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Authors: Frederik Pohl

Tags: #Ciencia Ficción

La guerra de los mercaderes (29 page)

En realidad, tampoco sentía deseos de muchas cosas, casi de nada, salvo de una sola cosa, y esa sola cosa no era del tipo del hambriento apetito físico que las pastillitas verdes tan bien anestesiaban. Se trataba de un anhelo mental, del recuerdo de un deseo, de la ilusión de sentir nuevamente el dulce contacto de dos cuerpos al dormir y el rumor de la respiración procedente de un cuerpo suave y cálido acurrucado entre mis brazos. Era Mitzi lo que deseaba.

La veía poco. Una vez al día acudía a su despacho a informar del progreso de mi trabajo. Algunas veces ella no estaba y era Des Haseldyne quien, meneando el corpachón en la silla leía irritado mi informe, nunca lo bastante completo o prometedor para su gusto, porque Mitzi había tenido que salir para asistir a otra reunión. A veces las reuniones se celebraban fuera del edificio. Yo sabía que era mucho lo que a mí se me ocultaba, muchos los parches y remiendos que añadir al desvencijado proyecto con el que me había comprometido. Tanto mejor, pues, sentirme anestesiado. Las pastillitas verdes no eliminaban por completo las sudorosas pesadillas de las brigadas antiprácticas comerciales ilícitas irrumpiendo en mi oficina o en la covacha de Bensonhurst, pero al menos me permitían soportarlas.

Y cuando Mitzi estaba en su oficina, ni nos rozábamos. La única diferencia entre informar a Des o informarle a ella era que de vez en cuando Mitzi me llamaba «querido». Los días se sucedían unos a otros...

Hasta que un día, ya tarde, me hallaba ensayando con uno de nuestros candidatos, enseñándole los gestos tradicionales de un debate convencional: ceja enarcada para mostrar burlón escepticismo; mandíbula salida, signo de determinación; la indignada y tormentosa mirada ceñuda de la incredulidad; el repentino asombro y un leve alejamiento, como si el oponente, grosera e imperdonablemente, hubiese dejado escapar una ventosidad. Estaba enseñándole a aquel fantoche a equivocarse intencionadamente al pronunciar con todas las variantes posibles el apellido de su adversario, cuando entró Mitzi.

—No interrumpas tu tarea, Tenny —dijo al cruzar el umbral. Pero acercándoseme para que aquel papanatas no la oyese me añadió al oído—: Cuando termines... trabajas demasiado para hacer ese largo trayecto hasta Bensonhurst cada noche. Hay sitio de sobras en mi piso.

Era la plegaria que hubiese elevado al cielo si rezar se contase entre mis costumbres.

Por desgracia, no fue muy satisfactorio. Las pastillitas verdes no sólo habían apagado todo el entorno tornándolo gris sino que también me habían apagado a mí. No sentía la pasión, el impulso, el apetito insaciable, me alegraba de hacer lo que estábamos haciendo, pero en realidad no parecía nada del otro mundo y además Mitzi estaba nerviosa y tensa.

Me figuro que las parejas que llevan ya años casadas pasan por momentos en que ambos están cansados, nerviosos o agotados como yo, y hacen lo que hacen porque no tienen nada mejor que hacer en ese momento.

Pero nosotros sí teníamos algo mejor que hacer. Nosotros hablábamos, compartíamos confidencias, aunque no de las que se hacen los enamorados. Hablábamos porque ninguno de los dos dormíamos bien y porque tras nuestros escasos y poco satisfactorios encuentros sexuales era mejor hablar que fingir dormir y escuchar a la persona de al lado fingir hacer lo mismo.

Había cosas, desde luego, que no decíamos. Mitzi no mencionaba nunca la inmensa mole oculta del iceberg, las misteriosas reuniones secretas a las que ni se me permitía asistir ni de cuyo contenido se me informaba. Yo, por mi parte, no volví a hablar de las dudas que me asaltaban. Que los conspiradores venusianos forcejeaban desesperados con un proyecto que se desmoronaba era evidente. Lo supe desde el momento en que Des Haseldyne me formuló la pregunta sobre la motivación límbica. Pero no hablé de ello.

De vez en cuando, eso sí, pensaba en lo que sería el quemado de cerebro. Y cuando Mitzi se movía inquieta y hablaba en sueños, sabía que ella también pensaba en lo mismo.

Yo hablaba sobre todo de secretos y confidencias que podía traicionar. Le conté a Mitzi todo cuanto se me ocurrió que pudiese ser de utilidad para la causa venusiana, todos los secretos de agencia que conocía, todas las operaciones encubiertas de la embajada, todos los detalles del asalto al desierto de Gobi. A cada cosa que yo le explicaba, ella arrugaba la nariz y declaraba:

—Típico de la despiadada tiranía comercial.

Y después de ese comentario, no me quedaba más remedio que intentar recordar algún otro dato de importancia que traicionar. Todo el mundo ha oído hablar de Scheherazade. Pues eso es lo que era yo, un personaje que cada noche relataba una historia para poder seguir con vida a la mañana siguiente, porque no olvidaba lo fácilmente prescindible que resultaba mi persona.

Como es natural, esta situación me perjudicaba en otras parcelas de mi ser más íntimas e importantes.

Pero no todas las conversaciones eran de ese estilo. También le hablaba a Mitzi de mi infancia, de que mi madre había confeccionado con sus propias manos el uniforme que vestí al ingresar en la Asociación de Jóvenes Redactores, de mi época de escuela, de mis primeros amores. Y ella me contaba... Bueno, ella me lo contaba todo, es decir todo lo referente a sí misma. Poco me hablaba de lo que se traían entre manos mis cómplices de conspiración, pero eso yo no lo esperaba.

—Mi padre llegó a Venus con la primera nave —me decía, y yo sabía que me contaba esas cosas para evitar el riesgo de hablarme de otras más peligrosas.

Era interesante, sin embargo. Mitzi sentía especial cariño hacia su padre. Formaba parte de la banda de conservaduristas revolucionarios y santurrones de Mitch Courtenay que odiaban con tal intensidad el lavado de cerebro y la manipulación del individuo por parte de la sociedad mercantil que salieron de las brasas de la Tierra para caer en el fuego del infierno de Venus. Cuando me explicaba anécdotas de los tiempos heroicos de su padre, parecía, efectivamente, una reproducción exacta del infierno. Y su padre no había sido ningún capitoste. En aquellos tiempos era tan sólo un chiquillo. Por lo visto su tarea consistía en excavar agujeros para vivir en ellos sin más herramientas que sus propias manos, y entre turnos de trabajo sacaba la basura de la nave para enterrarla. Mientras los equipos de construcción montaban los primeros tubos de Hilsch a fin de recuperar la principal ventaja de Venus, esto es la ingente energía de sus vientos cálidos y densos, el padre de Mitzi, en una guardería, cambiaba los pañales a la primera generación de venusianos.

—Mi padre —decía con los ojos húmedos— no sólo era un chiquillo sin preparación cualificada sino que además no gozaba de buena salud. Físicamente era un guiñapo. De pequeño recibió una dieta alimenticia inadecuada, a base de alimentos envasados de escaso valor nutritivo, y luego sufrió una dolencia en la columna vertebral que nunca se le curó, ¡pero a pesar de ello nunca se permitió desfallecer!

En la época en que empezaron a realizarse en Venus las primeras explosiones nucleares en las fallas tectónicas con el fin de crear volcanes, encontró tiempo para casarse y tener a Mitzi. Fue entonces cuando le ascendieron, después de lo cual murió. La finalidad de los volcanes era que constituían para los venusianos el método mejor de obtener y utilizar el oxigeno y vapor de agua existentes bajo la corteza de la superficie. Así se formaron en la Tierra la atmósfera y los océanos, sólo que los venusianos tuvieron que optar por una alternativa menos derrochadora de tiempo que la empleada por la Tierra primitiva, al no poder permitirse el lujo de esperar cuatro billones de años para obtener los mismos resultados. Una vez los volcanes creados hubo que cubrirlos con casquetes.

—Era un trabajo arduo y muy peligroso —me contaba Mitzi—. En cierta ocasión se produjo un fallo en uno de los casquetes a consecuencia del cual sobrevino una explosión en la que murió mi padre. Yo tenía tres años.

A pesar de lo agotado, exhausto y consumido que me hallaba, lo dijo de una manera que me emocionó. Quise estrecharla entre mis brazos. Ella se apartó de mí.

—Eso es el amor —dijo con la cara vuelta hacia la almohada—. Amar a alguien es sufrir. Desde que mi padre murió, vertí todo mi amor en Venus. ¡Nunca quise querer a otra persona!

Al cabo de un momento me levanté tambaleándome. Ella no me dijo que volviera a la cama.

Amanecía; más valía afrontar el lamentable día que se avecinaba. Puse agua a calentar para preparar el «café» que ella tomaba, miré por la ventana la inmensa y contaminada ciudad, hervidero de ofuscados consumidores, y me pregunté qué estaba haciendo con mi vida. Físicamente la respuesta era bien simple: la estaba destrozando. La tenue imagen reflejada en el cristal me mostraba un rostro que enflaquecía día a día, unos ojos cala vez más hundidos y brillantes. Entonces oí a mis espaldas la voz de Mitzi diciéndome:

—Mírate bien, Tenny. Tienes un aspecto fatal.

Empezaba a hartarme de oír eso. Me di media vuelta. Estaba sentada en la cama con los ojos fijos en mí. Todavía no se había puesto las lentillas.

—Mits, cariño, lo siento...

—¡Empiezo a hartarme de oír eso! —me espetó como si me hubiese leído el pensamiento—. Lo sientes mucho, ya lo sé. Eres el individuo que más sientes las cosas que he conocido en mi vida. ¡Tenny, al final te vas a morir por culpa mía!

Miré por la ventana por si hubiese alguien en aquella vieja y sucia ciudad que pudiese proporcionarme una respuesta con que replicar a ese comentario. Pero como nadie lo hizo y como las palabras de Mitzi parecían constituir una alternativa probable, me pareció que lo mejor era hacer ver que no las había oído.

Ella, sin embargo, insistió.

—¡Esas malditas pastillas te van a matar —exclamó furiosa— y entonces, además del miedo y la angustia que ya tengo ahora, sufriré!

Retrocedí hasta la cama y la tomé por el hombro desnudo para calmarla. No sé calmó. Me miró enrabiada como un gato montes atrapado en un cepo.

Los efectos de la anestesia comenzaban a disiparse.

Cogí la pastilla de la mañana y me la tragué, rezando para que ésta me entonara en lugar de atontarme, para que me proporcionara la sabiduría y la ternura necesarias para responder a Mitzi con palabras que aliviasen su dolor. Ni la sabiduría ni la ternura acudieron en mi ayuda, de modo que echando mano de los pobres elementos que tenía a mi alcance dije con ánimo conciliador:

—Mits, mejor será que nos vistamos y nos vayamos a trabajar antes que digamos algo de lo que luego nos arrepentiremos. Estamos los dos agotados. Mira, si esta noche dormimos...

—¡Dormir! —murmuró— ¡Dormir! ¿Cómo quieres que duerma si cada diez minutos me despierto aterrorizada pensando que los matones del Departamento de Prácticas Comerciales Ilícitas derriban la puerta de mi casa?

Me estremecí; yo sufría idénticas pesadillas; pensaba a menudo en lo que sería el quemado de cerebro.

—¿Pero no vale la pena, Mits? Ahora nos estamos conociendo de verdad...

—¡Te conozco de sobras! Eres un drogadicto. Estás hecho una piltrafa. Ni siquiera sirves para nada en la cama...

Y se interrumpió porque sabía tan bien como yo lo que eso significaba. Era la sentencia de muerte. Después, ya no quedaba más que decir: «Hemos terminado.» Y en las especiales circunstancias de nuestra relación sólo había una manera de terminar.

Esperé en suspenso las siguientes palabras, que forzosamente habían de ser: «¡Fuera de aquí! ¡Márchate de mi vida!» Después de que me expulsara, pensé abstraído, lo mejor sería irme directamente al aeropuerto, tomar el vuelo más lejano que me permitieran mis recursos económicos y perderme entre la bullente masa de consumidores de Los Ángeles, Dallas u otra ciudad aún más remota. Probablemente Des Haseldyne no daría con mi paradero. Podría pasar escondido los próximos meses, mientras se llevaba a cabo el golpe, con éxito o sin resultado. Después, claro está, la situación se tornaba espinosa; ganase el bando que ganase, los vencedores saldrían en mi busca...

Advertí que Mitzi no había pronunciado las temidas palabras. Estaba sentada en la cama escuchando atenta un ruido apagado, procedente de la puerta.

—¡Dios mío! —exclamó desesperada—. ¡Mira qué hora es! ¡Ya están ahí!

Efectivamente había alguien en la puerta del apartamento de Mitzi. Pero ese alguien no la derribaba; la abría con una llave, por lo que no podían ser las terroríficas brigadas.

Eran tres personas. Una era una mujer a quien jamás había visto. Las otras eran dos hombres de quienes hubiera afirmado, apostando todo cuanto tenía, ser los últimos individuos susceptibles de entrar en el piso de Mitzi de aquella manera: Val Dambois y el mismísimo Gran Jefe.

Al verlos sólo me asusté. Ellos quedaron paralizados y además se pusieron furiosos.

—¡Maldita sea, Mitz! —gritó Dambois—. ¡Buena la has armado! ¿Qué diantre hace aquí este adicto a la Moka-Koka?

Hubiera podido decirle que ya no era exactamente un adicto a la Moka-Koka pero ni lo intenté. Estaba concentrando mis confusos y horrorizados pensamientos en averiguar qué significaba la presencia de ambos en este piso. Tampoco hubiera tenido ocasión de replicarle porque el Gran Jefe, con expresión marmórea, levantó una mano.

—Tú, Val, quédate aquí y no le quites ojo de encima —ordenó—. Los demás, venid conmigo.

Observé cómo se marchaban Mitzi, el Gran Jefe y la mujer, baja y regordeta, que al verme había murmurado algo con marcado acento extranjero.

—Es de RussCorp, ¿verdad? —le pregunté a Val Dambois.

—¡Cierra el pico! —ladró éste con la respuesta que ya me esperaba.

Asentí con la cabeza. No era preciso que lo confirmara. El simple hecho de que él y el Gran Jefe penetraran a hurtadillas en el piso de Mitzi explicaba cuánto yo quería saber. La conspiración era mucho más importante de lo que Mitzi había reconocido. Y mucho más añeja. ¿Cómo había conseguido el Gran Jefe su fortuna? Ganando el gordo de una «lotería» que «por casualidad» le había tocado en Venus. ¿Y Mitzi? De una «indemnización» a causa de un «accidente». ¿Y Dambois? De «beneficios comerciales». Todos procedentes de Venus. Todos absolutamente incomprobables en la Tierra.

Y todos utilizados para el mismo propósito.

Y si RussCorp también estaba mezclada, entonces no se limitaba solamente a América, había que deducir que se trataba de una conspiración a nivel mundial. Me veía obligado a concluir que por cada migaja de información que Mitzi de tan mala gana había soltado, detrás había oculta una barra de pan entera.

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