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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (27 page)

—¿Y el suministro de energía? —preguntó Mitzi estornudando.

—Energía eléctrica, desde luego. Con eso funciona la maquinaria —expliqué.

—¡Vaya contestación! Lo que quiero saber es si es constante. ¿Hay cortes de fluido?

—Creo que no —contesté alzándome de hombros porque era un detalle en el que no había reparado.

Cometí el error de no advertir que Mitzi estaba más nerviosa aún que yo.

—¿Lo crees? ¿Sólo lo crees? —gritó indignada—. ¡Tenny, por Dios, además de adicto a la Moka-Koka, eres de lo más estúpido que...

El estornudo que interrumpió sus palabras fue inusitadamente violento. Mitzi se llevó las manos a la cara y profirió una sorda exclamación. Se puso de rodillas y comenzó a palpar el suelo levantando con sus palmadas nubes de polvo. Alzó furiosa la vista y entonces observé que uno de sus ojos azules era castaño.

Me figuro que de no haber sido un adicto a la Moka-Koka lo hubiera descubierto mucho antes. Aquella costumbre suya de comer ensaladas. Lentes de contacto para ocultar el color de sus ojos. El afán por evitar a una madre que anhelaba ver a su hija. El que me llamara maldito propagandista comercial. Un sinfín de detalles incongruentes.

Y una única explicación en la que encajaban todos.

Supongo que de no ser primero un adicto a la Moka-Koka y luego depender de las pastillas, mi reacción hubiese sido completamente distinta. Tal vez hubiese llamado a la policía o al menos lo hubiese intentado, aunque tal acción podía costarme la vida. Pero me hallaba al borde del abismo y aunque lo que ella hiciese podía estar muy mal, a mí no me quedaba nada que pudiese afirmar que estaba bien.

De pronto tuve la impresión de que el tiempo había quedado en suspenso. Saqué una libreta del bolsillo, empecé a escribir a toda velocidad, arranqué luego la hoja y la doblé por la mitad.

—Mitzi —dije avanzando hacia ella sin importarme que hubiese perdido la lentilla—, no eres Mitzi, ¿verdad?

Expresión gélida. Se me quedó mirando fijamente con un ojo castaño y otro azul.

—Eres otra persona, ¿verdad? —insistí—. Una agente venusiana. Una doble de la verdadera Mitzi Ku.

Haseldyne realizó una profunda y prolongada inspiración. Noté que se acercaba a mí tensando el cuerpo para entrar en acción.

—¡Lee esto antes! —grité introduciéndole la nota en la mano.

A punto estuvo de no detenerse; luego miró la nota, frunció el ceño, pareció desconcertado y en alta voz leyó lo siguiente:

—«A quien pueda interesar. Soy un adicto y no puedo seguir afrontando la vida. El suicidio es mi única salida. Firmado: Tennison Tarb.»

—¿Qué demonios significa esto, Tarb? —exclamó.

—Si queréis desembarazaros de mí, usad esta nota. De lo contrario, dejad que os ayude. Haré lo que sea para ayudaros. No sé lo que os traéis entre manos ni me importa. Sé que sois venusianos. Me da lo mismo.

Y añadí:

—Os lo pido por favor.

LA FALSA MITSUI KU
1

Erase una vez un hombre llamado Mitchell Courtenay cuyo nombre designa a la mitad de las calles de Venus. Los venusianos le consideran un héroe, pero recuerdo que en la escuela la profesora de historia pronunciaba su nombre con tanto aborrecimiento que parecía escupirlo. Al igual que yo, era un redactor publicitario de primera categoría. Al igual que yo, sufrió una profunda crisis de conciencia que ni deseaba ni supo cómo resolver.

Al igual que yo, fue un traidor.

Este es un calificativo que nadie gusta de oír aplicado a sí mismo.

—¡Tennison Tarb —grité a pleno pulmón asomado a la ventanilla del último metro que me conducía al suburbio de Bensonhurst, al entrar en un túnel donde el fragor del tren apagaba el sonido de esa palabra hasta para mis propios oídos—, Tennison Tarb, eres un traidor, un traidor al espíritu de las ventas!

Ningún eco respondió a mi grito y si lo hizo quedó ahogado por el rugido del tren. Aun sabiendo que era el apelativo que me correspondía y condenaba, aquella palabra no me produjo ningún dolor.

Supongo que eran las pastillitas verdes cuadradas las que amortiguaban aquel dolor junto con otros, tantos, que ya no sentía. Era, en realidad, una suerte pero el reverso de la moneda era no sentir alegría alguna ante el hecho de verme nuevamente convertido en publicitario. Arriba, abajo, arriba, abajo, tantas veces ya. Ignoraba cuánto tiempo me mantendría arriba en esta ocasión, pero lo cierto es que arriba estaba. Me hubiera sentido rebosante de júbilo... si el mundo no hubiese sido tan gris.

Y si el mundo no hubiese sido tan gris, hubiera podido igualmente temblar de miedo, porque por los pelos me había salvado en la fábrica de ojetes y arandelas. Casi había visto reflejados uno tras otro en la cara de Desmond Haseldyne los sucesivos proyectos elaborados y descartados por su mente: destrozarle la cabeza y pasarle por una prensa de aluminio para disimular las huellas del crimen; drogarle y arrojarle luego por la ventana de un piso alto; comprar un poco de extracto de Moka-Koka e inyectarle una sobredosis. Esta última alternativa hubiese sido la más fácil y segura de todas. Pero no llevó ninguna de ellas a la práctica. Mitzi declaró con un sollozo que deseaba darme una oportunidad y Haseldyne no discutió la decisión de su compañera.

Pero, de todos modos, tampoco me devolvió la nota del «suicidio».

Cuando contemplaba mi porvenir, veía abrirse ante mí el pavoroso bostezo de dos simas. Una era que Haseldyne decidiese finalmente utilizar la nota del suicidio, lo cual significaría el fin irremediable de Tennison Tarb. Otra, que se descubriera mi complicidad, con el consiguiente arresto y quemado de cerebro. Entre ambas discurría un paso angosto y cortante como filo de navaja que quizá lograse recorrer y que conducía a un futuro en el que mi nombre sería eternamente abominado por generaciones y generaciones de escolares.

Dentro de todo era un alivio disponer de las pastillitas verdes.

Como no me quedaba más remedio que pasar por el filo de la navaja, decidí avanzar por él sin amilanarme. Y así, estrujando el poco dinero que me quedaba y sacando el máximo partido de las precarias instalaciones sanitarias de Bensonhurst, codiciadas por padres sonámbulos y por las ensordecedoras rabietas de los niños, llevé mi traje a la tintorería, me lavé, me afeité y me arreglé con especial esmero. El largo y caluroso trayecto en metro me arrugó el planchado de los pantalones y me llenó de hollín el pelo recién lavado, pero así y todo me sentía razonablemente presentable cuando llegué al vestíbulo de la agencia Haseldyne & Ku. Nada más llegar un policía comprobó mis huellas dactilares, me prendió en el cuello de la camisa una tarjeta magnética de visitante y me indicó que subiera a la oficina de Mitzi. Es decir, a la antesala de la oficina de Mitzi, donde me detuvo su segundo secretario. Era nuevo y aunque yo no le conocía, él me saludó por mi nombre explicándome que debía cumplir ciertas formalidades. Informado de todos los asuntos relacionados con personal, el segundo secretario colocó ante mí la fotocopia de un contrato de trabajo donde debía registrar mis huellas dactilares; una vez llevado a cabo dicho requisito, que constituía la firma oficial del documento, me entregó una tarjeta de identidad en la que constaba como empleado permanente de la agencia y un anticipo equivalente a dos semanas de mi sueldo.

Llevaba, pues, dinero en el bolsillo cuando finalmente logré trasponer el umbral de la oficina de Mitzi. Era un despacho de gran categoría, tan lujoso e imponente como el del Gran Jefe en T.G.&S. Estaba amueblado con una mesa de trabajo, otra para juntas, un bar y un vídeo, y poseía tres ventanas y dos sillones para las visitas. La única pieza que le faltaba al mobiliario era su propietaria, Mitzi Ku. En su lugar, detrás de la mesa de trabajo, aparecía un iracundo y feroz Haseldyne que jamás me había parecido tan gigantesco.

—Mitzi está ocupada. De este asunto me encargo yo.

Hice un gesto de asentimiento con la cabeza pese a que verme en manos de Des Haseldyne no era precisamente uno de mis más ansiados anhelos.

—¿Podemos hablar aquí? —le pregunté.

Suspiró resignado indicando con un gesto las ventanas. Como era de esperar, tanto éstas como la puerta brillaban con el leve resplandor emitido por la cortina de seguridad; mientras ésta funcionase, ningún dispositivo electrónico de escucha lograría transmitir las conversaciones mantenidas en esa habitación.

—Perfecto —dije—. Ponme a trabajar.

Curiosamente vaciló unos instantes antes de replicar con un gruñido:

—No tenemos sitio para ti.

Era evidente. Yo no formaba parte de sus cálculos hasta que me entrometí en sus proyectos. Supuse que cuanto yo le propusiera le parecería mala idea. Acaso escuchase a Mitzi; a mí nunca. A pesar de esta certeza, procuré dorar la píldora.

—Mitzi me habló de un proyecto político. Ya sabes que soy capaz de vender lo que sea —insinué.

—¡No!

El ladrido fue estridente, colérico y terminante. ¿Por qué le habrían irritado tanto mis palabras? Me alcé de hombros y probé otra alternativa.

—Hay otros temas en Intangibles; religión, por ejemplo. O cualquier otro producto...

—No es nuestro campo de acción —gruñó, agitando aquella inmensa cabeza. Y levantando la mano como para cortar cualquier otra inútil sugerencia mía, declaró sin ambages—: Ha de ser algo mucho más significativo que todo eso.

—¡Ah! —exclamé repentinamente iluminado—. Ya comprendo. Quieres un acto definitivo. Quieres que arriesgue el cuello para demostrar mi lealtad, ¿no es eso?, que haga algo que no me deje escapatoria. ¿Qué quieres que haga, Des? ¿Qué cometa un crimen? ¿Qué asesine a alguien?

¡Con cuánta facilidad pronuncié esas palabras! Sería la niebla gris que provocaban en mí las pastillas; lo cierto es que en cuanto comprendí el significado de Des, las palabras salieron por sí solas, sin sombra de duda o de escrúpulo. Haseldyne, sin embargo, no tomaba pastillas y al oírme aquel rostro gigantesco se petrificó convirtiéndose en una mole de granito que no expresaba más que profunda e intensa repugnancia.

—¿Qué te figuras que somos? —preguntó con un aborrecimiento que no motivó en mí más que un leve alzamiento de hombros—. ¡Nosotros no perpetramos acciones de ese tipo!

Esperé a que amainara la cólera, lo cual tardó bastante puesto que no lograba ordenar sus pensamientos.

—Hay una posibilidad —dijo por fin—. Formabas parte del ejército que llevó a cabo el asalto límbico contra los pueblos del Gobi.

—Era capellán, efectivamente. Me expulsaron y perdí la graduación.

—Eso puede arreglarse fácilmente —replicó con impaciencia. Era efectivamente coser y cantar para quien como él era socio de una agencia—. Supón que logremos que te readmitan en el ejército. Imagínate que te colocamos al mando de un batallón de artillería límbica campbelliana... Sabrás utilizar ese material, me figuro.

—Pues no tengo ni idea, Des —le contesté jovial—. Los conocimientos técnicos no hace falta aprenderlos. Se contrata a un experto que domine la materia, y listos.

—¿Pero serías capaz de dirigir a los expertos? —insistió con tozudez.

—Desde luego. Como cualquiera. ¿Con qué fin?

Mis dudas de que Haseldyne estuviera improvisando, y no muy bien por cierto, a lo largo de nuestra conversación quedaron totalmente disipadas con su respuesta.

—¡Para promover la causa venusiana! —gritó—. ¡Para obligar a que los malditos propagandistas comerciales nos dejen en paz!

Le miré con auténtico asombro.

—¿Lo dices en serio? Ni hablar. No daría resultado.

—¿Por qué? —preguntó con voz más baja y mucho más peligrosa.

—Ah, Des, ahora me doy cuenta de que forzosamente tenías que ser un agente venusiano, porque de publicitario no tienes nada. A la estimulación límbica no puede propiamente llamársele una técnica publicitaria. En realidad, no es más que un proceso intensificador, un vehículo que facilita el transporte del mensaje comercial.

—¿Y qué?

—Pues que tiene que obedecer las leyes elementales de toda publicidad. La publicidad sólo sirve para que la gente quiera cosas. Mediante la publicidad puedes crear en la gente hábitos automáticos de compra, puedes despertar apetencias insaciables, pero lo que no puedes hacer, y eso lo sabe todo el mundo, es emplearla para que la gente sea mejor —añadí. Comprendí que había puesto el dedo en la llaga. En cuestiones publicitarias aquel hombre era un analfabeto. Era incomprensible que habiendo trabajado tanto tiempo en una agencia principal hubiese logrado disimular su ignorancia; parecía, en efecto, milagroso, pero no empañaba la verdad de mi anterior afirmación: los conocimientos que pueden contratarse no es preciso aprenderlos. Observé, pues, que su cólera aumentaba mientras yo reanudaba mis explicaciones—: Para lo que tú pretendes hay que utilizar dosis moderadas de benzedrina, si la cuestión es urgente, y eso sólo puede hacerse con grupos pequeños y previamente motivados en contra de su voluntad. En realidad, tú no necesitas una campaña de publicidad comercial, Des.

—¿Cómo que no?

—No. Lo que a ti te hace falta es otra cosa: propaganda, difusión, divulgación de un nuevo concepto. Tienes que empezar por crear una imagen, iniciar un movimiento que demuestre lo buenos que son los venusianos, por ejemplo introduciendo en los seriales televisados a un par de personajes venusianos y convirtiéndolos paulatinamente de pérfidos fanáticos en inofensivos excéntricos. Y también filmar algún anuncio comercial con un telón de fondo venusiano: que sé yo, algo así como: «En Venus todos los chicles son Cari-O.»

—¡Maldito lo que importan los Cari-Os en Venus! —explotó.

—Los detalles no son importantes; pueden, desde luego, variar, aunque evidentemente el asunto requiere un manejo sumamente cuidadoso y preciso. En esencia se trata de modificar prejuicios profundamente arraigados, ¿sabes?, sin contar con que en un proceso así es facilísimo rozar los límites de lo legal. No obstante, puede hacerse. Con dinero y con tiempo puede hacerse. Yo diría que en un plazo de cinco o seis años.

—¡No disponemos de cinco o seis años!

—Ya me lo figuro, Des —le contesté con una sonrisa.

Era gracioso. Descubrí que la irritación de Haseldyne me estaba divirtiendo enormemente, como si la espina que la causase no fuese yo, y como si él no tuviera en su poder la fácil y evidente manera de eliminarla que mi nota de «suicidio» le había proporcionado. Deduje que esta sensación se debía al hecho de que realmente me importaba un comino lo que pudiera sucederme. La situación escapaba a mi control. Mitzi era la única persona del mundo con quien podía contar. Y ella... o me salvaría o no me salvaría.

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