—Gert, cariño —le dije muy nervioso—, salgamos a respirar un poco de aire fresco.
El señor de paisano no hacía más que sonreír balanceando la cabeza; había bebido tanto que apenas se enteraba de lo que decían los demás. Pero uno de los marinos había fruncido el ceño, como si después de todo entendiera inglés, cosa que no pareció turbar a Gert en absoluto.
—Si hubiera aire fresco —comentó—, seguramente mi padre no hubiera muerto de aquella horrible enfermedad. —Y tendiendo el vaso, que estaba vacío, con dulce e infantil sonrisa preguntó—: ¿Podría tomarme otro, por favor?
Bendito sea el señor de paisano. Al instante tuvo allí a la camarera con otra ronda y la expresión del marino se suavizó al recibir su correspondiente bebida.
Yo, que no estaba lo que se dice sereno pero atinaba aún lo bastante para darme cuenta de que Gert estaba en peores condiciones, hice un esfuerzo por cambiar de conversación y dirigiéndome a nuestro benefactor le dije jovial:
—Así que quiere usted mucho a los misioneros, ¿eh?
—¡Oh sí! ¡Tipos cojonudos! ¡Les debemos mucho!
—¿Por haber traído el cristianismo a China, quiere usted decir?
—¿El clistianismo? —repitió desconcertado—. ¡Pol las Navidades! ¿Sabe lo que significan las Navidades? Se lo voy a decil. En mi negocio de comelcio al pol mayol, de toda clase de altículos, las ventas de Navidad constituyen el cincuenta y cualto pol ciento del volumen anual de ventas al menol y el cincuenta y ocho pol ciento de las ciflas totales. ¡Eso es lo que significan las Navidades! ¡Ni Buda ni Mao nos dielon una cosa como esa!
Por desgracia estas palabras provocaron una nueva intervención de Gert.
—La Navidad ya no volvió a ser lo mismo después que papá muriese —dijo soñadora, con la mirada perdida en los recuerdos—. Por suerte teníamos la vieja escopeta que él utilizaba. De modo que yo me iba a los vertederos de basura, entonces vivíamos en Baltimore, cerca del puerto, y procurando que nadie me viera cazaba gaviotas y me las llevaba a casa. Desde luego, no podían compararse con el Pav-0 pero mamá...
Casi me derramé la bebida por la camisa.
—¡Gert! —exclamé—. ¡Tenemos que irnos!
Pero era ya demasiado tarde.
—...mamá guisaba las gaviotas tan bien que cualquiera hubiera dicho que era Solom-Illo, y nos dábamos unos banquetes que para qué...
No terminó aquella frase. El marino dio un respingo con la cara contraída en una mueca de rabia y de repulsión. No entendí las palabras que porfirió pero su significado estaba claro: comedora de animales. Y entonces fue cuando nos liamos a tortas.
No recuerdo exactamente cómo empezó la pelea; sólo sé que cuando pugnaba por levantarme de un trompazo que por segunda vez me habían enviado debajo de la misma mesa, se presentó la policía militar. La adrenalina y el pánico habían en gran parte disipado los vapores de la borrachera pero creí estar sufriendo las alucinaciones de un colosal delirium tremens cuando vi quién encabezaba la patrulla.
—Coronel Heckscher —murmuré—. Qué casualidad encontrarnos aquí.
Y acto seguido me desmayé.
En fin, fue una manera como otra de regresar a casa. O a la patria al menos. A Arizona. Allí se dirigía el coronel Heckscher y como que oficialmente seguíamos bajo su mando, no halló dificultad alguna en trasladarnos consigo para someternos a consejo de guerra.
De modo que de un desierto polvoriento pasé a otro de iguales características. Al llegar descubrí que la mitad de las tropas de asalto de Urumqi también se encontraban allí. Desde la ventana de la solitaria habitación que me asignaron en la residencia de oficiales —Gert estaba en el calabozo pero yo, siendo oficial, no sufría más que arresto—, divisaba las tiendas de campaña ordenadas en perfectas líneas rectas que se extendían hasta el horizonte, donde aparecía una hilera de transbordadores espaciales. No disponía de muchas horas para contemplarlas. La mayor parte del tiempo la pasaba en compañía de la abogada que el tribunal había asignado para mi defensa. ¡Defensa!
Era una muchacha que no pasaría de los veinte años, cuyo principal mérito era haber hecho prácticas en la asesoría jurídica de patentes y marcas de una insignificante agencia de Houston mientras esperaba ingresar en la facultad de derecho.
Conté en cambio con un poderoso aliado. El señor chino de paisano no olvidó a sus camaradas de una memorable noche de borrachera. No quiso atestiguar en contra nuestra y por lo visto sobornó a toda la patrulla del Whangpoo, porque cuando se citó a sus componentes a declarar mediante vídeo, todos afirmaron no saber inglés, ignorando por lo tanto qué habíamos dicho Gert o yo, si es que habíamos dicho algo reprobable, e incluso manifestaron no estar seguros de que fuésemos nosotros los americanos que estuvieron en el bar aquella noche. De modo que no pudieron condenarme más que por conducta indigna de oficial, lo cual no consistía sino en una sentencia de expulsión con pérdida de graduación.
No fue poco, sin embargo. El coronel Heckscher se ocupó a conciencia de ello. Pero no me quejo; en el fondo tuve suerte. Gert Martels obtuvo la misma sentencia que yo pero como ella era suboficial le abrieron expediente y para que no olvidara en la vida que en el ejército no se pueden hacer bromas, le impusieron además sesenta días de trabajos forzados.
Cuando entré en Tauton, Gatchweiler & Schocken para tratar de recuperar mi antiguo empleo, temí que Val Dambois no se dignara siquiera a recibirme. Mis temores eran infundados: me recibió, y hasta se alegró de ello. Durante toda la entrevista se rió despiadadamente de mí.
—Estúpido —me dijo—, desgraciado, piltrafa, deshecho humano. ¿Crees acaso que andamos cortos de conductores de taxi para contratarte?
—Tengo derecho a... —repliqué—. Soy titular de mi plaza.
—Tus derechos, Tarb —contestó regodeándose de placer— han quedado invalidados al ser expulsado del ejército. Invalidados sin remisión, de modo que esfúmate. O mejor dicho, ponle fin a tu existencia.
Y mientras bajaba a pie los cuarenta y tres pisos —Dambois no había considerado oportuno concederme un pase para utilizar el ascensor—, pensé cuánto tiempo tardaría en parecerme lógica su sugerencia.
Ya existía una corriente de opinión convencida de que eso era precisamente lo que yo estaba haciendo, puesto que durante la revisión médica a que hube de someterme antes de abandonar el ejército advertí que la doctora que la efectuaba observaba con creciente inquietud los resultados de las diversas pruebas y análisis. Su preocupación fue en aumento hasta que al leer el expediente descubrió mi condición de capellán castrense expulsado del ejército.
—Ah, —exclamó entonces con alivio—, eso cambia las cosas. Verá, debo decirle sin temor a equivocarme que en el plazo de seis meses se enfrentará usted a un total derrumbamiento de su salud física y mental.
Y con grandes letras rojas cruzó la larga lista de mis deterioradas condiciones físicas con la inscripción EXPULSADO DEL SERVICIO, por lo cual ni siquiera la Asociación de Veteranos demostraría el menor interés por la suerte de Tennison Tarb. ¿Lo demostraría Mitzi? El orgullo me impedía averiguarlo, es decir, me lo impidió durante cinco días. Al sexto día le envié un recado, animado y optimista, proponiéndole tomar una copa juntos en recuerdo de los viejos tiempos. No respondió. Tampoco contestó a los ya menos animados y claramente poco optimistas mensajes que le envié al cabo de otros cinco días, de otros siete, de otros diez...
Por lo visto Tennison Tarb ya no tenía amigos. Tampoco le quedaba ya mucho dinero. La expulsión del ejército con pérdida de graduación comportaba la pérdida del sueldo y los subsidios, lo cual significaba, entre otras cosas, que todas mis cuentas del bar de oficiales de Urumqi pasaban automáticamente a una agencia de cobros. El mundo entero había olvidado mi existencia pero los cobradores no tuvieron dificultad alguna en localizar mi paradero y apropiarse de los menguados residuos de mi cuenta corriente. Cuando se marcharon llevándose consigo la cantidad debida, más el interés, más los gastos de agencia, más el impuesto sobre el tráfico de empresas, más la propina, puesto que balanceando las recias porras de goma me explicaron que todos los clientes acostumbraban a dar propina, quedaba tan poco de Tennison Tarb en el aspecto financiero como en cualquiera de sus restantes facetas.
Y, sin embargo, seguía en posesión de mi brillante, creativa y original capacidad mental. Aunque, bien pensado, ¿se habría deteriorado tanto mi mente que mis triviales percepciones y romas ideas me parecían brillantes? Siempre que tenía oportunidad de captar el canal de omnivídeo adecuado devoraba La Era de la Publicidad; solía ser en alguna sala de espera aguardando una entrevista para un empleo que jamás obtenía. A veces asentía aprobando abiertamente ciertas campañas; otras las censuraba sin compasión, pensando que yo hubiera podido hacerlas muchísimo mejor.
Pero nadie me daba la oportunidad de demostrarlo. Era cosa sabida: mi nombre se hallaba en la lista negra.
Hasta el más barato apartamento compartido por horas quedaba fuera de mis posibilidades, por la cual me vi obligado a alojarme de pensión en casa de una familia consumidora de Bensonhurst. Vi que anunciaban espacio para compartir y el precio me convino, de modo que tomé el metro, recorrí el largo trayecto hasta aquel barrio, localicé el edificio, bajé al tercer subsolano y llamé a la puerta.
—Hola —le dije a la fatigada mujer de aspecto preocupado que me abrió—, soy Tennison Tarb.
Al terminar la frase contuve el aliento. ¡Santo Dios, lo había olvidado! Había olvidado cómo viven los consumidores, y sobre todo los efectos que la dieta alimenticia produce en el aparato digestivo de un consumidor. Cierto que las proteínas vegetales texturizadas se parecen a la carne, es decir, un poco, tanto como un Ramboburger a un auténtico filete de ternera, pero aun cuando logren embaucar a las papilas gustativas, a la flora intestinal no la engañan. La flora intestinal sabe perfectamente qué debe hacer con esa sustancia: eliminarla lo antes posible, mayormente en forma de gases. La descripción más exacta con que puedo transmitir el ambiente de aquella vivienda consumidora es compararla a la necesidad de tener que utilizar los retretes públicos de una barriada del extrarradio media hora antes de que los cierren para la limpieza. Con la única diferencia que ahora tenía que habitar en ese medio.
La pareja no se mostró excesivamente complacida al verme porque la bolsa de Moka-Kokas que llevaba colgada al hombro aumentó las ya abundantes arrugas de la ceñuda expresión de la mujer, pero les hacía falta el dinero y yo necesitaba espacio para dormir.
—Las comidas puede hacerlas con nosotros, si quiere —añadió hospitalaria—. Guisos caseros, ya sabe. El precio no aumentaría mucho.
—Tal vez dentro de unos días —contesté.
Ya habían acostado a los niños en las cunas suspendidas sobre el fregadero y me ayudaron a apartar el mobiliario para poder desplegar mi saco de dormir. Me dormí con mi brillante, creativa y original capacidad mental en plena actividad, hallando inspiración y estímulo incluso en la adversidad. ¡Un nuevo producto! Desodorantes antigás incorporados a los alimentos. Sin duda los farmacéuticos podían elaborar una sustancia adecuada en un abrir y cerrar de ojos; que fuese o no efectiva era por completo irrelevante, siempre y cuando dispusiéramos de un buen lema de campaña y de un nombre comercial sugerente y pegadizo.
Cuando desperté a !a mañana siguiente, seguía viendo con toda claridad el esquema general de la campaña, si bien había un detalle que no encajaba. ¿Qué había ocurrido con la fetidez? Ya no la percibía. Entonces comprendí que los consumidores no notaban su propia hedor.
Claro que inmediatamente me dije que no había más que hacérselo notar. Lo magnífico de la publicidad es precisamente poder no sólo satisfacer necesidades sino crearlas.
Aquella mañana, de camino a la enésima agencia de empleo que visitaba aprendí, con gran provecho, que las ideas luminosas no valen un comino si quien las presenta no es el individuo adecuado. En la época en que trabajaba para T.G.&S., cuando tenía fácil acceso al despacho del Gran Jefe y mi voz se escuchaba en el Comité de Dirección, aquella genial inspiración mía se hubiera convertido en menos de tres meses en una campaña de más de diez millones de dólares. Pero en aquel vagón de metro maloliente, de camino hacia una entrevista para conseguir trabajo, con todos mis contactos y amistades esfumados, aquello no era una genial inspiración. Era una pura fantasía, y cuanto antes impidiera a mi imaginación elaborar calenturientos espejismos y me reconciliaría con mi verdadera situación, mejor, es decir, menos mal me irían las cosas.
Aun así, sumido en tan degradante indignidad, me asfixiaba la añoranza de mi adorable y atrevida Mitzi Ku.
Aquella noche tomé una decisión. No regresé a cenar a la casa donde vivía. No cené. Me quedé a la puerta del apartamento compartido de Nelson Rockwell consumiendo Moka-Kokas y esperando a que mi antiguo compañero despertara. Un anciano fatigado que llevaba un maletín de muestras de Ganchitos Kelpos me dio unas cuantas bolsas a cambio de un par de Moka-Kokas; un malcarado policía me obligó por dos veces a marcharme de allí; centenares de consumidores ceñudos y apresurados pasaban junto a mí ignorando por completo mi presencia a pesar de propinarme codazos y pisotones. Tuve, en fin, tiempo sobrado para reflexionar, si bien mis meditaciones nada tenían de placenteras. Qué lejos me encontraba de Mitzi Ku.
Cuando por fin apareció Rockwell y me descubrió en la entrada apoyado contra los cubos de basura, se quedó boquiabierto. Boquiabierto es un decir, porque llevaba puntos en la barbilla y la cabeza vendada; la verdad es que tenía un aspecto lastimoso.
—¡Tenny! —exclamó—. ¡Cuánto me alegro de verte! ¿Dónde te has metido? Te encuentro fatal.
Cuando le devolví el cumplido, se alzó de hombros con gesto cohibido y replicó:
—Bah, nada grave. Me atrasé un poco en los pagos. ¿Pero qué estás haciendo aquí afuera? ¿Por qué no has entrado a despertarme?
Para ser sincero, no había entrado porque no quería averiguar quién ocupaba la cama durante mi turno de diez a seis, de modo que hice como que no oía la pregunta.
—Nels —le dije—, quiero pedirte un favor. Uno que ya te pedí una vez. ¿Me acompañas a aquel sitio de Consumidores Anónimos?