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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (23 page)

—¡No mires! —le grité al sargento Martels al oído.

Pero ¿cómo podía resistir la tentación de mirar? Aun protegidos de los estímulos límbicos por capuchas y orejeras, tal deleite, tal embrujo suscitaban las imágenes del cielo que instintivamente metí la mano en el bolsillo en busca de las tarjetas de crédito, y eso que el ataque principal de la campaña nos lo ahorramos. No sufrimos los efectos de los refuerzos campbellianos porque los mensajes verbales que resonaban de colina en colina se transmitían en dialecto uygur que nosotros, claro está, no comprendíamos. Pero el conductor de la carreta estaba embelesado; con la cabeza levantada y las riendas sueltas en las rodillas, le brillaban los ojos con tal intensidad y expresaba su rostro tan indecible anhelo que he de confesar que me emocioné. Metí la mano en el bolsillo, encontré media barrita de Cari-O y cuando se la di, mostró tal derroche de gratitud que aun sin entender palabra supe que había ganado su agradecimiento para toda la vida. Pobres nativos. Qué poca suerte tenían.

Mejor dicho, maticé corrigiendo de inmediato mi actitud, menos mal que al fin se incorporaban a la prosperidad y progreso de la sociedad mercantil. Allí donde fracasaran los manchúes, los mongoles y los han, los imperativos de la cultura moderna habían obtenido un triunfo resonante.

El corazón me desbordaba de satisfacción. Olvidadas quedaron las inquietudes y tragedias de los últimos días. Allá en la carreta, sentado junto a Gert Martels, viendo desaparecer los anuncios celestes mientras se extinguían los ecos de los eslogans, no pude contenerme y le pasé un brazo por los hombros.

Estupefacto descubrí que Gert lloraba.

A las once de la mañana siguiente todos los establecimientos comerciales de Urumqi habían agotado sus existencias. Multitudes de uygures, kazaks y huis se agolpaban ante las vacías estanterías aprovechando la última oportunidad de adquirir un paquete de Popsies o unas bolas de Ganchitos Kelpis. La operación había constituido un éxito impecable. Merecería una mención para todos los participantes y hasta condecoraciones para algunos.

Para mí significaba, podría significar, la posibilidad de volver a comenzar.

3

Resultó que de momento no iba a significar tal cosa. Conduje a Gert, que incomprensiblemente seguía sollozando y tenía los ojos enrojecidos, al alojamiento que ocupaba en el pabellón de suboficiales y me colé en el hospital sin mayor dificultad; la mitad de los pacientes y casi todo el personal médico y auxiliar se hallaba en la entrada, desencapuchados ya, pero comentando todavía las incidencias del asalto. Me incorporé al grupo unos momentos y luego de abrirme paso, regresé a mi cama y me dormí como un tronco. Había sido un día agotador.

La mañana siguiente constituyó una reproducción exacta del día de mi llegada al campamento. Estaba yo en la cama cuando vi entrar en la sala al comandante que, seguido a remolque por los médicos, se acercó a decirme que estaba dado de alta y que debía presentarme en el despacho del coronel al cabo de veinte minutos. Lo único bueno de la noticia era que el coronel, ordenándose a sí misma disfrutar de los placeres de Shangai, escudándose en que había de informar al alto estado mayor del desarrollo de la operación, se hallaba ausente.

—Pero ello no le libra de una buena reprimenda, Tarb —sermoneó el teniente coronel que había asumido el mando—. Su conducta es abominable. Sería usted una deshonra para el cuerpo aun siendo un consumidor, pero es que para colmo es usted publicitario. ¡Ande con mucho cuidado porque no le voy a quitar ojo de encima!

—A sus órdenes, mi teniente coronel.

Procuré mostrarme impasible pero no debí conseguirlo porque rugió:

—Estará usted pensando que pronto se va a ir a casa y que todo esto le importa un bledo, ¿verdad?

Era, efectivamente, lo que estaba pensando. Corrían rumores de que la desmovilización daría comienzo ese mismo día.

—Pues ni lo sueñe. El capellán forma parte de comandancia y comandancia tiene a su cargo la tarea de atender a la licencia de las tropas. De modo que de momento no se va usted a ningún sitio... ¡salvo quizá al calabozo, como no cambie de actitud!

Regresé, pues, cabizbajo a mi oficina donde me esperaba una avergonzadísima sargento Martels.

—Tenny —dijo incómoda.

—¡Teniente Tarb, sargento! —bramé.

Se sonrojó hasta la raíz de los cabellos y con gran esfuerzo consiguió dominarse.

—A sus órdenes, mi teniente. Sólo deseo presentarle mis excusas por mi, mi...

—Su inexcusable comportamiento, querrá decir —vociferé—. Sargento, su conducta es abominable. Sería usted una deshonra para el cuerpo aun siendo un... un brigada pero es que para colmo es usted suboficial... —Me interrumpí al advertir que mis palabras eran eco de otras no muy lejanas. La miré en silencio unos instantes, me dejé caer en mi asiento y exclamé—: Qué carajo, Gert. Olvida lo que he dicho. Somos los dos iguales.

Se le disipó el rubor y permaneció indecisa hasta que al fin en voz baja dijo:

—A propósito de mi presencia en la colina, quiero explicarte, Tenny...

—No. No quiero saber nada. Tráeme una Moka-Koka.

El teniente coronel Headley podía muy bien desear no quitarme ojo de encima, pero por fortuna sólo tenía dos y la desmovilización le ocupó ambos. Había que desmantelar las piezas de artillería pesada límbica, cargarlas en los transportes y atender el traslado de las tropas, que partieron a continuación. Los transportes, sin embargo, no regresaban vacíos. Volvían con fuerzas del servicio de abastos y sobre todo atestados de mercancías que desaparecían fundidas como la nieve. Todas las mañanas, aun antes de que los establecimientos comerciales abriesen sus puertas, veíanse ya largas colas de nativos que regresaban a sus hogares cargados de barritas de caramelo, bolsas de crujientes aperitivos y amuletos con la efigie de Thomas Jefferson en pura aleación de plata para las mujeres y los niños. La operación había constituido un éxito total. El afán consumista de los nativos superaba con creces todas las previsiones, y orgulloso me hubiera sentido por haber tomado parte en la cruzada, de quedar en mi alma rastros de ese sentimiento. Pero el orgullo era un artículo que el servicio de abastos no suministraba.

De contar con alguna ocupación en que entretenerme la situación hubiera resultado más soportable, pero la capellanía era la oficina más inactiva de la reserva. Los veteranos no tenían motivos de queja puesto que regresaban a la patria y el personal de abastos se hallaba tan atareado que ni tiempo tenía de pensar en lamentos. De modo que, sin que mediera palabra alguna entre nosotros, Gert y yo elaboramos un adecuado sistema de división del trabajo. Las mañanas era yo quien las pasaba a solas en la desierta oficina, dedicándome a ingerir Moka-Koka tras Moka-Koka y anhelando hallarme en cualquier situación, la que fuese, menos aquella. Hasta muerto hubiera preferido estar. Por las tardes me sustituía Gert en el despacho y yo me iba a Urumqi, al salón de oficiales del hotel, a pelearme por conseguir el canal de omnivídeo que me interesaba y a intentar, tras interminables y siempre infructuosas esperas, hablar por conferencia con Mitzi, con Haseldyne, con el Gran Jefe o... con Dios. Incluso me atreví en un par de ocasiones a presentarme en el despacho del teniente coronel para tratar de conseguir que me licenciaran. No cesaba de repetirles que para saborear los laureles del triunfo hay que regresar antes de que las heroicidades caigan en el olvido y ya los ecos de la victoriosa campaña del Gobi comiencen a desaparecer de los programas informativos. No tuve suerte; todo fue inútil. Y seguía haciendo un calor inaguantable. Por más Moka-Kokas que bebiese, el sudor las evaporaba más aprisa de lo que las consumía. Ya no me pesaba porque las cifras que aparecían en la báscula empezaban a asustarme.

El viernes era el día peor porque ya ni abríamos la capellanía. Enfilaba, pues, la carretera de Urumqi y mezclado entre la muchedumbre de nativos que transfigurados por el fervor consumista se dirigían a la ciudad en carretas, tartanas y bicicletas, llegaba al hotel, reservaba una habitación, me proveía de Moka-Kokas y bajaba al salón de oficiales a enzarzarme por enésima vez en las sempiternas batallas del omnivídeo y las conferencias...

Un viernes encontré a Gert Martels que me esperaba a la entrada del salón.

—Tenny —me dijo mirando de soslayo para asegurarse de que nadie nos oía—, tienes un aspecto fatal. Te hace falta un fin de semana en Shangai, y a mí también.

—Ya no tengo autorización para conceder permisos —contesté lúgubre—. Prueba con el teniente coronel Headley. A ti a lo mejor te firma uno. A mí seguro que no.

Me interrumpí porque agitaba dos pases en la mano. Sobre la banda magnética aparecía la firma de Headley.

—¿De qué sirve ser amiga del sargento primero si no para obtener de vez en cuando un par de permisos con el sello de la oficina del coronel? El avión despega dentro de tres cuartos de hora, Tenny. ¿Te vienes?

¡Shangai! ¡Perla de Oriente! A las diez de aquella misma noche nos encontrábamos en la barra de un bar flotante del Bund. Yo tomaba la décima, o quizá fuera la vigésima, Moka-Koka aderezada con alcohol y comparaba a las camareras del bar, apetitosas todas con sus melenitas negras, preguntándome si no debía concertar una cita con alguna antes de sentirme demasiado paralizado para ello. Gert bebía un combinado a base de licor de bajo contenido de etanol y a cada sorbo se ponía más tiesa, vigilaba más su lenguaje y se le tornaban los ojos más vidriosos. Era curioso lo que me ocurría con Gert Martels. Exceptuando las cicatrices que le cruzaban la mejilla izquierda desde la oreja hasta el pómulo, no podía decirse que fuese fea y sin embargo ni ella me resultaba atractiva a mí ni yo a ella. Supongo que en buena medida se debería a las normas del reglamento militar y a los problemas que podía ocasionar el que intimaran oficiales y subalternos, riesgo que, por otra parte, muchos habían corrido sin llegar a ser descubiertos. Y hacía tantísimo tiempo desde Mitzi...

—¿Cómo es posible? —dije llamando con un gesto a la camarera.

Gert disimuló un hipido con ademán distinguido y volvió los ojos a mí.

—¿Cómo es posible el qué exactamente, Tennison? —replicó articulando con esmero todas las palabras.

Le hubiera contestado de inmediato de no ser porque llegó la camarera y encargué otro Djinn-Moka y un combinado igual para la señora. Tardé unos instantes en recordar mi pregunta.

—Ah, sí. Te preguntaba cómo es posible que tú y yo nunca lo hayamos hecho.

—Si lo deseas, Tenny —contestó con solemne sonrisa.

—No, no es eso. Me preguntaba por qué tú y yo, no sé cómo decir, nunca nos hemos gustado.

Guardó silencio. Llegaron las bebidas y tras pagar la consumición y pasarle la suya a Gert vi que lloraba.

—Gert, por Dios, escucha. No me he explicado bien. No me refería a la diferencia de graduación ni a nada de eso —exclamé mirando a mi alrededor como buscando confirmación a mis palabras.

Ignoro cómo o cuándo sucediera pero la cierto es que se nos habían unido cuatro o cinco personas más que me miraban sonrientes y sacudían la cabeza con gesto de negativa, quién sabe si indicando que efectivamente no me había explicado bien o que no entendían inglés. Uno, al menos, si lo entendía. El de paisano. Se inclinó hacia mí y para hacerse oír entre el bullicio del bar gritó:

—La plóxima londa la pago yo, ¿de acueldo?

—¿Por qué no? —Le dediqué una breve sonrisa de agradecimiento y me volví hacia Gert—. Perdona, ¿qué me decías? —le pregunté.

Gert reflexionó unos instantes, que el tipo de paisano aprovechó para inclinarse hacia mí.

—Vienen de Ulumuchi, ¿verdad? —me dijo.

Tardé un momento en comprender que se refería a Urumqi y ya luego confirmé su suposición.

—¡Ya me lo palecía! ¡Ustedes tipos cojonudos! ¡Buena campaña! ¡Invito a dos londas!

Sus acompañantes, marinos pertenecientes a la patrulla del río Whangpoo, me dedicaron amplias sonrisas y sonoros aplausos; por lo visto ese inglés sí lo entendían.

—Creo —contestó Gert pensativa— que iba a contarte la historia de mi vida. —Aceptó la bebida ofrecida por el desconocido con una cortés inclinación de cabeza y se la bebió de un trago sin interrumpir su relato—. Cuando era pequeña, tenía una familia muy feliz. Mamá era una gran cocinera y con un par de Ramboburgers, puré de patata en copos y un poco de Catsup preparaba unos platos deliciosos. Y por Navidades comíamos Pav-0, de una marca especial que según mamá era la mejor carne reconstituida, y de postre Flandul perfumado con esencia de vainilla y extracto de frambuesa.

—¡Navidades! —exclamó el de paisano embelesado—. ¡Ustedes cojonudos pol las Navidades!

Gert le lanzó una atenta pero distante sonrisa y alargó la mano para alcanzar la siguiente bebida.

—A los quince años murió papá —prosiguió—. Dijeron que a causa de una bronco... no sé qué. Tosía hasta matarse el pobre.

Se interrumpió para beber un trago y eso proporcionó al señor de paisano ocasión para intervenir de nuevo.

—Yo me eduqué en escuela de misionelos, ¿saben? También celeblaban Navidades. ¡Tenemos glan deuda con los misionelos!

Para mí, que ya me costaba esfuerzo seguir el hilo de una historia, tener que enfrentarme a dos resultaba poco menos que imposible. Había aumentado la clientela y con ella el bullicio del bar y pese a que el anticuado vapor que lo albergaba se hallaba firmemente amarrado a las pilonas del Bund, yo hubiera jurado que andábamos a la deriva mecidos por el oleaje.

—Adelante —dije en general.

De los dos Gert fue la más rápida.

—¿Sabes, Tenny, que antes era obligatorio que las fábricas contaran con filtros de humos en las chimeneas? Impedían que las partículas de azufre y la ceniza salieran al exterior. El aire era puro y la esperanza de vida ocho años superior a la actual.

—¡Aquí también! —exclamó el civil—. Cuando yo iba a la escuela de misionelos...

Pero Gert no se dejó avasallar.

—¿Sabes por qué dejaron de ser obligatorios? Porque querían que muriera más gente. La muerte genera mucho dinero. Las compañías de seguros, por ejemplo, calcularon que les salían más caras las pensiones que los seguros de vida. Por otra parte, la prima del seguro de enfermedad es muy elevada y un hombre de cincuenta años que ha pasado toda la vida respirando aire contaminado sabe que acabará enfermo varios años, de modo que no le queda más remedio que asegurarse; ahora bien, si se muere pronto, todo son beneficios para la compañía. Y luego están las funerarias. No puedes ni imaginarte el dinero que se gana enterrando a los muertos. Pero sobre todo —añadió alzando la mirada y sonriendo con dulzura—, cuando un consumidor se jubila ¿de cuánto dinero dispone para comprar cosas? De poquísimo, de manera que ya no se le necesita.

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