mi pareja?

—¿Para tu gran noche? ¡Claro que sí! Con sumo gusto. —Su sonrisa era sincera.

—Y a lo mejor mañana te tomas el día libre y podemos hacer algo juntos.

Leve sombra amenazando con la reaparición de las líneas del ceño.

—Mira, la verdad es que estos días estoy ocupadísima, Tenn...

Decidí correr el riesgo y aventuré:

—No será con Hay López, ¿verdad?

Líneas del ceño profundas y echando chispas.

—¡Ni hablar! —declaró con sorda y peligrosa exclamación—. ¡Nadie va a lograr tratarme como él pretende! ¿Qué se habrá creído? ¡Igual se figura que le pertenezco!

Conservé la suave y comprensiva expresión de mi rostro aunque por dentro me desternillaba de risa.

—¿Y lo de mañana? —pregunté.

—¿Y por qué no? Podríamos ir quizá, no sé, al Parque de Russian Hills. Bueno, ya se nos ocurrirá algo. —Se inclinó hacia adelante y me dio un pellizquito en la mejilla—. Si mañana me tomo el día libre, hoy tengo que adelantar trabajo, Tenn, de modo que lárgate.

Pero me lo dijo con cariño.

Descubrí con sorpresa que Mitzi hablaba en serio al proponer que visitáramos la antigua astronave rusa Venera, y decidí complacer su capricho. Supongo que, en cierto modo, marcharme de Venus sin haber visto uno de sus más famosos monumentos arqueológicos hubiese sido una lástima, de manera que salimos de la embajada y tomamos un electrotrén que nos condujo a la estación de tranvías antes de que las calles comenzasen a embotellarse.

En las inmediaciones de sus principales ciudades los venusianos han conseguido que crezca un poco de hierba, algunos matorrales y unos pocos plumeros enclenques y larguiruchos que ellos llaman árboles; todos estos ejemplares botánicos son resultado, por supuesto, de especies nuevas, creadas por la ingeniería genética; no son espectaculares pero forman unas pocas manchas de verde dispersas aquí y allá: Sin embargo, el Parque de Russian Hills no ha sufrido modificación alguna. Expresamente.

¿Quieren ustedes saber hasta dónde llega la chifladura de los venusianos? Una simple anécdota bastará para ilustrarlo. Verán: los venusianos poseen un planeta enorme, con una superficie cinco veces superior a la de la Tierra porque todavía no se han formado los océanos. Para convertirlo en un paraje más o menos decente, hace más de cuarenta años que se rompen los cuernos tratando de conseguir que crezcan algunas plantas. Esta tarea resulta endiabladamente difícil a causa de las peculiares características de Venus, y las plantas, francamente, medran poco. En primer lugar, casi no hay luz suficiente; segundo, apenas si existe una gota de agua; tercero, hace demasiado calor, de modo que conseguir que crezca algo requiere toda clase de brujerías tecnológicas y un sinfín de ímprobos esfuerzos. Lo primero que tuvieron que hacer fue lanzar bombas nucleares en diversas fallas tectónicas para provocar la aparición de volcanes, es decir, permitir que emergiera a la superficie el vapor de agua contenido en el núcleo, pues así es, según dicen, como apareció el agua en la Tierra hace miles de millones de años. En segundo lugar, tuvieron que cubrir los volcanes para recoger el vapor de agua que de ellos surgía. En tercer lugar, tuvieron que ingeniar un procedimiento que crease el frío suficiente para condensar el vapor y convertirlo en líquido; para eso sirve el extremo frío de los tubos de Hilsch, visibles en todas las montañas de Venus; son como una especie de grandes artefactos parecidos a flautines de un solo orificio, cuyo extremo caliente expele a la atmósfera gases que se pierden en el espacio, mientras que el extremo frío proporciona agua fresca a las ciudades, proceso que genera al mismo tiempo una cierta cantidad de electricidad. En cuarto lugar, tienen que conducir ese chorrito de agua a los lugares donde se encuentran las plantaciones, y dichas conducciones han de ser forzosamente subterráneas para que el agua no hierva y se evapore en los primeros diez metros de recorrido. En quinto lugar, han tenido que crear, mediante procesos de ingeniería genética, especies botánicas especiales capaces de absorber el agua con mucha rapidez porque de lo contrario el terreno se reseca... Es un milagro que consigan llevar todo esto a cabo, sobre todo teniendo en cuenta que no disponen de excesiva mano de obra para dedicarla a grandes proyectos. En Venus habrá en total una población de unos ochocientos mil habitantes.

Y sin embargo, y esto es lo más curioso, si se va en tranvía al Parque de Russian Hills, lo primero que se ve al entrar en el recinto es a un equipo de seis hombres provistos de herramientas y herbicidas que trabajan de sol a sol arrancando hasta la más diminuta brizna de verde que aparece ante sus ojos.

¿Locura? Claro está que es una locura. Es la demencia de los venusianos llevada hasta su más lunática conclusión: los conservaduristas quieren mantener el paisaje que rodea al Venera exactamente igual que estaba cuando la astronave aterrizó.

De todos modos, esta chaladura no es tan sorprendente como parece. Es lo que le decía yo a Mitzi mientras avanzábamos traqueteando por las vías:

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