La guerra de los mercaderes (5 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

—Si los venusianos no estuvieran mal de la cabeza, de entrada ya no se hubieran marchado de la Tierra. ¡Fíjate en qué covachas viven!

Atravesábamos en aquel momento unos barrios techados que se consideraban zonas residenciales de categoría pero que aparecían sembrados de viviendas de conglomerados de plástico rodeadas de hierbajos. Ya podían haber arrancado aquellos cuatro matorrales y haber cubierto el suelo con una alfombra de césped artificial marca Astro-Turf.

De pronto caí en la cuenta de que quizá había hecho mis comentarios en voz demasiado alta, porque los restantes pasajeros, todos venusianos, volvían la cabeza para mirarme. Puedo asegurar que la cosa no tenía nada de agradable. Los venusianos son casi todos monstruosamente altos, más altos incluso que Mitzi, y se sienten muy orgullosos de la palidez nacarada de su piel que recuerda a la del vientre de un pescado. Eso es porque tienen poco sol, claro, pero podrían broncearse con lámparas de rayos ultravioleta como hacemos todos, hasta la propia Mitzi, que no necesita tomar el sol con esa piel de bronce aterciopelado que tiene de natural.

—¡Ojo con lo que dices! —murmuró Mitzi nerviosa.

La familia venusiana que iba sentada delante de nosotros, compuesta por papá, mamá y cuatro niños —¡sí, cuatro niños!— volvían la cabeza para contemplarnos con una expresión muy poco cordial. Los habitantes de Venus no nos tiene simpatía; nos consideran, como los campesinos a los hombres de ciudad, taimados y embaucadores, sin más propósito que el de timarles, opinión totalmente ridícula porque no tienen nada que merezca la pena timar. Si nos interesan sus asuntos, es exclusivamente en bien de ellos mismos, pero no son lo bastante inteligentes para comprender esto.

Por suerte acabábamos de entrar en el túnel que atraviesa las montañas que rodean el Parque de Russian Hills, y la gente empezó a prepararse para bajar. En el momento en que me levantaba del asiento, Mitzi me dio un suave codazo indicándome a un altísimo venusiano, pelirrojo y con unos ojos verdes que acentuaban aún más la fea blancura de su piel, que me miraba de modo siniestro. Comprendí la insinuación de Mitzi y tras dedicar a aquel monstruo mi más afable sonrisa de excusa por mis impertinentes comentarios, salí escabulléndome detrás de él. Me detuve a comprar un folleto de recuerdo mientras Mitzi, a mis espaldas, seguía con la mirada a aquel sujeto de cabeza de semáforo.

—Fíjate —le dije a Mitzi abriendo el folleto, sin que ella prestase atención a lo que yo le mostraba.

—¿Sabes una cosa? —replicó—. Creo que a este individuo lo he visto en alguna parte. Sí, anteayer, en la manifestación.

—¡Vamos, Mitzi! Habría reunidos por lo menos quinientos venusianos.

Era cierto. Quinientos o tal vez más se habían congregado aquel día; hubiera jurado que la mitad de la población del planeta se manifestaba en silencio ante las verjas de la embajada enarbolando sus estúpidas pancartas: «¡Abajo con la Publicidad!» «¡Fuera de aquí, sanguijuelas!» Con absoluta sinceridad, menos me importaban los piquetes y las manifestaciones que la lamentable falta de profesionalidad e ingenio de sus redactores de eslógans.

—Están locos —declaré con críptico comentario que no quería decir «locos» porque creyeran que empleábamos con ellos técnicas publicitarias sino «locos» porque tal cosa les molestase... como si fuera posible que, presentándosenos la oportunidad de hacerlo, la desaprovecháramos.

También usé ese adjetivo aludiendo al contexto específico de su incompetencia para la redacción de textos publicitarios, y eso era lo que quería enseñarle a Mitzi. Lancé una mirada a mi alrededor abarcando el ruidoso recinto de la estación en la que, con trepidante traqueteo, un tranvía se disponía a emprender el trayecto de regreso a Port Kathy; no habiendo venusianos en las proximidades, abrí el folleto en la página señalada con el título
Instalaciones-Bares y Restaurantes
y tras advertir a Mitzi con un asombrado: «Escucha esto», leí:

Si por algún motivo no desea usted traerse de casa la comida al visitar el Parque de Russian Hills, en la Cafetería Venera hallará bocadillos y alimentos sencillos, del tipo hamburguesas, perritos calientes y emparedados de soja. Todos llevan el sello de la inspección del Servicio Planetario de Sanidad pero hemos de advertir que son de calidad mediocre. La Cafetería pone también a disposición del público cerveza y refrescos, por un precio aproximadamente doble de lo que cuestan esos mismos productos en la ciudad.

—Desastroso —comenté.

—Por lo menos son honrados —replicó ella distraída.

Enarqué las cejas estupefacto. ¿Qué tenía que ver la honradez con el hecho de promocionar unos productos? ¡Qué ridiculez! ¡Este centro turístico constituía el paraíso de cualquier técnico publicitario! En primer lugar, existía una masa de visitantes que eran los destinatarios específicos de la publicidad; segundo, el lugar ofrecía un tema concreto, susceptible de ser desarrollado en una múltiple campaña; y tercero, y lo más importante de todo, los virtuales clientes llegaban con ánimo festivo, es decir, dispuestos a gastar y comprar lo que fuese. Todo lo que había que hacer era explotar el ambiente ruso, llamando a los perritos calientes «Auténticas salchichas de Odessa» y a las hamburguesas «Lonchas de picadillo a la Komsomol», y proporcionar así una excusa para comprar, v en cambio lo que se les ocurría era convencer a los clientes de no gastar un céntimo. Los consumidores jamás confían obtener lo que promete la publicidad: lo único que quieren es disfrutar de ese fugaz instante de ilusión antes de que del colchón «de los más dulces sueños» salte un muelle que se les clave en los riñones o de que «el burbujeante refresco tropical elaborado con el jugoso zumo de frutos exóticos» resulte que sabe a alquitrán.

—Bueno —concluí—, ya que hemos venido hasta tan lejos, vayamos a ver esa maldita antigualla de vehículo espacial.

Venus era como planeta una auténtica calamidad: el aire era venenoso y había demasiado, de manera que la presión era espantosa, y el calor evaporaba todo lo evaporable. Al llegar la primera astronave terrestre no crecía en su superficie nada digno de mención y cincuenta años de colonización humana no había mejorado el paisaje sino era tornándolo microscópicamente menos horrendo. Las tentativas venusianas por convertir la atmósfera del planeta en algo humanamente respirable no habían tocado aún a su fin pero habían avanzado lo suficiente como para poder circular por algunos sectores sin necesidad de protegerse con trajes presurizados... si bien seguía siendo necesario cargar con una botella de oxigeno a la espalda, puesto que ese elemento escaseaba.

Esta zona, llamada el «Parque Planetario Venera-Russian Hills», tal como indicaba el cartel de la parada del tranvía, no era en realidad mucho peor que el resto del planeta, pese a lo orgullosos que se sentían los conservaduristas venusianos por haber mantenido intacta su «yerma aridez». Contemplé el paisaje por la ventana y sentí morir todo deseo de acercarme a él.

—¿Vamos, Tenn? —me dijo Mitzi.

—¿Estás segura de que quieres ir?

El interior de la estación era de por sí desagradable, con el estrépito de los tranvías y el alboroto de los niños venusianos, pero salir al exterior significaba adoptar una serie de medidas infinitamente más incómodas; habría que ponerse las máscaras de oxígeno, respirar a través de unos tubos y soportar más calor del que hacía en los hornos interiores donde los venusianos parecían encontrarse tan a gusto.

—¿Por qué no tomamos algo antes? —propuse divisando la cafetería.

Bajo el cartel que anunciaba «Sugerencias del Chef», alguien había escrito con tiza: «No prueben el revoltillo.»

—¡Por Dios, Tenny! Con lo que detestas tú la comida venusiana. Voy a buscar las botellas y las máscaras.

Cuando no hay alternativa, adelante sin reservas; ése es el lema de los Tarb que ha sido muy útil a la familia, puesto que todos hemos ejercido la publicidad como profesión desde los heroicos tiempos de Madison Avenue y el anuncio radiofónico de Pepsi-Cola. De modo que me coloqué la botella en la espalda, ajusté las correas, me puse la máscara, introduje el tubo en la boca y con una voz que todo aquel equipo convertía en un murmullo proclamé:

—¡Andando hacia el valle de la muerte!

Mitzi no manifestó el menor regocijo. Había estado todo el día mustia y taciturna, supuse que a causa de mi próxima partida. Le di, pues, una cariñosa palmadita en el hombro y enfilamos el pedregoso camino que conducía al Venera.

La astronave Venera es una especie de bola de metal mate, erizada de platillos y barras puntiagudas, de tamaño aproximado al de un taxi-triciclo, y que se encuentra en bastante mal estado. Hubo un momento en que, colocada en el extremo de un cohete, despegó de las nevadas llanuras de Tyuratam y tras cruzar cientos de millones de kilómetros por el espacio convertida en una llameante esfera aterrizó en la abrasadora superficie de Venus. Su llegada debió ser todo un espectáculo pero está de más decir que no había nadie para contemplarlo. Después del coste y del esfuerzo que supuso su lanzamiento, tuvo una vida efectiva de unas dos horas de duración. Bastaron para que transmitiese por radio algunos datos relativos a la temperatura y presión del planeta y enviase unas pocas fotografías desenfocadas y borrosas, de las rocas sobre las cuales se había posado. En eso consistió toda su carrera; luego los gases venenosos penetraron por los intersticios de la carcasa destruyendo los circuitos, contacto y sofisticados aparatos que albergaba en su interior. Supongo que hay que decir que el Venera constituyó un éxito espectacular para aquella época pretecnológica. Los brumosos ojos grises de sus cámaras fotográficas captaron las primeras imágenes de la superficie de Venus y las transmitieron por vez primera a la humanidad, por lo cual, cuando los venusianos emigraron y se instalaron en esta su nueva patria, lo normal, me parece a mí, hubiese sido que celebrasen la hazaña de la vieja astronave como un verdadero triunfo. Pues nada de eso. El motivo de que los venusianos hayan organizado tanta alharaca a causa de esa deteriorada bola de chatarra es un elemento más de su indescriptible peculiaridad. Me explicaré. En aquellos tiempos los rusos eran lo que se denominaba soviéticos. He de confesar que no estoy absolutamente seguro de lo que quiere decir soviético; siempre los confundo con los estructuralistas y los gibelinos, pero en cambio lo que sí sé es que no creían, aunque parezca imposible, en los beneficios económicos. Sí, han leído ustedes bien: beneficios económicos. No creían en un sistema basado en el lucro y las ganancias y, claro, por lo que respecta a la asalariada de los beneficios económicos, es decir, la publicidad, sencillamente no la utilizaban, carecían de ella. Comprendo que tal afirmación ha de causar enorme extrañeza, y de hecho cuando dábamos historia en la universidad, yo, que no podía creerlo, me tomé la molestia de comprobarlo. Es absolutamente cierto: salvo ciertas insignificancias, como carteles eléctricos proclamando a bombo y platillo el aumento de los índices de la producción de acero y unos sosos anuncios televisivos rogando a los obreros que no se emborracharan durante la jornada de trabajo en las fábricas, la publicidad en la Rusia soviética no existía. Era una situación parecida a la adoptada actualmente por los venusianos, quienes por esta razón han convertido en reliquia sacrosanta a esas dos toneladas de inservible metal. La gran diferencia entre los venusianos y los rusos es que al cabo de cierto tiempo estos últimos comprendieron que habían hecho el tonto e ingresaron en la libre hermandad de pueblos amantes del lucro, mientras que los venusianos se empeñaban por todos los medios en avanzar en la dirección opuesta.

Tras una hora de ardua ascensión que nos condujo a la cumbre donde se hallaba el Venera, empecé a hartarme de la excursión. El lugar estaba atestado de turistas venusianos y además ya no podía más de tanto tener que respirar por el tubito, como si estuviera bebiendo un refresco con una paja. De modo que mientras Mitzi estaba inclinada, moviendo los labios al tratar de descifrar la inscripción en alfabeto cirílico que ostentaba la astronave en una placa, alargué la mano hacia la válvula de seguridad de mi tanque de oxígeno y la desenrosqué con discreción. Emitió un agudo silbido al tiempo que me producía un violento acceso de tos, circunstancias ambas que pasaron desapercibidas porque el ruido de los tubos de Hilsch instalado en las colinas que nos rodeaban sofocaba todos los sonidos de menor intensidad. Entonces propiné a Mitzi un suave codazo.

—¡Maldita sea, mira esto! —exclamé mostrándole el indicador de mi tanque de oxígeno. La aguja estaba en el amarillo rozando la zona roja de peligro; me había excedido un poco al manipularla—. ¡Condenados venusianos, me han dado un tanque medio vacío! Qué lástima —añadí con voz rebosante de resignación—, no me queda más remedio que regresar a la estación. Lo siento, pero quizá lo mejor sea volver a casa.

Mitzi me miró con extrañeza. No dijo una palabra, limitándose a dar media vuelta e iniciar el camino de descenso. Yo estaba completamente seguro de que ella había comprobado el indicador del depósito de oxígeno antes de pagar la tarifa estipulada, pero no es probable que recordase con absoluta certeza haber hecho tal cosa. Para suavizar el episodio, cuando bajábamos, me puse a su lado y sacándome el tubo de la boca le sugerí:

—¿Qué te parece tomar una copa en la cafetería antes de coger el tranvía?

Es verdad que no soporto la comida venusiana; debe ser a causa del alto índice de CO2 de la atmósfera que hace que todos los productos crezcan con mucha rapidez, aparte de que los venusianos lo comen todo fresco, de modo que encuentro a faltar el típico sabor del congelado. Pero el alcohol es el alcohol en cualquier punto de la galaxia, y por otra parte, dieciocho meses de salir con Mitzi me habían enseñado que se mostraba mucho más simpática tras ingerir un par de copas. Mi sugerencia le pareció una idea magnífica, por lo cual, después de haber devuelto las máscaras de oxígeno, convenciéndola de que no organizara un escándalo por el escaso contenido de mi botella, nos dirigimos hacia las escaleras que conducían a la cafetería.

La estación de tranvías era una construcción típicamente venusiana que en la Tierra no hubiera satisfecho los requisitos mínimos exigidos por los consumidores para un establecimiento público: ni una sola máquina expendedora, ni un solo juego electrónico, ni un solo cartel educativo anunciando los productos y servicios más recientes. Estaba enteramente excavada en la roca y todo cuanto habían hecho para decorarla era adecentar las paredes con unas manos de pintura y plantar aquí y allá algunas flores. Las vías del tranvía entraban por un túnel situado en uno de los extremos en torno al cual se habían construido los andenes, salas de espera y demás instalaciones necesarias. Como no habían querido estropear la Belleza Natural —ambas cosas con mayúscula, claro— del parque, habían decidido disimular la estación construyéndola en el interior le la colina.

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