—Así es, pero aún estando chiflados, Constituyen un mercado potencial que a nadie se le ha ocurrido explotar. Mire, los miembros de Consumidores Anónimos son ciudadanos corrientes, sujetos a un irrefrenable afán de consumir. Es, por ejemplo, el individuo que toma cincuenta tazas de Boncafé al día, víctima de una desmesurada dependencia a cualquier tipo de producto, de una monstruosa hipertrofia de la tendencia a consumir. Viéndose en tal estado, acude a Consumidores Anónimos, y entonces ¿qué ocurre? Pues que la mayoría abandona el hábito durante un par de días, como máximo, y luego vuelve a caer en él. Al cabo cíe una semana está peor que antes, y acaba por tener que internarse en un manicomio, con lo cual queda definitivamente perdido para el consumo. Si por el contrario la ayuda que allí recibe da resultado, entonces la situación es infinitamente peor porque le lavan el cerebro induciéndole a economizar, incluso a ahorrar.
—Siempre he dicho —declaró el Gran Jefe con gravedad— que Consumidores Anónimos es lo que más se parece al conservadurismo.
—Exactamente. Pero no tenemos por qué perder a esa gente. Lo único que hay que hacer es reorientarla. Nada de abstinencia. Sustitución.
El Gran Jefe frunció los labios. Como era de esperar, los esbirros imitaron el gesto. Ninguno de ellos había comprendido mi idea, pero como tampoco iban a reconocer tal cosa, me di el gustazo de aclararla.
—Se trata de organizar un grupo de ayuda mutua para cada hábito de exceso de consumo —expliqué—. Luego enseñamos a sus integrantes a sustituir un producto por otro. Si son adictos al Boncafé, los encaminamos hacia Nicogums, de Nicogums los dirigimos hacia las colecciones de la Casa de la Moneda de San Jacinto...
Carraspeos procedentes del umbral.
—La Casa de la Moneda de San Jacinto no es cliente nuestro —dijo el esbirro número dos.
—Entonces, hacia cualquier empresa que sea, evidentemente, cliente nuestro —precisé glacial—. Somos una agencia de primera línea y disponemos de empresas que cubren todos los sectores del consumo, ¿no es así? Diría que a un consumidor que lleva cinco años de dependencia de, por ejemplo, el Boncafé, pese a haber iniciado la caída hacia el fracaso, le quedan todavía varios años de vida útil para consumir, por ejemplo, productos dietéticos Starrzelius.
El Gran Jefe lanzó una mirada al esbirro, que cerró la boca de golpe. Yo, por mi parte, continué el ataque a fondo.
—La fase siguiente —dije— es, en mi opinión, el punto crucial capaz de generar enormes beneficios. He hablado de grupos de ayuda mutua. ¿Por qué no convertirlos en verdaderos clubs? Los socios tendrían que pagar una cuota, adquirir insignias y distintivos, anillos, relojes, camisetas impresas, corbatas y prendas especiales para las fiestas de gala... Diseños distintos, por supuesto, para los diferentes escalones a que vayan accediendo, fabricados de tal forma que no puedan adquirirse de segunda mano...
—Producto, en suma —murmuró el Gran Jefe brillándole los ojos.
Era la palabra mágica. Me había ganado su confianza. El séquito lo percibió antes que yo, desde luego, y las felicitaciones espesaron el ambiente del despacho. Empezó a hablarse de proyectos: la creación de un nuevo departamento independiente englobado en Intangibles, un estudio de viabilidad destinado a investigar la eventual existencia de obstáculos y demarcar los principales sectores del proyecto... Habría que obtener el beneplácito del Comité de Dirección pero...
—¡Una vez obtenido, Tenny —exclamó el Gran Jefe resplandeciente—, el proyecto es todo suyo!
Y entonces efectuó el gesto ritual que generaciones y generaciones de ejecutivos publicitarios han realizado para manifestar una admiración total e ilimitada. Se quitó el sombrero y lo colocó encima de la mesa.
Fue el momento de la gloria. Me desbordaba el corazón. Apenas logré contener mi impaciencia de que se fueran del despacho porque el proyecto era una idea genial que poco beneficiaría a su inventor. Dinero, sí. Ascenso en el escalafón de la agencia y prestigio, también. Pero la sustitución no podía curar la dependencia límbica campbelliana, y... ¡cielo santo, cuánta falta me hacía una Moka!
Hasta veía de vez en cuando a mi dama atrevida, aunque no con la frecuencia que hubiera deseado. Acudió, eso sí, puntual a mi oficina, respondiendo a la nota en la que le comunicaba mi nuevo proyecto, mostrándose distraída mientras le presentaba mis excusas por habérselo presentado al Gran Jefe en vez de esperar a «lo de después».
—No te preocupes Tenny —me contestó gozosa... y abstraída—. No afectará a nuestros... planes. A ver si nos vemos pronto... un día de estos... estaremos en contacto... ¡Adiós!
Pronto no fue. Era imposible que viniera a mi casa, no me invitó a la suya y en cuantas ocasiones intenté hablar con ella por teléfono o había salido o estaba demasiado ocupada para charlar. Al menos no era una excusa inventada. Sabiendo lo que se traía entre manos, comprendí muy bien que en este momento el tiempo no le alcanzase para todo.
Pero como yo seguía con deseos de verla, cierta tarde en que, hallándome en mi oficina poco antes de terminar el trabajo, recibí una inesperada llamada, eché a correr hacia su despacho, esquivé a su tercera secretaria, pasé como una exhalación junto a la segunda y se me permitió finalmente hablar con Mitzi en persona empleando el teléfono de su primera secretaria.
—Acabo de hablar por teléfono con Honolulu —le dije—. Era tu madre. Me ha dado un recado para ti.
Silencio absoluto al otro lado de la línea. Al cabo de unos momentos le oí decir:
—Dame una hora, Tenny, por favor. Luego tomamos una copa en el bar de Ejecutivos.
Bueno, no fue una hora, fueron casi dos, pero no me importó tener que esperarla. Aunque estaba en camino de convertirme en favorito de los poderosos, mi categoría oficial no había mejorado todavía hasta el extremo de alcanzar plenos privilegios de ejecutivo, de manera que me llenó de orgullo ser admitido en el local por invitación de Mitzi, y allí me senté con mi copa de Drambuie, contemplando desde las alturas el panorama contaminado y gris de la gran ciudad, henchida de riquezas, repleta de promesas, disfrutando de la compañía de mis iguales, es decir, de quienes pronto serían mis iguales y que no toleraron mi presencia con desdén. La verdad es que cuando por fin apareció Mitzi y empezó a buscarme, ceñuda, por el salón, trabajo me costó desprenderme de tantas muestras de cordialidad y encontrar una mesa para dos en un rincón tranquilo.
Mitzi tenía el ceño fruncido, gesto habitual ya en ella, y parecía nerviosa. Pero esperó a que encargase yo los combinados, dos Mimosas, su bebida preferida a base de champagne casi auténtico y zumo de naranja uperizado, antes de preguntarme con altivez:
—Bueno, ¿qué es esa historia de mi madre?
—Me ha telefoneado, Mits. Me ha dicho que ha intentado hablar contigo desde que llegaste y que no lo ha conseguido.
—¡Sí, hablé con ella!
—Una vez —asentí, corroborando mis palabras con un gesto de cabeza—, el día siguiente a tu llegada. Dice que hablasteis tres minutos...
—¡Tenía trabajo!
—...y que luego ya no has vuelto a llamarla.
Eran casi media docena las amenazadoras arrugas del ceño y su voz sonó glacial.
—Tarb —me dijo muy despacio—, que queden las cosas claras. Ya soy mayor. Lo que ocurra entre mi madre y yo no es asunto que te incumba. Mi madre es una mujer cargante, una vieja entrometida, en gran parte una de las razones por las que me fui a Venus, y si no tengo ganas de hablar con ella, no tengo por qué hacerlo, ¿entendido?
Llegaron los combinados, agarró su Mimosa y entre dientes declaró:
—La llamaré la semana que viene—, y se tomó de un trago medio vaso—. No está mal —admitió de mala gana.
—Yo los preparo mejor —insinué, diciéndome para mis adentros: tendré que irme cuanto antes de ese piso compartido; no es lógico que Mitzi tenga que ofrecer su casa cada vez.
Fue como si hubiera manifestado ese pensamiento en alta voz porque ella se apoyó en el respaldo del asiento y me miró pensativa. Las arrugas del ceño se habían desvanecido casi todas, salvo las dos que ya pudieran llamarse permanentes, pero su mirada era más analítica de lo que yo hubiese deseado.
—Tenny —me dijo—, hay algo en ti que me atrae poderosamente...
—Gracias, Mits.
—Debe ser tu memez, creo —siguió diciendo sin hacer el menor caso de mi réplica—. Sí, eso es. Memo y desvalido. Me recuerdas a un ratoncito perdido.
—¿A un ratón solamente? —repliqué probando fortuna—. ¿Ni siquiera a un gatito? ¿Un gatito mimosito, suave de acariciar?
—Los gatitos crecen y se convierten en gatos. Los gatos son felinos, carniceros. Creo que en el fondo lo que más me gusta de ti es que has perdido las garras. —Dijo esto sin mirarme, contemplando por la ventana el resplandor brumoso de la ciudad. Hubiera dado mucho por saber qué pensamientos se formaban en su mente, pensamientos que ella misma vetaba antes de que asomaran a los labios. Suspiró—. Tomaría otro —añadió regresando al mundo en que yo estaba.
Hice seña al camarero y le encargué las bebidas murmurándole algo al oído mientras ella intercambiaba sonrisas y saludos con diez o doce miembros del alto estado mayor.
—Siento haberme entrometido en lo de tu madre —me excusé.
—Ya te he dicho que la llamaría —contestó distraída alzándose de hombros—. Olvidemos este tema. —Y adoptando un tono más amable preguntó—: ¿Qué tal te va tu trabajo? Me he enterado de que tu nuevo proyecto ha sido muy elogiado.
—Han de pasar unos días para saber si realmente es viable —contesté con modestia.
—Ya verás como sí, Tenny. De momento continúas con lo de Religión, ¿no?
—Sí, claro, esa campaña está muy adelantada. Además de eso, estoy haciendo unos cursos en la universidad; tengo ganas de terminar por fin la licenciatura.
Asintió como con entusiasmo pero en cambio me preguntó:
—¿Has pensado alguna vez en pasarte al departamento de Política?
—¿Política? —repetí desconcertado.
Un tanto pensativa declaró:
—Aún no puedo decirte gran cosa, pero sería muy útil que afilases tus armas en ese campo.
Un escalofrío de placer me recorrió la espina dorsal. ¡Estaba hablando del futuro!
—¿Y por qué no, Mits? Mañana mismo paso Religión a segundo plano. Y ahora... ahora tenemos toda la noche para nosotros...
Agitó la cabeza.
—Yo no puedo, Tenny. Tengo quehacer—. Vio la desilusión que reflejaba mi rostro y se entristeció. Esperó a que el camarero hubiese servido la segunda ronda de combinados y entonces me dijo—: Tenny querido, sabes de sobra que en este momento tengo un montón de preocupaciones.
—¡Lo comprendo perfectamente, Mits!
—¿De veras? —De nuevo aquella mirada pensativa—. En fin, supongo que comprendes que estoy ocupadísima. Lo que ya no sé si comprendes es lo que pienso de ti.
—Será bueno, espero.
—Bueno y malo, Tenny —contestó muy seria—. Si fuera un poco más sensata...
Pero no dijo lo que haría si fuera un poco más sensata, y como yo tenía la vaga sospecha de saber lo que sería, dejé que la frase se perdiera en el vacío.
—Por ti —brindó, examinando el Mimosa recién llegado como si fuera una medicina antes de llevárselo a los labios.
—Por nosotros —contenté alzando mi vaso, que no contenía ni un Mimosa ni un café irlandés, a pesar de su aspecto. Debajo de la obligada capa de Casicrem estaba lo que había enviado a buscar al camarero a mi oficina: cuatro onzas de Moka-Koka pura.
A la mañana siguiente, lo primero que hice fue chasquear los dedos. Al punto se materializó Dixmeister en el umbral de mi despacho, esperando bien mis órdenes bien una invitación para pasar y tomar asiento. No hice ninguna de las dos cosas.
—Dixmeister —le anuncié—, como que la campaña de Religión está bien encarrilada, se la voy a pasar a... ¿cómo se llama?
—¿Se refiere a Wrocjek, señor Tarb?
—Eso es. Dispongo de un par de días libres, de modo que me voy a dedicar a arreglar un poco las cosas en Política.
Dixmeister, incómodo, cambió de posición.
—Pues, la verdad, señor Tarb, desde que el señor Sarms se jubiló, soy prácticamente yo quien dirige ese departamento.
—Eso es precisamente lo que vamos a arreglar, Dixmeister. Quiero visualizar en mi pantalla todos los proyectos de campañas para analizarlos y darles luz verde, si lo merecen. Y quiero que quede listo para esta tarde. No, mejor dicho, para dentro de una hora... Pensándolo bien, hagámoslo ahora mismo.
—Pero... pero... —balbuceó.
Comprendí perfectamente su balbuceo. Había que consultar y asimilar como mínimo cincuenta bancos de datos distintos para preparar una sinopsis decente, tarea que requería por lo menos medio día. Eso me importaba un comino.
—Ya me ha oído, Dixmeister —dije con benévola suavidad, hundiéndome en el asiento y cerrando los ojos. ¡Qué sensación de placer!
Casi había olvidado que era un adicto a la Moka-Koka.
Dicen que al cabo de cierto período de dependencia la Moka-Koka causa tan permanente estado de excitación que afecta a las propias decisiones. No es que uno se sienta incapaz de tomarlas ni tampoco que cometa desaciertos. Lo que ocurre es que se encuentra uno tan pletórico, tan rebosante de energía, que una sola decisión no satisface. Se toma una, y luego otra, y luego otra, y cuando el colaborador o el subalterno se muestra incapaz de mantener ese endiablado ritmo de trabajo, lo cual ocurre siempre, uno pierde los estribos. Seguramente Dixmeister pensaba que eso era lo que me sucedía porque el pobre sufría con frecuencia mis exabruptos. Pero yo estaba tranquilo. Sabía que tal situación se producía, pero no temía que me sucediera a mí. Quizá pudiera sucederme, pero en todo caso al cabo de mucho tiempo, dentro de cinco o diez años, en un futuro tan remoto que no me inquietaba porque, de todos modos, cualquier día iba a dejar ese pernicioso hábito. Sí, aprovechando la primera oportunidad que se me presentase. Entretanto removía cielos y tierra para que las cosas funcionaran a toda máquina. Hasta el propio Dixmeister tenía que reconocerlo. Empleé dos días enteros en estudiar a fondo los proyectos y campañas en curso de preparación, y puedo asegurar que puse a todo el mundo en movimiento.
El primer asunto en que metí la nariz fue la sección de Comités de Acción Política. Ya se sabe lo que es un CAP: un grupo de personas unidas por un mismo interés y dispuestas a desembolsar grandes cantidades de dinero a fin de sobornar, mejor dicho, influenciar a los políticos para que promulguen leyes que favorezcan el interés de dicho grupo. En los viejos tiempos los CAP estaban dominados principalmente por empresarios y por lo que entonces se denominaban sindicatos obreros y asociados profesionales. Recuerdo haber contemplado aquellas gestas históricas protagonizadas por la Corporación de Colegios de Médicos Americanos y el Gremio de Vendedores de Automóviles Usados: un grupo de jóvenes médicos que con fervor y denuedo obtenía tras largos meses de lucha la exención de impuestos de los congresos, celebrados en general en Tahití; o la ardua batalla de los vendedores de coches antiguos en favor del inalienable derecho a introducir serrín en la transmisión de los vehículos. Este tipo de espectáculo resulta divertido cuando se es joven, pero la edad, y el cinismo que esta conlleva, impiden seguir creyendo en la bondad y rectitud del ser humano... En fin, tales batallas se ganaron hace ya muchos años, pero los CAP continúan existiendo y son casi tan rentables como la religión. No hay más que organizarlos, cobrar las cuotas de inscripción y pensar en qué va a emplearse ese dinero, que a la larga acaba siempre destinándose a la publicidad. Publicidad dedicada a la promoción de los propios objetivos del grupo o a campañas en apoyo de candidatos que merecen su favor. Así que al término de una jornada interminable promoví la creación de al menos diez nuevos CAP. Uno que congregaba a los Amantes de Objetos Artísticos (me inspiró la idea de Nelson Rockwell), otro a los Adeptos a los Cortaplumas del Ejército Suizo bajo el lema: «Nos hacen falta para limpiarnos las uñas. ¿Es culpa nuestra que los criminales los empleen para otros propósitos?», otro que agrupaba a los Conductores de Taxis-Triciclo, un CAP de Inquilinos resuelto a conseguir la promulgación de una ley que asegurase un mayor número de horas de sueño en detrimento de los usuarios diurnos del espacio compartido... ¡Qué manera tan brutal de hacer trabajar a mi equipo!