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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (18 page)

Y, sin embargo, a mí me resultaba casi excesivamente fácil. Al final de una opresiva jornada de trabajo me sobraban tantas energías que no sabía qué hacer con ellas. Hubiera podido seguir asistiendo a clase, pero ¿de qué iba a servirme? ¿Qué ventajas materiales superiores a las que ya poseía iba a reportarme una licenciatura? Hubiera podido instalarme en un piso de más categoría, pero la idea de buscarlo y trasladarme me deprimía... Además había otra cosa: me sentía seguro. Tal como iban las cosas, me sobraban motivos para sentirme seguro. Sensación de seguridad ya la había tenido antes y, sin embargo, desde una nubécula del tamaño de la mano de un hombre el destino había descargado un golpe que me dejó descalabrado. Permanecí, pues, en el apartamento compartido. Y cuando nos tocaba estar despiertos a la vez, charlaba con Nelson Rockwell y cuando no, veía el omnivídeo hasta altas horas de la madrugada. Mis programas favoritos eran los deportes, los seriales, los dibujos animados pero sobre todo los noticiarios. El Sudán acababa de ser incorporado a la civilización mediante las técnicas campbellianas de que yo mismo había sido objeto: orgullo incontenible provocado por la constante mejora y palpable progreso del planeta; leve resquemor suscitado por la idea de que al fin y al cabo no podía afirmarse que las técnicas campbellianas hubiesen mejorado con exceso mi existencia. Frente a las costas de Lahaina se había divisado una ballena; una investigación más minuciosa demostró que el supuesto cetáceo era en realidad una cuba flotante de aceite de jojoba. En Tucson se celebraban las Olimpíadas de primavera, habiéndose producido un desafortunado accidente en la prueba final de las carreras de monociclos. En una entrevista realizada a la entrada de la Torre T.G.&S. la señorita Mitzi Ku negó los persistentes rumores que circulan sobre su retirada de la agencia...

Qué encantadora y qué agotada aparecía Mitzi en la pequeña pantalla; y anhelé que... No. No anhelé que sucediera nada. Simplemente sentí anhelo. Era demasiado lo que había entre Mitzi y yo para anhelar algo concreto.

El teléfono no contestó cuando la llamé a su casa.

Me dije que la mejor manera de convertir en realidad mis deseos con respecto a Mitzi era extremar mis esfuerzos para conseguir un éxito sonado en Política, y así, a la mañana siguiente espoleé como una fiera al pobrecillo Dixmeister.

—¡Todo lo que se ha hecho hasta ahora no ha servido de nada —aullé— porque la ineficacia de Reparto paraliza todo el trabajo!

Era él el responsable directo de Reparto, por supuesto.

—Hago todo lo que puedo —contestó hundido, comentario al que respondí con una rotunda negativa de cabeza.

—La selección de candidatos —expliqué— es quizá el punto primordial de una campaña política.

Seguía hundido pero fingió asentir con gesto enérgico. Menuda afirmación la mía. Desde mediados del siglo XX todo el mundo sabía, porque así había quedado establecido, que un candidato no debía sudar con exceso, que debía ser como mínimo un cinco por ciento más alto que el común de los mortales para poder prescindir del estrado en un debate, que podía tener el cabello gris siempre y cuando lo poseyera en abundancia, que no debía ser excesivamente gordo, pero tampoco escuálido, y que, por encima de todo, debía ser capaz de interpretar su papel pronunciando los discursos como si realmente creyera en sus palabras.

—Desde luego, señor Tarb —replicó Dixmeister indignado—. Es lo que siempre digo a Reparto Central. La lista entera ha de...

—Tiene demasiados fallos, Dixmeister. De ahora en adelante la primera criba la efectuaré yo personalmente.

Se quedó pasmado.

—Pero, señor Tarb, el señor Sarms siempre me lo permitía hacer a mí.

—El señor Sarms ya no está aquí. La primera selección se efectuará hoy a las nueve en el salón de actos. Llénelo.

Y con un gesto di por terminada la conversación y cerré la puerta del despacho porque llevaba media hora de retraso para mi próxima Moka-Koka.

* * *

Llenó, efectivamente, el salón de actos. Con sus novecientas butacas, salvo la primera fila. Esa quedaba reservada para mí; para mí y para mi secretaria, mi maquillador y mi director de rodaje. Entré por el pasillo central sin mirar ni a derecha ni a izquierda, indiqué a mi séquito los asientos reservados, y de un salto me encaramé en el estrado. Al punto apareció Dixmeister rebotando desde los bastidores.

—¡Silencio! —gritó—. ¡Silencio! El señor Tarb va a dirigirles la palabra.

Permanecí unos instantes mirando a los asistentes, esperando percibir el ambiente de la sala. La verdad es que reinaba un silencio absoluto porque todos sabían dónde se hallaban. Este era el salón donde el Gran Jefe celebraba sus temibles sesiones de trabajo con la plana mayor de sus ejecutivos, el lugar donde se llevaban a cabo las presentaciones de los grandes proyectos y donde se nos exigía informar de las nuevas campañas. Cada una de las novecientas butacas poseía su propio respaldo, almohadón, brazos y conexión telefónica... ¡Verdaderamente los ejecutivos de la agencia viajaban en primera! Y las novecientas personas congregadas por Reparto Central eran casi todas de origen humilde, de clase consumidora.

Guardaban, pues, el silencio que inspira el pavor, y percibiendo el sentimiento que predominaba en el ambiente supe de inmediato de qué forma manejarles. Abrí los brazos y abarcando con ellos la sala entera les pregunté:

—¿Les gusta todo esto que hay aquí? ¿Les gustaría disfrutar de estas mismas comodidades en su vida cotidiana? Nada más fácil: sólo tienen que conseguir despertar mi interés. Se les va a llamar uno a uno para que suban al escenario y se les concederán diez segundos para que realicen una actuación. ¡Diez segundos! No es mucho, ¿verdad? Es exactamente el tiempo que dura un espacio publicitario breve, lo que se llama un flash, y basta y sobra para demostrar las aptitudes de un candidato. El que no consiga demostrarlas aquí, en este salón, que no sueñe con trabajar para T.G.&S. ¿Y qué hay que hacer en esos diez segundos? Lo que prefiera cada uno. Se les deja en entera libertad. Pueden ustedes cantar, relatar una historia, manifestar cuál es su color preferido, solicitar mi voto... cualquier cosa. Lo que digan no importa, siempre y cuando consigan despertar mi interés logrando así que se les seleccione. ¡Ya saben lo que hay que hacer: lograr interesarme!

Hice un leve gesto de cabeza a Dixmeister y mientras el maquillador me echaba una mano para regresar a mi asiento, mi ayudante se levantó como un resorte y ladró:

—¡Primera fila! ¡Empezando por la izquierda! ¡Usted, el del extremo, al escenario!

Dixmeister volvió a sentarse a mi lado, repartiendo nervioso sus miradas entre mí y el actor que había subido a escena. Era un tipo grandullón, de cabello abundante y ojos que centelleaban con viveza bajo unas cejas pobladas. Un rostro agradable, sin duda. Y, sin duda también, había preparado su actuación:

—¡Confío en todos vosotros! —tronó—. ¡Y vosotros podéis confiar en Marty O'Loyre porque Marty O'Loyre os quiere mucho! ¡En las próximas elecciones depositad vuestra confianza en Marty O'Loyre votando su candidatura!

Dixmeister oprimió con furia el interruptor del cronómetro y en el visor centelleó el resultado: 10 segundos exactos. Dixmeister asintió con la cabeza.

—Cronometración perfecta y triple repetición del nombre —dijo escrutando mi rostro a fin de sugerir la posibilidad correcta en el momento preciso—. ¿Candidato apto para alcalde? —insinuó—. Buena presencia, robusto, firme, efusivo...

—Fíjese como le tiemblan las manos —le interrumpí benévolo—. ¡Ni hablar! El siguiente.

Una rubia, deportiva, con antebrazos musculados de practicar el ping-pong.

—¡Demasiado aristocrática! ¡El siguiente!

Una negra ya de edad, de labios gruesos perennemente fruncidos.

—Tal vez para concejal, siempre que le arreglen el pelo en la peluquería. ¡El siguiente!

Unos hermanos gemelos con sendas pecas idénticas en forma de corazón sobre la ceja derecha.

—Refuerzo sensacional, Dixmeister —comenté—. ¿Tenemos dos vacantes de consejeros? Estupendo. ¡El siguiente!

Esbelta, pálida, de mirada remota, no pasaría de los veintitrés años.

—Conozco por experiencia lo que es ser desgraciada —dijo casi con un sollozo—. Si me otorgan su voto, mi principal objetivo será velar por su felicidad...

—¿Un poco cursi? —aventuró Dixmeister.

—¡Nada de eso! La cursilería es idónea para el Congreso, Dixmeister. Tome nota de su nombre. ¡El siguiente!

El hallazgo del día fue un jovencito imberbe, de facciones pronunciadas, que recitó su alocución con un gruñido, lanzando medrosas miradas en derredor. Sabrá Dios cómo llegó a incluírsele en la lista de Reparto Central, porque evidentemente no era actor profesional y la «interpretación» que eligió fue relatar entre vacilaciones y tartamudeos una excursión al Parque Panorama. Además, se excedió de los diez segundos permitidos. Dixmeister le interrumpió a mitad de una frase y me miró, enarcando las cejas con burlón desdén. Levantaba ya una mano para despedir al muchacho cuando detuve su gesto, porque algo me rondaba por la cabeza.

—Espere un minuto —dije cerrando los ojos, intentando capturar la huidiza imagen de mi mente—. ¡Ya lo tengo... Sí, claro! Las carreras de monociclos de ayer. Uno de los ganadores tenía esa misma expresión de afanosa estupidez. Mirada de atleta.

—La verdad, señor Tarb —dijo el chico desde el escenario— el deporte no es mi fuerte. Trabajo en Starrzelius, clasificando la correspondencia.

—A partir de ahora eres corredor de monociclos. Preséntate en Vestuario para recoger lo necesario y el señor Dixmeister se encargará de buscarte un entrenador. Dixmeister, tome nota. Boceto para la campaña: «Mis amigos me dijeron que dedicarme al monociclismo era una chifladura. Yo no lo veo así; para mí es más una cuestión de tenacidad, un deseo de emplearme a fondo en el trabajo, tanto si es sobre el monociclo como desde mi despacho del...», veamos, desde mi despacho del...

—¿Congreso, señor Tarb? —sugirió amedrentado Dixmeister.

—Del Congreso, sí —repliqué generoso—. Tal vez.

La verdad es que meter a aquel chaval en el Congreso era desperdiciar sus fabulosas condiciones; pensé para mis adentros en algo mucho más elevado, vicepresidente quizás. Ya tendría tiempo de estudiar la lista de selección; entretanto no me costaba nada concederle una pequeña satisfacción a Dixmeister.

—Ah, por cierto —añadí—, llame a la Federación de Monociclismo y dispóngalo todo para que ese chico gane un par de carreras.

—Señor Tarb —balbuceó Dixmeister—, no sé si accederán a arreglar de antemano...

—Ordéneselo, Dixmeister. Explíqueles la ventajosa promoción que va a representar eso para el monociclismo. Véndales la idea, ¿entendido? Adelante, pues. ¡El siguiente!

Y el siguiente, y el siguiente, y el siguiente, así hasta novecientos. Pero necesitábamos numerosos candidatos. Aunque existía al menos una docena de agencias dotadas de importantes departamentos políticos, sobraba trabajo para todas. Sesenta y una legislaturas estatales, nueve mil municipios, tres mil condados y finalmente el gobierno federal. Sumando toda esa estructura, había por término medio casi doscientos cincuenta mil puestos electivos que cubrir cada año. Es innecesario precisar que sólo una mínima fracción de ellos eran lo suficientemente importantes, con ello quiero decir lo suficientemente costosos, para acaparar el tiempo y el esfuerzo de T.G.&S. En general solíamos presentar a reelección a los antiguos titulares pero, a pesar de todo, cada año había que encontrar cinco o diez mil cuerpos humanos a los que aleccionar, vestir, maquillar, ensayar, dirigir... y conseguir que resultaran elegidos, objetivo que normalmente solía cumplirse. En realidad importaba muy poco el resultado final de las elecciones, pero como T.G.&S. tenía que proteger su reputación de agencia influyente, batallábamos en favor de nuestros candidatos como si el hecho de ganar o de perder tuviese efectiva relevancia.

Cuando hubimos examinado a los novecientos candidatos, ya habían llenado dos veces con Moka-Koka el termo de café instalado en el brazo derecho de mi butaca y mi estómago empezaba a experimentar los aguijonazos del hambre. De los novecientos aspirantes seleccionamos a ochenta y dos posibles candidatos, y tras despedir a los que no habían superado la prueba, subí por segunda vez al escenario.

—Acérquense —les dije, acompañando mis palabras con un amplio gesto.

Obedecieron prontamente pues sabían que acababan de convertirse en mimados de la fortuna.

—Vamos a hablar de dinero —anuncié. Un silencio absoluto me dijo que estaban pendientes de mis palabras—. El sueldo de Congresista equivale al de un redactor publicitario principiante. El de Consejero asciende prácticamente a lo mismo. —Oí un rumor, no un jadeo, sino una especie de suspensión de la respiración, síntoma evidente de que todos calculaban la cifra mensual que les permitiría dejar atrás la colectiva impotencia de la clase consumidora—. El sueldo —añadí— es sólo el primer escalón. Lo verdaderamente importante son las comisiones, asesorías y presidencias... —no hizo falta que precisara «los sobornos»— que comporta todo cargo político. Suelen ser de gran cuantía. ¿Precisar esa cifra? No podría decirles con exactitud, pero conozco el caso de dos senadores que se embolsan unos ingresos análogos a los de un publicitario ejecutivo. —Estremecimientos en mi auditorio; esta vez los jadeos fueron auténticos—. No voy a preguntarles si desean cobrar esas sumas, porque no creo que haya en esta sala ningún chalado. Lo que sí voy a explicarles es lo que tienen que hacer para conseguirlas. Fundamentalmente tres cosas: no se metan en problemas, trabajen mucho y sobre todo hagan lo que se les diga. Con eso y un poco de suerte.... —Dejé que la idea flotase unos instantes antes de añadir con una amplia sonrisa—: De momento, váyanse a casa. Preséntense mañana a las nueve para empezar a trabajar.

Cuando empezaron a desfilar, miré el reloj. La sesión había durado cuatro horas y pico y Dixmeister derramaba sobre mí una cascada de elogios.

—¡Qué gran día de trabajo! ¡Qué eficacia! Sarms hubiese empleado una semana entera para esto. Y ahora —añadió con un guiño malicioso—, si me permite la sugerencia, conozco un sitio donde sirven filetes de ternera auténtica y todas las marcas de vinos y licores puros, sin el menor contenido de etanol, que usted quiera. ¿Qué me diría de un verdadero martini, como los de otros tiempos...?

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