La guerra de los mercaderes (2 page)

Read La guerra de los mercaderes Online

Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

Me apoyé en el respaldo del asiento y crucé las piernas mientras paladeaba la bebida.

—Podrías decir algo un poco más lisonjero —insinué.

Los ojos azules se entrecerraron de modo alarmante, pero con pasmosa docilidad Mitzi replicó:

—Hiciste un buen trabajo con ella, Tenny.

—Quizá incluso más que eso —insistí—. Podrías decir algo así como: «Hiciste un buen trabajo con esa pelma, Tenny querido» y luego «¿por qué no reanudamos lo nuestro?»

Los ojos entrecerrados se convirtieron en una mirada ceñuda, saturada de dureza y seriedad.

—Mira, Tenny, lo nuestro fue estupendo, pero ha terminado. Yo estoy aquí acumulando méritos para ascender y tú estás a punto de marcharte, de modo que no hay nada que hacer.

No tuve el sentido común suficiente para dejar de insistir.

—Todavía queda una semana —indiqué, provocando un estallido de furia.

—¡Basta ya, maldita sea!

Me callé y me puse a maldecir en mi interior. Maldije en especial a Hay López —Jesús María López, en los documentos oficiales— que ni era tan atractivo como yo ni tan inolvidable en la cama, o al menos así lo esperaba, pero que poseía sobre mí una valiosa ventaja: Hay López se quedaba y yo me marchaba, de modo que Mitzi pensaba en el mañana.

—A veces eres un latazo, Tenny —protestó.

La mirada ceñuda no se suavizaba. Cuando Mitzi fruncía el ceño, no había posibilidad de equívoco. Aun antes de fruncir el ceño, cuando las nubes de tormenta se acumulaban en el horizonte, se veían claramente esas nubes, dos delgadas líneas verticales que surgían encima de la nariz, entre dos cejas finas como trazos de lápiz. Querían decir:
¡Cuidado! ¡Se avecina tormenta!
, y luego los ojos azules se tornaban gélidos y empezaban a centellear descargando relámpagos...

Aunque no siempre era así. Esta vez no lo fue.

—Tenny —me dijo relajándose un poco—, tengo una idea para esa mujer. ¿Tú crees que podríamos conseguir introducirla en la red de espionaje venusiano?

—¿Para qué tanta molestia? —gruñí.

Los venusianos no poseían suficiente inteligencia para ser espías. Eran pura escoria. La mitad de los chalados conservaduristas que habían emigrado a Venus iban a desear fervientemente, al cabo de los seis primeros meses de estancia, no haber puesto los pies en este planeta, y de esos, más o menos la mitad suplicarían que se les permitiese regresar a la Tierra. Yo era el encargado de comunicarles que sus plegarias no iban a escucharse; mi puesto en la embajada era el de subdirector de servicios consulares. Mitzi era quien poco después los recogía para convertirlos en agentes subversivos nuestros. Su cargo oficial era el de directora asociada de relaciones culturales, pero la principal relación cultural que mantenía con los venusianos era una bomba depositada en un armario de la consigna de un aeropuerto o un incendio provocado en un almacén. Antes o después, los venusianos acabarían por comprender que no podían derrotar a un planeta poblado por cuarenta mil millones de habitantes, aunque se hallara a mucha distancia en el espacio. Y entonces caerían de rodillas, rogando ser nuevamente admitidos en la próspera comunidad del mundo civilizado. Entretanto, la tarea de Mitzi consistía en impedir que se quedaran tan frescos, o para ser más exactos, considerando el tórrido infierno que era su planeta, tan acalorados. ¿Espías? Pocas dificultades nos causarían los espías venusianos.

—¿Cómo dices? —pregunté repentinamente consciente de que Mitzi seguía hablando.

—Están tramando algo, Tenny —declaró—. La última vez que estuve en Port Kathy, la habitación de mi hotel fue registrada.

—Imaginaciones —repliqué con decisión—. Oye, ¿qué podríamos hacer los pocos días que me quedan de estar aquí?

Las líneas gemelas que aparecían sobre la nariz de Mitzi quisieron volverse a formar pero se desvanecieron.

—No sé —contestó—. ¿A ti qué se te ocurre?

—Un viajecito —propuse—. El transbordador espacial está en la CPP, y como tengo que ir allí para el canje de prisioneros, he pensado que a lo mejor querrías acompañarme.

—¡Tenny, por Dios, qué idea tan absurda! ¿Para qué habría de ir a ese sitió?— Era cierto que la Colonia Penal Polar no era una de las principales atracciones turísticas de Venus, aunque hay que decir que, siendo Venus como es, ningún punto del planeta merece los calificativos ni de atractivo ni de turístico—. Además, el transbordador viene luego aquí, y yo estaré hasta las orejas de trabajo. Gracias, pero no —y como vacilando añadió—: De todos modos es una lástima que no hayas visto el verdadero Venus.

—¿El verdadero Venus?

Esta vez me tocaba a mí mofarme. El calor del verdadero Venus lograría derretir los empastes de las muelas de cualquiera que se arriesgara a exponerse a sus efectos; incluso en las inmediaciones de las ciudades, donde se ha producido una notable alteración climatológica, la temperatura sigue siendo insoportable y el aire que se respira fuera de los recintos es una mezcla de gases venenosos. ¿Quieren ustedes saber cómo es el auténtico Venus? Asómense a unos altos hornos con el fuego ya apagado pero tan calientes aún que las paredes no puedan tocarse porque abrasan, y tendrán una idea aproximada de lo que intento expresar.

—No me refiero a las comarcas yermas —replicó ella con acritud—. ¿Qué me dices del Parque de Russian Hills? Nunca has ido a ver la astronave Venera, y eso que sólo está a una hora de camino. No estaría mal ir allí a pasar el día juntos.

—¡Estupendo! —exclamé. Se me ocurrían mil mejores maneras de pasar el día juntos, pero estaba dispuesto a aceptar cualquier proposición—. ¿Vamos hoy?

—¡Tenny, demonios! ¿Dónde tienes la cabeza? Hoy los venusianos conmemoran el Día del Luto Planetario. Todas las diversiones estarán cerradas.

—¿Cuándo, pues? —insistí sin obtener de ella más que un displicente encogimiento de hombros. Como no quería que volviesen a aparecer las líneas del entrecejo, cambié de tema preguntándole—: ¿Qué vas a proponerle?

—¿A quién? —replicó un tanto desconcertada—. Ah, te refieres a la renegada. Lo de costumbre, me figuro. Lograré que nos dedique cinco años como agente y luego la repatriaremos, pero sólo si ha realizado un buen trabajo.

—Quizás no sea preciso que ofrezcas tanto —dije—. La estuve observando con detenimiento y se halla en excelente estado para obtener de ella lo que se quiera. —¿Y si sólo le concedes el privilegio de acudir a los almacenes del ejército una vez al mes? En cuanto pise el umbral del almacén y consiga unos cuantos productos terrestres de marcas conocidas, hará lo que le ordenes.

Mitzi Ku terminó su bebida y depositó el vaso en la bandeja, contemplándome al mismo tiempo de un modo bastante peculiar.

—Tenny —me dijo medio riéndose, medio agitando la cabeza—, la verdad es que, cuando te hayas ido, te voy a echar mucho de menos. ¿Sabes lo que pienso a veces, por ejemplo cuando tardo un rato en dormirme? Pienso que tal vez, contemplado desde cierta perspectiva, lo que yo hago, es decir, convertir a ciudadanos normales y corrientes en espías y saboteadores, no es ético...

—¡Cuidadito, cuidadito! —le advertí—. Hay cosas que no deben decirse ni en broma. —Ella levantó la mano, como exigiendo el derecho a continuar.

—Pero luego te miro a ti —añadió— y veo que, en cierto modo, comparada contigo, yo soy prácticamente una santa. Y ahora, lárgate y déjame trabajar, ¿quieres?

Y eso hice, preguntándome si había salido ganando o perdiendo con aquella pequeña conversación. Pero al menos habíamos concretado una cita y me rondaba por la cabeza una idea para mejorarla.

El Día del Luto Planetario era una de las más desagradables festividades venusianas. Conmemoraba el aniversario de la muerte de aquel canalla, Mitchell Courtenay. No es preciso señalar que el personal auxiliar de las oficinas y los porteros y bedeles tenían el día libre, por lo cual tuve que ir a buscarme mi sucedáneo de café y subírmelo a la sala del segundo piso. Desde ahí contemplé a placer las «celebraciones» que se llevaban a cabo fuera de la embajada.

El venusiano medio es un troglodita, es decir, un habitante de las cavernas, lo cual significa que, por muchos tubos de Hilsch que hayan instalado, lejos están de poder respirar los repugnantes gases que contaminan el aire. Reconozco que en ese sentido han hecho progresos. Si se desea, se puede salir al exterior provisto de un traje aislante y botellas de oxígeno, sobre todo en los suburbios que rodean las ciudades, aunque a mí, personalmente, pocas veces me apetecía tal cosa. No obstante, como incluso en esas zonas el aire sigue siendo venenoso, los venusianos eligieron los valles más profundos y escarpados de la anfractuosa superficie del planeta y los protegieron cubriéndolos con techumbres. Alargada, estrecha y serpenteante, la ciudad media venusiana es lo que Mitzi llama una «guarida de anguilas». Pero eso no quiere decir que la ciudad media venusiana se acerque ni de lejos a lo que nosotros consideramos una verdadera ciudad. La mayor de ellas contará a lo sumo con una miserable población de cien mil habitantes, y eso sólo en épocas en que se halla invadida por turistas que acuden a celebrar una de sus ridículas festividades nacionales. ¿Puede imaginarse algo más absurdo que venerar la memoria del traidor Mitch Courtenay? Claro que los venusianos no conocen los detalles de la verdadera historia de Mitch Courtenay como los conozco yo. El padre de mi abuela se llamaba Hamilton Harns y era vicepresidente y fundador de Fowler Schocken y Asociados, la mismísima agencia que Courtenay traicionó mancillando su buen nombre. Cuando yo era pequeño, mi abuela me contaba que su padre descubrió inmediatamente las verdaderas intenciones de Courtenay, a quien calificaba de elemento subversivo; Courtenay llegó incluso a despedirle, junto con un puñado de leales y eficaces ejecutivos de la sucursal de San Diego, para encubrir su propia perfidia. Los venusianos, claro está, han perdido de tal forma el juicio, que definen ese episodio como una victoria en pro del derecho y la justicia.

La embajada tiene su sede en el montículo principal de la ciudad, O'Shea Boulevard, y como era de esperar en un día como éste, los venusianos se entregaban sin reservas a su deporte predilecto: las manifestaciones. Veíanse una multitud de pancartas proclamando: «¡Abajo la Publicidad!», «¡Terrestres fuera de aquí!» Lo de costumbre. Me hizo mucha gracia ver aparecer a la mujer que había entrevistado esa mañana, contemplarla arrebatar una pancarta a un individuo alto, pelirrojo y de ojos verdes, y ponerse a gritar insultos y vituperios ante las puertas de la embajada. Todo se desarrollaba según lo previsto. El enardecimiento de la mujer se hallaba en fase de aumento pero cuando decreciera, quedaría debilitada y se mostraría incapaz de resistir.

La sala comenzó a llenarse de altos cargos y personal directivo llegado para asistir a la sesión de trabajo de las once. Uno de los primeros en llegar fue mi compañero de habitación y rival, Hay López.

Le recibí poniéndome de pie de un salto y ofreciéndole una taza de sucedáneo de café, gestos a los que correspondió con una mirada de suspicacia. Hay y yo no éramos amigos. Compartíamos una habitación de dos literas, en la que yo ocupaba la superior. Existían un sinfín de razones para que nos tuviéramos antipatía. Me imagino muy bien lo que debió sentir todos esos meses oyéndonos a Mitzi y a mí instalados en la litera de arriba. Decir imaginar es por mi parte pura redundancia, puesto que desde hacía ya algún tiempo sabía perfectamente qué era oír lo que ocurría en la litera de abajo.

Por fortuna sabía bien cómo tratar a Hay López, ya que contaba con un baldón en su expediente: cierta falta cometida siendo director adjunto para los medios de comunicación en la agencia para la que trabajaba. Pasó casi un año de castigo destinado a servicios militares, en misión de reserva, encomendándosele la tarea de elevar el nivel de consumo de los esquimales de Port Barrow a índices civilizados. Yo ignoraba con exactitud la naturaleza de la falta que Hay había cometido, pero eso Hay no lo sabía, por lo cual un par de juiciosas alusiones lo habían mantenido en estado de constante tensión. La verdad es que se le notaba permanentemente asustado y en su ansia por borrar aquella mancha trabajaba más que cualquier otro miembro del personal de la embajada. Lo que evidentemente no deseaba repetir era un nuevo destino en el Círculo Polar Ártico; después de los icebergs y la tundra, era el único en no quejarse del atroz clima venusiano.

—Hay —le dije—, voy a echar todo esto de menos cuando regrese a la agencia.

Mi comentario intensificó la suspicacia de su mirada porque sabía que mis palabras eran mentira. Lo que no sabía era por qué razón mentía yo.

—Aquí también te encontraremos a faltar, Tenny —contestó él mintiendo a su vez—. ¿Tienes idea del puesto que van a asignarte?

Ese era el resquicio que yo había estado aguardando.

—Creo que optaré por presentarme para el Departamento de Personal —mentí—. Es natural, ¿no te parece? Supongo que estarán deseosos de contar con ejecutivos dinámicos que hayan trabajado aquí, en Venus... Oye —añadí como cayendo de pronto en la cuenta—, no me había fijado en que Mitzi, tú y yo pertenecemos a la misma agencia. Vaya, presentaré un buen informe sobre vosotros, no lo dudes. Competentes y eficaces al máximo ambos.

Si López hubiese reflexionado sobre el sentido de mis palabras, hubiese comprendido de inmediato que el último Departamento al que optaría —o me asignarían— sería el de Personal, porque yo tenía formación y experiencia en producción y redacción de textos publicitarios. Pero yo sólo dije que Hay era muy trabajador; nunca afirmé que fuese inteligente. Y antes de que se diese cuenta de lo que ocurría, ya le había arrancado la promesa de realizar en mi lugar el detestado viaje a la Colonia Penal Polar, «para empezar a familiarizarte por si al marcharme yo te asignan esa tarea». Le dejé meditando el asunto y me uní a una conversación que giraba en torno a las marcas de coches disponibles en la Tierra.

La embajada contaba con una nómina de ciento ocho personas. Los venusianos insistían en que debíamos reducir el personal a la mitad, pero el embajador hacía oídos sordos a tal pretensión. Sabía muy bien cuál era la misión de los sesenta funcionarios sobrantes, cosa que, por otra parte, los venusianos tampoco ignoraban. Yo ocupaba, más o menos, el décimo o undécimo puesto en la escala jerárquica, tanto a causa de mis tareas consulares como por el cometido secundario que desempeñaba en calidad de jefe de la Sección de Moral, que consistía en seleccionar los anuncios comerciales para el circuito cerrado de televisión de la embajada, así como vigilar a los ciento siete miembros restantes para impedir cualquier tipo de desviación de índole conservadurista. Esta tarea, sin embargo, no me ocupaba con exceso; constituíamos, en verdad, un grupo de probada lealtad y altamente seleccionado. Más de la mitad del personal de la embajada éramos antiguos empleados de grandes agencias, y hasta los consumidores constituían un respetable bastión para ser lo que eran, consumidores. Si algo destacaba era, en todo caso, la excesiva lealtad de los miembros más jóvenes cuyas firmes convicciones habían provocado algún que otro incidente. Pocas semanas antes, una pareja de guardias que habían ingerido una exagerada cantidad de alcohol comenzaron a lanzar con sus armas de mano resonantes anuncios visuales a tres nativos. A los venusianos el episodio no les hizo ninguna gracia y tuvimos que recluir bajo arresto domiciliario a los tres guardias que podrían sufrir una eventual deportación. No se hallaban presentes, por supuesto; a la sesión de las once asistíamos exclusivamente los veinte o veinticinco que ostentábamos puestos de responsabilidad en la embajada. Me aseguré de que a mi lado hubiese un asiento vacío para Mitzi, que llegó tarde, como de costumbre; lanzó una mirada a Hay López, taciturno junto a una ventana y, encogiéndose de hombros, se sentó y se unió a la conversación.

Other books

Dark Revelations by Swierczynski, Duane, Zuiker, Anthony E.
Then Comes Marriage by Emily Goodwin
The Deliverance of Evil by Roberto Costantini
The Borrowed Boyfriend by Ginny Baird
Coming into the End Zone by Doris Grumbach
Seven Wonders Journals by Peter Lerangis
Death at the Day Lily Cafe by Wendy Sand Eckel
PackRescue by Gwen Campbell
Daniel Martin by John Fowles