—
Tarb
. —Esta vez no hubo en su voz ni veneno, ni silbido, ni cólera siquiera. Era tan sólo una gélida advertencia. Lanzó una mirada a su alrededor para asegurarse que nadie me hubiese oído. La verdad es que yo no hubiera debido pronunciar aquellas palabras habiendo venusianos en el interior de la embajada; era la Regla Número Uno. Trataba yo de excusar mi conducta cuando ella levantó la mano—. Mitzi Ku no ha muerto —me dijo—. La han operado. La he visto yo misma en el hospital hace hora y media. Estaba aún bajo los efectos de la anestesia, pero el pronóstico es tranquilizador. Si hubieran querido matarla, lo hubieran hecho en el quirófano y no nos hubiéramos ni enterado. Y no ha sido así.
—De todos modos...
—Ve a acostarte, Tarb. Las contusiones que has sufrido son más serias de lo que en un principio imaginábamos. —No permitió que la interrumpiera, limitándose a señalar hacia la zona de aposentos privados—. Ahora mismo. Yo tengo que regresar junto a mis invitados, después de pasar por mi despacho a añadir un par de notas en una hoja de servicios. La tuya. —Y se quedó de pie, esperando a que yo desapareciera de su vista.
Fue mi última visión de la encargada de negocios y casi lo último que vi de cualquier cosa durante un considerable período —dos años y pico—, porque a la mañana siguiente, dos guardias de la embajada me sacaron de la cama, me metieron en un vehículo, me condujeron a toda prisa al aeropuerto y me embarcaron en un transbordador. Al cabo de tres horas me hallaba en órbita. Al cabo de tres horas y media me encontraba acostado en un tanque de congelación esperando a que hiciera efecto el somnífero y comenzase el proceso de descenso de la temperatura corporal. La astronave tardaría todavía nueve órbitas, más de medio día, en poner en marcha los propulsores, pero el embajador había dado orden de que me incomunicaran, orden que se cumplió al pie de la letra.
Lo siguiente que supe fue que miles de hormigas de fuego me devoraban vivo, es decir que sufría ese insoportable cosquilleo que recorre todos los miembros cuando comienza el proceso de descongelación. Me encontraba todavía en el tanque, pero llevaba puesto un traje térmico de temperatura controlada mediante energía eléctrica que tan sólo dejaba los ojos por cubrir. Entonces vi un rostro conocido que se inclinaba sobre mí.
—Hola, Tenn —me dijo Mitzi Ku—. ¿Sorprendido de verme?
En efecto, lo estaba y así lo manifesté, aunque dudo que consiguiera expresar la magnitud de mi sorpresa, porque lo último que recuerdo antes de sumirme en el sopor de la congelación fue lamentar no haber podido acudir al hospital a despedirme de Mitzi, descortesía que no iba a tener ocasión de remediar.
Su aspecto me sobresaltó. Llevaba media cara vendada, quedando al descubierto tan sólo la boca, la barbilla y unas estrechas aberturas horizontales ante los ojos. Caí en la cuenta que era lo natural, puesto que en un organismo congelado el proceso de cicatrización se paraliza. Efectivamente, Mitzi estaba, como quien dice, recién salida del quirófano.
—¿Te encuentras bien? —le pregunté.
—¡Claro que me encuentro bien! ¡Estoy perfectamente! —me contestó con cierta aspereza—. Bueno —añadió dulcificando un poco la voz—, supongo que bien del todo no lo estaré hasta dentro de unas semanas, pero por lo menos puedo moverme, como puedes ver —agregó sonriendo. Creo que sonreía—. Cuando el médico me dijo que podía salir del hospital, tomé la decisión de marcharme de Venus para siempre. Rompí mi solicitud de prolongación de estancia y me embarcaron en el último transbordador. Permanecí unos días sin congelarme, hasta que pudieron quitarme los puntos y, ¡aquí me tienes!
Mi escozor había disminuido tornándose soportable. De pronto el mundo me pareció más bonito y sin pensarlo dos veces empecé a desabrocharme el traje térmico.
—¡Así me gusta, Tenny! —exclamó Mitzi sonriendo con regocijo—. ¡Te comunico que llegaremos a la Luna dentro de noventa minutos, de modo que más vale que te pongas los pantalones!
Descubrí con asombro que en la misma astronave viajaban los dos guardias deportados. Fue una suerte, porque sin su ayuda dudo que hubiese conseguido desembarcar. Mitzi, que había sufrido un sinfín de fracturas e iba vendada de pies a cabeza, se encontraba de maravilla. Yo no podía encontrarme peor. Estaba mareado y con eso quiero decir mareado de verdad. Siempre he sido propenso al trastorno producido por el movimiento, pero no se me había ocurrido que la Luna fuese a producirme tanto malestar.
Venus, sin duda alguna, es un lugar terrible, pero al menos en Venus uno pesa lo que tiene que pesar. La Luna, por el contrario, no es tan acogedora. Dicen que al cabo de seis semanas empieza uno a aprender a no tirar el café por el suelo cada vez que se quiere llevar la taza a los labios, cosa que nunca llegaré a saber si es cierta porque no pienso volver a poner los pies en ese sitio odioso. Si hubiésemos viajado en un vuelo regular de una astronave terrestre, hubiéramos podido tomar cualquier transbordador y bajar a la superficie de inmediato, pero como viajábamos en una nave venusiana debíamos permanecer en cuarentena.
¡Qué comedia! Con ello no quiero implicar crítica alguna contra las agencias, que gobiernan la Tierra a la perfección, pero, si no me equivoco, la razón de la cuarentena es impedir la entrada de enfermedades venusianas, ¿no es cierto?, incluida la más peligrosa de todas, esto es la peste política del conservadurismo. Con esta premisa sería de esperar que en la Luna a los venusianos les hicieran pasar un mal rato con las formalidades de aduanas y emigración. Pues, nada de eso. La policía les dejaba pasar sin más que un breve vistazo a sus pasaportes. Y no me refiero solamente a la tripulación, que no se dirigían sino al hotel más próximo; incluso el puñado de diplomáticos y hombres de negocios que se dirigían a la Tierra pasaron la aduana en un abrir y cerrar de ojos.
En cambio, nuestro caso, el de los terrestres, era como para hacer salir de sus casillas al ser más imperturbable. A Mitzi y a mí nos obligaron a sentarnos, verificaron nuestros documentos examinándolos con un aparato de control magnético, registraron nuestros equipajes y después procedieron al interrogatorio. Consistía en informar de todo contacto con súbditos venusianos por razones diplomáticas durante los últimos dieciocho meses, especificando el motivo de dicho contacto y la naturaleza de la información comunicada, e informar asimismo de todo contacto motivado por cualquier razón, fuese o no diplomática, especificando el motivo y la naturaleza de la información. Nos tuvieron tres horas en un despacho aislado rellenando impresos, contestando formularios y respondiendo a todo tipo de preguntas, después de lo cual nuestro interrogador se puso serio.
—Se ha averiguado —dijo con una frase gramaticalmente formulada en pasivo pero pronunciada con una voz que rezumaba desprecio y abominación— que ciertos súbditos terrestres, con el fin de obtener una más fácil admisión en Venus, han realizado actos rituales de profanación.
Era cierto. Se trataba de una de las tantas y repugnantes estratagemas venusianas, a semejanza de la que practicaban los japoneses que, siglos atrás, obligaban a los europeos deseosos de entrar en su país a pisotear la Biblia. Al llegar a la oficina de inmigración venusiana, se podía escoger entre someterse a un interrogatorio de cuatro o cinco horas, acompañado de un minucioso registro de equipaje y un probable registro corporal, o bien firmar un juramento comprometiéndose a renunciar a «la propaganda, la publicidad, la persuasión en medios de comunicación o cualquier otra forma de manipulación de la opinión pública» y pronunciar un par de calumnias contra la agencia a la que se pertenecía, después de lo cual, según la calidad de la propia actuación, se entraba en el país sin más problemas. Era una especie de acuerdo tácito, una formalidad que todo el mundo cumplía sin escrúpulos. Sofocaba yo ya una risita y empezaba ya a explicárselo así al funcionario, cuando Mitzi me interrumpió sin contemplaciones.
—Sí, es verdad —dijo asintiendo muy seria y con una expresión tan reprobadora como la del propio funcionario—, a nosotros también nos han llegado rumores de ello. —Y lanzándome una mirada de advertencia le preguntó—: ¿Sabe usted por casualidad si son ciertos?
Nuestro interrogador dejó la pluma sobre la mesa y se quedó observando a Mitzi.
—¿Quiere usted decir que ignora si eso ocurre?
—Se oyen, desde luego, toda clase de rumores —contestó ella con despreocupación— pero llegado el momento de confirmarlos, nadie dispone de pruebas concretas. Todo el mundo contesta lo mismo: «No, a mí no me ocurrió pero conozco a una persona que tiene un amigo que...» La verdad, me resulta imposible creer que ningún terrestre honrado fuese capaz de hacer una cosa así. Yo evidentemente no lo haría y Tennison tampoco. Aparte de la inmoralidad que significa, sabemos perfectamente que al regresar tendríamos que afrontar las consecuencias.
De mala gana el funcionario nos dejó pasar y en cuanto estuvimos en el pasillo le murmuré a Mitzi:
—Gracias, cariño. Me has salvado por los pelos.
—Hace un par de años que empezaron con esta historia —me contestó—. Si hubiésemos admitido prestar un juramento falso, lo hubieran señalado en nuestra hoja de servicios y estábamos listos.
—Qué raro que estuvieras enterada de esta novedad y yo, en cambio, no.
—Mi intervención en la oficina no te ha extrañado tanto —replicó ella mordaz. Ignoraba el por qué, pero adivine que estaba furiosa. Acto seguido añadió—: Perdona. Estoy de mal humor. Voy a quitarme unos cuantos vendajes y será hora de tomar el transbordador.
¡La Tierra! Cuna del
homo sapiens
, patria de la verdadera humanidad, flor de la civilización. Al entrar en el transbordador y advertir de pasada las inscripciones que tapizaban las paredes, supe que estaba verdaderamente en casa. «Everett ama apasionadamente a Alice», «El pequeño Miljiewicz tiene un herpes en los oídos», «Todos sois unos capullos». ¡Ah, en Venus no existe nada parecido a la espontánea frescura de nuestro arte popular!
Y así, entre tumbos y bandazos iniciamos el descenso; me inquietaban un poco las tiernas cicatrices de Mitzi pero ella, musitando entre dientes que no me preocupara, se dio media vuelta y se puso a dormir. Pronto divisamos la amplia superficie del océano, de un gris verdoso cubierto de légamo, luego cruzamos el ancho continente norteamericano, con su alfombra de ciudades que resplandecían acogedoras dándonos la bienvenida bajo la nube de contaminación que las envolvía, y entonces el sol, que habíamos dejado atrás, volvió a aparecer frente a nosotros al abrirnos hacia el Atlántico y, tras efectuar un giro de ciento ochenta grados con objeto de frenar la velocidad del descenso, tomamos tierra finalmente en las amplias pistas de aterrizaje de la central de transbordadores espaciales del aeropuerto de Nueva York. ¡Mi pequeña y querida Nueva York! ¡El centro del mundo civilizado! Sentí que el corazón me palpitaba de orgullo y alegría al paladear los primeros instantes del regreso... y Mitzi, en el asiento de al lado con el cinturón abrochado, había dormido durante todo el viaje, perdiéndose este maravilloso espectáculo.
Se despertó cuando aguardábamos la llegada del tractor que debía remolcarnos hasta la terminal. Estaba aún soñolienta e hizo una mueca.
—¿No es fantástico estar otra vez en casa? —le pregunté con una incontenible sonrisa.
Ella se inclinó por encima mío para mirar por la ventanilla.
—Sí, es estupendo —contestó con una voz que expresaba cualquier cosa menos entusiasmo. Y agregó—: Quisiera...
Nunca averigüé lo que Mitzi quería porque prorrumpió en un violento acceso de tos.
—¡Cielo santo! —jadeó—. ¿Pero qué es esto?
—Esto, querida mía, es el aire de Nueva York que has empezado a respirar —le contesté—. Has estado tanto tiempo lejos que te has olvidado de cómo es.
—Pues ya podrían filtrarlo —protestó.
El aire se filtraba, por supuesto, pero no me molesté en corregirla. Me hallaba demasiado ocupado cogiendo nuestro equipaje de mano de los compartimentos situados sobre los asientos y poniéndome en la cola para desembarcar.
Eran las siete de la mañana, hora local. No había todavía demasiada gente en la terminal, lo cual era una ventaja, aunque el inconveniente que compensaba la ecuación era la ausencia total y absoluta de maleteros. Bastante alicaída, Mitzi me siguió hasta la cinta transportadora donde aparecería nuestro equipaje, lugar en el que me esperaba una sorpresa. La sorpresa se llamaba Valentine Dambois, vicepresidente, fundador y director general adjunto de nuestra agencia, personaje rechoncho, de mejillas sonrosadas y vivos ojillos azules que se acercaba corriendo hacia nosotros entre temblores de carnes y bamboleos.
Me dije que en realidad la presencia de Dambois no tenía por qué sorprenderme: había hecho un buen trabajo en Venus y no dudaba de que a mi regreso la agencia me trataría con deferencia. Pero, sinceramente, no esperaba tanto. La verdad, a estas horas de la mañana los altos cargos de la agencia no iban al aeropuerto a recibir a un empleado a menos que dicho empleado fuese realmente especial. De modo que, rebosante de orgullo y satisfacción, tendí la mano para estrechar la de Valentine Dambois.
—Encantado de verte, Val... —empecé a decir.
El pasó por mi lado sin mirarme y se dirigió en línea recta hacia Mitzi.
Val Dambois era, como ya he dicho, un individuo bajito y rechoncho, con una cara mofletuda y regordeta que cuando sonreía parecía una calabaza. La sonrisa que le dedicó a Mitzi hizo que se asemejara a una calabaza a punto de reventar.
—¡Mitzi! ¡La más lista de todas las mujeres! —dijo saludándola a voz en grito a pesar de hallarse a medio metro de distancia y acercándosele a toda velocidad—. ¡Cuánto te he echado de menos, preciosa! —y la abrazó poniéndose de puntillas para darle un beso.
Ella no se lo devolvió. Al contrario, echó la cabeza hacia atrás, de modo que el beso apenas si le rozó la barbilla.
—Hola —le dijo—... Val.
Había que ver la cara de Dambois. Por un momento creí que Mitzi había arrojado por la borda toda posibilidad de ascenso en la agencia, pero Val Dambois realizó con su sonrisa una consumada labor de reconstrucción, de tal forma que cuando volvió a iluminarle la cara era tan natural y espontánea como la primera. Con una cariñosa, pero apresurada, palmadita en el trasero, retrocedió unos pasos y sofocando una risita comentó con admiración: