Y dejando que el resto de mi anuncio pasara inadvertido, tecleé las noticias en el monitor de mi mesa. Los primeros titulares no constituían más que un conjunto de atroces amenazas y siniestros augurios, como antes, pero hubo uno que hizo dar un vuelco a mi corazón:
Nueva York colapsada
Concentraciones multitudinarias en las calles.
Y justo debajo:
El jefe de policía declara que la manifestación
escapa al control de las fuerzas
de orden público.
No me molesté en leer el texto. Abrí la puerta que daba a la oficina exterior, donde se hallaban congregados mis cuatro valientes.
—¿Qué hacéis? ¿Contemplar una comedia? ¡Poned las noticias!
—¡Una comedia! ¿Qué crees que estábamos viendo? —contestó Gert con una amplia sonrisa.
Al iluminarse las diversas pantallas vi por qué sonreía. Los estudios locales habían conectado con sus unidades móviles para ofrecer imágenes en directo de la reacción popular, que era masiva.
—¡Tenny —gritó Rockwell—, es la locura!
Lo era, en efecto. Las cámaras de televisión enfocaban diversos puntos clave de la ciudad, Times Square, Wall Street, Central Park Malí, Riverspace, y todos ofrecían el mismo aspecto. Era por la mañana, a la hora punta, pero la circulación era prácticamente inexistente. En cambio las calles aparecían invadidas por millones de neoyorquinos que contemplaban emocionados nuestros anuncios en aparatos portátiles o en las grandes pantallas publicitarias de las fachadas de los edificios.
La emoción casi me cortó el aliento.
—¡Las cadenas nacionales! —grité—. ¡Hemos de ver qué ocurre en el resto del país!
—Lo mismo, Tenny —contestó Gert Martels, que añadió—: ¿Has visto lo que pasa ahí, en esa esquina?
Estábamos contemplando una emisión desde Unión Square y, efectivamente, al fondo de la imagen aparecía un grupo de personas que no se limitaban a contemplar boquiabiertos los anuncios. Habían pasado a la acción y con brutal y metódica eficacia estaban destrozando una pantalla instalada en uno de los edificios.
—¡Están arrancando nuestros anuncios! —exclamé conteniendo la respiración.
—¡No, Tenny, no! ¡Era un anuncio de Ganchitos Kelpos! ¡Y mira allá! ¿Ves la zona límbica? ¡Han pisoteado el proyector!
Noté que la mano de Mitzi se introducía deslizándose en la mía y cuando me volví para mirarla vi que sonreía con timidez.
—Lo que no puede negarse es que has producido un gran impacto —dijo.
—El mayor de la historia —corroboró desde la puerta una voz grave y solemne.
Era Dixmeister. Gert Martels ya empuñaba la pistola inmovilizante apuntándole a la cabeza. Dixmeister ni siquiera se molestó en mirarla. No iba armado.
—Más vale que me acompañe arriba, señor Tarb —dijo impasible.
El primer pensamiento que me asaltó fue el peor.
—¿Han llegado las brigadas de Prácticas Comerciales Ilícitas? ¿Cancelan los anuncios? ¿Vienen a arrestarme?
Dixmeister frunció el ceño.
—Nada de eso, señor Tarb. Venía a decirle que jamás he visto semejantes boletines. Todos los anuncios sin excepción están consiguiendo respuestas óptimas, índices superiores al cincuenta por ciento, y la gente se ha volcado en la Marcha de los Dólares. Las aportaciones superan todas las previsiones. No, no, no se trata de un arresto.
—¿Entonces de qué se trata, Dixmeister? —exclamé.
—Es... ese esa muchedumbre —contestó vacilante—. Venga arriba y lo verá usted mismo.
Eso hice. Y desde el segundo piso de la agencia contemplé a placer la calle, la plaza, las ventanas del edificio de enfrente. Eran un hervidero.
Lo curioso es que aun viéndolo no podía dar crédito a mis ojos y llegué a pensar que era un gentío congregado allí para lincharme... hasta que oí los vítores y aplausos.
¿Y el resto del mundo? ¿RussCorp, Indiastrias, Sudamérica S. A,? Empiezan también a oírse hurras y aplausos en esos puntos; dónde terminarán, lo ignoro. A las naciones les cuesta tanto como a los individuos desarraigar las viejas costumbres. No es fácil derribar un monolito.
Pero han comenzado a descargar los transbordadores espaciales con base en Arizona. Y el monolito empieza a resquebrajarse.
FIN