La guerra de los mercaderes (30 page)

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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

—Tenéis pruebas de que podéis confiar en mí —le recordé a Dambois—. Al fin y al cabo, hasta ahora no he dicho una palabra a nadie.

Naturalmente se limitó a responderme con un:

—¡Cállate la boca!

—Desde luego —dije con un asentimiento de cabeza—. Bueno, ¿te importa que me sirva un poco más de café?

—Quédate quieto —vociferó quedando pensativo unos instantes. Luego, de mala gana añadió—: Te lo iré a buscar yo. Tú quédate ahí.

Se dirigió hacia la cafetera sin quitarme un instante los ojos de encima; sabría Dios qué se figuraba. No me moví. Me quedé sentado, quieto, como se me había ordenado, escuchando el excitado murmullo de voces airadas procedente del dormitorio de Mitzi. No lograba distinguir las palabras. En realidad no hacía falta; sabía de sobras de qué estaban discutiendo.

Cuando salieron escruté sus rostros. Todos estaban muy serios. El de Mitzi era impenetrable.

—Hemos tomado una decisión —dijo Mitzi sombría—. Tómate el café y te diré de qué se trata.

En fin, era el primer rayo de esperanza en una situación realmente encapotada y me dispuse a escuchar con atención.

—En primer lugar —declaró con lentitud—, todo esto es culpa mía. Hubiera debido decirte que te marcharas hace una hora. Sabía que vendrían para celebrar una reunión.

Hice un asentimiento de cabeza para demostrar que la estaba escuchando, lanzando al mismo tiempo una mirada de soslayo para calibrar la expresión de los demás. Ninguna era lo que pudiera llamarse informativa.

—¿Y bien? —pregunté con cierto ánimo.

—Por este motivo sería injusto, moralmente injusto —declaró pronunciando cada palabra a intervalos espaciados, como sopesándola cuidadosamente— decir que lo que ocurre es culpa tuya.

Se detuvo, como esperando una respuesta por mi parte.

—Gracias —repuse nervioso bebiendo a sorbos el café.

Pero Mitzi no continuó hablando. Se limitó a observarme y lo curioso es que aunque la expresión de su rostro no cambió, el rostro en cambio sí lo hizo. Empezó a borrarse. Las facciones empezaron a entremezclarse. Toda la habitación se oscureció y me dio la impresión de que encogía...

Tardé todo ese rato en percatarme de que al café le había notado un regusto un poco extraño.

Ah, cómo anhelé no haber escrito aquella nota de suicidio. Lo deseé con todas mis fuerzas, hasta el punto que mis deseos dejaron de funcionar, al igual que mis ojos, al igual que mis oídos, al igual que mi cerebro, en medio de un silencioso chillido de terror con el que suplicaba otra oportunidad, con el que imploraba vivir tan sólo un día más.

El mundo había desaparecido abandonándome.

2

Supongo que incluso entonces Mitzi debió defenderme con denuedo. Al fin y al cabo, la sustancia introducida en mi café no había sido letal. Sólo me había sumido en un sueño profundo, indefenso y prolongado.

Soñé que alguien gritaba: «¡Primera llamada... Cinco minutos!», y en aquel momento desperté.

Ya no me encontraba en el piso de Mitzi. Me hallaba en una minúscula celda espartana, con una sola puerta y una sola ventana; afuera era de noche.

Una vez hube asimilado el inverosímil hecho de seguir con vida, lancé una mirada a mi alrededor. Descubrí con sorpresa que no estaba atado y que tampoco presentaba señales de que recientemente me hubieran apaleado. Me encontraba cómodamente tumbado en una cama estrecha provista de una almohada y de una manta liviana que me cubría el cuerpo desvestido. Junto a la cama había una mesa sobre la cual había una bandeja con un bol de cereales, un vaso de VitaFrut y entre ambos un sobre de esos autodestructivos que se emplean en la agencia para enviar mensajes secretos. Lo abrí y leí su contenido a toda prisa, a fin de no agotar el tiempo límite. Decía lo siguiente:

Tenny querido, tu dependencia de la Moka-Koka te hace inservible para nuestro proyecto. Si sales con vida de la cura de desintoxicación, volveremos a hablar. ¡Buena suerte!

No había firma alguna pero en cambio sí había una postdata:

Contamos en el centro con personas que nos tendrán al corriente de tus progresos. Debo decirte que están autorizadas a tomar medidas independientes.

Reflexioné unos instantes qué querrían decir exactamente las palabras «medidas independientes», instantes que no debieron ser muy breves porque el papel especial me quemó los dedos al iniciar la operación para la cual se le había diseñado: autodestruirse. Me sacudí de los dedos las ardientes cenizas y me dispuse a examinar la habitación.

Poca información obtuve. La puerta estaba cerrada con llave. La ventana era de vidrio irrompible y estaba sellada. Evidentemente el centro no deseaba que me escapara de la cura de desintoxicación. El ambiente era siniestro y no tenía a mano las pastillitas verdes para anestesiar los sentimientos. En cambio, había alimentos a mi alcance y estaba muerto de hambre. Debía haber dormido un día entero, saltándome dos comidas: En el momento en que cogía el vaso de VitaFrut se desencadenó el infierno. El grito de la voz que había oído en sueños no era un sueño. Ahora aullaba: «¡Ultima llamada... Afuera todo el mundo!», acompañada por sirenas y bocinas, por si los gritos no eran suficientes; la cerradura de la puerta se descorrió, ésta se entreabrió automáticamente y oí por el pasillo corridas puntuadas por el estrépito de portazos. «¡Fuera!», gritó un ser humano vivo e individualizado que asomó por la puerta y agitó furibundo un pulgar descomunal.

No vi razón alguna para ponerme a discutir con él, más que nada porque usaba una ropa superior en dos tallas a la de Des Haseldyne.

Vestía un chándal deportivo azul, indumentaria idéntica a la usada por unos diez individuos más, los que proferían los gritos. Yo, que había encontrado unos pantalones cortos, los agarré y me los puse en el último momento, sintiéndome desesperadamente infravestido, aunque no solitario; aparte de los tiranos de los chándales salían del edificio como un par de docenas de otros seres humanos tan insuficientemente vestidos como yo y de aspecto tanto o más desdichado que el mío. Nos obligaron a salir al exterior, a una oscuridad pegajosa y contaminada que en una esquina del cielo comenzaba a iluminarse con un desalentador resplandor rojizo, y allí nos amontonamos aguardando a que nos comunicaran qué debíamos hacer. Pensé que era como haberse de someter a una espantosa sesión de preparación física.

Me equivoqué. Era muchísimo peor. Una sesión de preparación física comienza generalmente con una exhibición de carne humana saludable dispuesta a iniciar un proceso de transformación. No había nada ni remotamente parecido en el espectáculo ofrecido por mis compañeros, que constituían un catálogo completo de formas y tamaños del que exclusivamente faltaban la lozanía y el vigor. Había una mujer que pesaría sin duda más de ciento cincuenta kilos, y otras dos personas, de ambos sexos, que si no alcanzaban dicho peso lo compensaban con una corta estatura, y eran dueñas de unas obscenas panzas que desbordaban groseras de la cintura. Había unos espantajos más esqueléticos que yo y casi tan consumidos. Había hombres y mujeres de cierta edad que aun sin poseer un aspecto totalmente inhumano aparecían dominados por unos tics incontrolables: se llevaban la mano a la boca una y otra vez, repitiendo incesantemente el gesto de fumar, comer, beber. Pero no tenían nada en la mano. Ah, y además se había puesto a llover.

Los monitores nos agruparon, triste caterva, en el centro de un patio cuadrado de cemento, rodeado de barracones que parecían los de un cuartel. Sobre la puerta del edificio del que acabábamos de salir había un cartel que anunciaba:

Pabellón de Dependencia Aguda

Sección de Esfuerzos de Desintoxicación.

Uno de los monitores tocó el silbato junto a mi oído derecho. Cuando el sonido dejó de rebotarme en el interior del cráneo, vi que una amazona de chándal idéntico a los demás pero con una insignia dorada cosida al jersey, avanzaba majestuosa hacia nosotros. Nos miró con manifiesta repulsión.

—Cielo santo —le comentó al lunático del pito—, cada mes son peor. ¡Ustedes, atención! —vociferó encaramándose a una tarima para vernos mejor y subrayando sus órdenes con un pitido de su propio silbato que me cercenó limpiamente la tapa de los sesos y la envió rodando hacia los barracones—. ¡Escúchenme bien! ¿Ven ustedes ese cartel que dice «Sección de Esfuerzos de Desintoxicación»? La palabra clave es esfuerzo. Nosotros haremos el esfuerzo. Ustedes también, eso se lo garantizo. Pero a pesar de realizar los más ímprobos esfuerzos, fracasaremos. Las estadísticas así lo demuestran. De cada diez de ustedes, cuatro saldrán de aquí limpios... y al cabo de un mes volverán a caer en la dependencia. Tres sufrirán síntomas de incapacidad física o psiconeurótica que exigirán tratamiento prolongado; prolongado en este caso quiere decir, por experiencia, durante el resto de sus vidas, que suelen ser cortas. Y dos de ustedes no lograrán superar la dureza de la cura —concluyó sonriendo con bondad. Creo que creyó de buena fe que su sonrisa era bondadosa. Yo llevaba seis horas de retraso con respecto a la última pastilla y estoy seguro que de no ser la bondad muy evidente no me lo hubiera parecido.

Nuevo pitido ensordecedor. Se había interrumpido unos instantes y no quería que nos sumiéramos en ensoñaciones.

—El tratamiento que van ustedes a recibir consta de dos fases. La primera es la desagradable, porque es cuando se les reduce la dosis al mínimo, se les somete a una dieta alimenticia con el fin de generar resistencia, se les obliga a hacer ejercicio para desarrollar tono muscular, se les enseñan nuevas formas de conducta para inhibir los movimientos corporales que refuerzan sus respectivos hábitos, aprenden también unas cuantas cosas más y empieza ahora mismo. ¡De modo que al suelo todo el mundo, boca abajo, para incorporar y bajar el cuerpo flexionando los brazos, cincuenta veces! ¡Luego, a desnudarse todos y a las duchas!

¡Cincuenta veces! Nos miramos todos con incredulidad a la pálida luz de aquel alba sombría y sofocante. En mi vida había realizado ese ejercicio cincuenta veces, y no creía que fuese posible... hasta que averigüé que no habría ducha, desayuno, abandono del patio ni, lo peor de todo, pastillas, si no se efectuaba cincuenta veces.

Fue posible, incluso para los que pesaban ciento cincuenta kilos.

La amazona no nos había engañado. La primera fase era efectivamente desagradable. La única manera de obligarme a pasar aquellas horas eternas y horribles era pensando en la anhelada pastillita verde que llegaría al final del día. No me habían privado de las pastillas; simplemente me forzaban a ganármelas. Y lo horrendo era que cuanto más progresaba para ganarlas, menor era la recompensa; al tercer día recortaron las pastillas quitándoles las cuatro esquinas; al sexto las partieron por la mitad. Éramos tres los que tomábamos pastillas por dependencia de la Moka-Koka. La señora gorda, que resultó llamarse Marie, padecía de apetito compulsivo; resollaba como una ballena al realizar la carrera de obstáculos, pero la finalizaba, porque no había otra forma de acceder a la cantina. Un hombrecillo moreno llamado Jimmy Paleólogo había sido técnico campbelliano; su agencia lo había transferido al ejército para dirigir la campaña de incorporación de los maories de Nueva Zelanda al mundo civilizado. Demasiado inteligente para dejarse atrapar por los estímulos límbicos, había inexplicablemente caído ante una muestra gratuita de Boncafé.

—Iba incluida en un billete de lotería —me explicó avergonzado mientras nos hallábamos tendidos en el suelo embarrado, jadeando entre una sesión de abdominales y otra de ejercicios en la cuerda—. El primer premio era un piso de tres habitaciones y como pensaba casarme... —Semiparalizado, arrastrándose lastimosamente a la cola del pelotón en las pruebas de cuatro mil metros, ya no quería pensar en el pasado.

El centro se hallaba en uno de los suburbios del extrarradio, un barrio llamado Rochester, y antaño había sido una universidad. Los edificios conservaban todavía grabada en el cemento de las paredes su antigua nomenclatura: Departamento de Psicología, Facultad de Económicas, Sección de Física Aplicada, y demás. En un extremo del recinto había una charca de aguas residuales que de nuestro entorno físico era lo peor. La llamaban el lago Ontario v cuando el viento soplaba del norte el hedor era como para tumbar a cualquiera. De los antiguos edificios algunos se habían destinado a alojamiento, otros a salas de terapia, a cantina, a oficinas, pero al fondo del patio había dos en los que no estábamos autorizados a entrar. No estaban, sin embarco, vacíos. De vez en cuando veíamos entrar o salir de ellos a unos grupos de seres tan desdichados como nosotros pero con quienes no teníamos contacto.

—Tenny —me dijo Marie apoyándose en mí una tarde en que de camino hacia la sesión de terapia pasábamos junto a uno de esos grupos—, ¿qué les harán ahí adentro?

Una mujer vestida con un chándal rosa fucsia —hasta sus monitores eran distintos de los nuestros— se detuvo un instante en el umbral y nos miró malhumorada mientras arrojaba alguna cosa al cubo de la basura. Al verla entrar, tironeé de la manga a Marie que me acompañara.

—Veamos de qué se trata —dije, comprobando que no hubiese chándales azules en las proximidades.

No es que esperase encontrar pastillas verdes entre los desperdicios ni creo que Marie pensase dar con algún mordisqueado bocadillo. Con gran desilusión descubrimos que no nos habíamos equivocado. Lo único que encontramos fue un par de botitas doradas y un revólver de juguete con el mango en imitación de marfil resquebrajado. Para mí no significaban nada pero Marie sofocó un gemido.

—¡Dios mío, Tenny, son piezas de colección! ¡Mi hermana las tenía! Las botas son de la serie de Copias Auténticas en Miniatura de Bronce del Calzado de Gángsters Famosos del Siglo Veinte, creo que ésas son las de Bugs Moran, y estoy casi segura de que la pistola pertenece a la Colección de Armas de Fuego en Taracea de Marfil de la Estrella Solitaria. Es terapia de aversión lo que llevan a cabo ahí adentro. ¡Primero hacen que dejes el hábito y luego te obligan a odiarlo! ¿Será eso la fase segunda?

En aquel momento oímos a nuestras espaldas el ladrido del monitor.

—Con que ganduleando, ¿eh? Muy bien. Si les sobra tiempo para andar husmeando y chismorreando, también les sobra un poco para unos cuantos ejercicios suplementarios. ¡Abdominales! ¡Cincuenta! ¡Y a toda prisa, porque ya saben qué ocurre si se llega tarde a la terapia!

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