—¡El coronel está como una hiena! ¡Tenemos que inventar alguna excusa antes de que te atrape!
Avancé tambaleándome hacia donde sonaba su voz.
—Que se vaya al carajo el coronel —grazné.
—Tenny, por favor, tienes que subir al taxi —suplicó—. Si pasa algún vehículo de la policía militar, agáchate para que no te vean.
—¡Qué me importa que me vean!
Lo más curioso del sargento Martels era que su imagen se borraba. Tan pronto era una brumosa mancha de humo negro, destacando opaca contra el cielo cegador, como aparecía nítida, tanto que hasta leía la cambiante expresión de su rostro: preocupación, asco, y luego, qué extraño, alivio.
—¡Tienes una insolación! —gritó—. ¡Gracias a Dios! El coronel no puede hacer nada contra una insolación. Chofer, ¿conocer hospital militar? Hospital, sí, correr, correr.
Y sentí que los musculosos brazos de Gert Martels me subían a la carreta.
—¿Qué es eso del hospital? —pregunté beligerante—. A mí no me hace ninguna falta ir a ningún hospital. Lo que me hace falta es una Moka-Koka...
Nadie me la dio. Nadie me dio nada. Aunque me la hubieran dado no hubiese sabido qué hacer con ella, porque en aquel mismo instante el cielo se ensombreció, me envolvió en los negros velos de su absoluta oscuridad y durante diez horas estuve sin conocimiento.
No fueron horas de inactividad. El tratamiento de la insolación consistía en rehidratación, baja temperatura y reposo. Por fortuna era idéntico al adecuado para una monumental resaca. Recibí los cuidados prescritos por el médico, aunque sin enterarme, porque al principio estaba inconsciente y luego me inyectaron somníferos. Recuerdo vagamente sentir en el brazo la aguja del gota a gota de solución salina y glucosa y también que de vez en cuando me obligaban a despertarme para ingerir cantidades industriales de líquido. Y los sueños. Sí, unos sueños espantosos. Pesadillas en las que aparecían Mitzi y Des Haseldyne recluidos en sus lujosos sobreáticos retozando y riéndose a carcajadas del idiota de Tennison Tarb.
Cuando desperté creí seguir en un sueño, porque vi al sargento primero inclinado sobre mí con un dedo en los labios.
—Teniente Tarb, ¿me oye? No diga nada. Contésteme con la cabeza.
Cometí el error de acatar su indicación. Fue como si se me aflojara la cabeza y empezase a rebotar por el suelo, estallándome de dolor con cada bote.
—Veo que sufre una hermosa resaca, ¿me equivoco? Pasará... Escuche, ha surgido un problema.
El que hubiese surgido un problema no constituía novedad alguna para mí. La única cuestión que el hecho suscitaba era averiguar a cuál problema se refería. Sorprendido descubrí que no se trataba de ninguno de los conocidos y que más que a mí afectaba a Gert Martels. Espiando por el rabillo del ojo a la enfermera de la planta y con los labios tan próximos que el aliento me cosquilleaba en los oídos me explicó:
—Ya sabe usted que Gert tiene esa mala costumbre...
—¿Qué costumbre?
—¿La desconoce usted? —Su sorpresa dio paso a un conspicuo embarazo—. Bueno —dijo de mala gana—, ya sé que suena repulsivo, pero hay muchos combatientes que, en fin, aquí, lejos de sus casas, expuestos a toda clase de influencias...
Contra toda sensatez y sin ningún deseo me incorporé.
—Sargento —le dije—, no tengo ni la más remota idea de lo que está diciendo. Haga el favor de explicármelo con toda claridad.
—Se ha ido con los nativos, como otras veces, teniente, y no se ha llevado el equipo protector. Y faltan dos horas para la hora H, ya ha empezado la cuenta atrás.
Aquello iluminó las brumas de mi mente.
—¿Quiere usted decir que la operación es esta noche? —grité.
—¡Por favor, baje la voz! —musitó estremecido—. Sí, en efecto, es esta noche a las doce, y en este momento son las diez.
—¿Esta noche? —repetí mirándole consternado.
¿Cómo no me había enterado? ¿Cómo era posible que no me hubiese enterado? Técnicamente era, desde luego, una información secreta, pero todos los soldados del campamento debían conocerla desde varias horas antes.
El sargento asintió con un gesto de cabeza.
—La han adelantado porque el parte meteorológico de esta noche es perfecto.
Ahora que ya sabía en qué fijarme, advertí la capucha de tejido polarizado que le pendía de los hombros y las grandes orejeras destinadas a amortiguar el sonido caídas a modo de collar bajo la barbilla.
—La cuestión es...
Ruidos en el extremo de la sala. Una puerta que se abría. Una luz.
—¡Vaya por Dios! —exclamó—. Escuche, tengo mucho quehacer. Vaya a buscarla, ¿quiere, teniente? Abajo hay un nativo esperándole... con equipo protector para los dos. El le conducirá adonde se encuentra Gert... ya le... —Pasos que se acercaban—. Lo siento, teniente —dijo conteniendo el aliento—. Tengo que irme.
Y se marchó.
Así que, tan pronto como la enfermera hubo finalizado su ronda, me deslicé de la cama, me vestí y con gran sigilo me escabullí de la sala. La cabeza me estallaba y sabía perfectamente que lo único que me faltaba era añadir un «ausente sin autorización del hospital» a los baldones de mi hoja de servicios. Lo curioso del caso fue que no vacilé ni un instante.
No vacilé ni siquiera los instantes precisos para percatarme de que esta resuelta actitud era muy extraña en mí. Sólo más tarde se me ocurrió pensar que, aunque muchas eran las personas que en el pasado habían echado toda la carne en el asador para salvarme de un apuro, siempre había conseguido olvidar ese detalle cuando se presentaba la ocasión de devolverles el favor. Sin embargo, esta vez sólo pensé que estaba en deuda con Gert, y que ella me necesitaba para sacarla del atolladero. De modo que allá fui, sin detenerme... más que a la entrada del hospital para atrapar un par de Moka-Kokas en la máquina expendedora que había junto a la puerta. Y creo sinceramente que, de no estar ahí esa máquina, hubiese salido igualmente sin ellas.
Como anunciara el sargento, me esperaba un nativo y no sólo con equipo protector completo para Gert y para mí sino hasta con una carreta y un burro. Lo único que le faltaba era hablar inglés, pero como parecía conocer nuestro destino sin precisar de mis instrucciones, esa carencia no constituyó problema alguno.
Era una noche calurosa y tan oscura que casi daba miedo. Hasta se veía el firmamento. No me refiero al cielo diurno ni al que se ve por la noche, ese mortecino resplandor rojizo causado por las luces de la ciudad. Me refiero a las estrellas, de las que todo el mundo ha oído hablar, pero que ya me gustaría saber a mí cuánta gente ha visto una. Salpicaban el cielo a millones y resplandecían tanto que bastaban para ver.
Es decir, bastaban al menos para que viera el burro, que no parecía tener dificultades en encontrar el camino. Habíamos abandonado las rutas principales y por angostos senderos nos dirigíamos hacia las no muy lejanas colinas. Nos separaba de ellas un valle, del que había oído hablar puesto que siendo fértil constituía una rareza en aquella región. Lo que hace que el desierto de Gobi sea un gobi, esto es un pedregal, es la sequedad del clima y la acción del viento. La falta de humedad convierte a la tierra en polvo, éste se lo lleva el viento, y el resultado son kilómetros y kilómetros de extensión yerma y pedregosa. No obstante, en algunos lugares escasos y aislados, como un valle o la ladera abrigada de una colina, hay agua y ahí la tierra queda fijada al suelo. Ciertos oficiales me habían dicho que este valle en particular parecía una viña italiana, pues había vides emparradas y hasta cantarinos arroyos, atractivos que nunca me habían parecido suficientes para compensar el esfuerzo de visitarlo. Tampoco había proyectado visitarlo en esta ocasión, teniendo en cuenta que era de noche y sobre todo teniendo en cuenta que dentro de —para asegurarme miré el reloj que brillaba fosforescente en la oscuridad— una hora y cinco minutos se iba a armar allí la de san Quintín. No lo visitamos. El nativo enfiló un sendero que rodeaba la viña, detuvo la carreta, me indicó con señas que bajara y señaló hacia la cima de una colina.
A la luz de las estrellas distinguí el bulto aislado de una construcción, una especie de cobertizo.
—¿Tengo que subir ahí? —le pregunté.
Se alzó de hombros y volvió a señalar.
—¿Está el sargento Martels en esa choza?
Nuevo alzamiento de hombros.
Omito mi réplica. Di media vuelta y con un suspiro inicié la ascensión de la colina. Después de todo, las estrellas no alumbraban tanto como para ver bien. Más de diez veces tropecé y me caí subiendo por aquella mala imitación de camino, aquel maldito, sucio, y pedregoso camino, tan polvoriento y reseco que cada resbalón me hacía retroceder un par de metros. Me lastimé al menos en dos ocasiones. En la segunda, cuando me debatía para levantarme, me llegó desde detrás de las colinas un sordo retumbar que a los pocos instantes llenó con su fragor el horizonte; simultáneamente, en distintos puntos del firmamento las estrellas empezaron a apagarse tras densas nubes oscuras que lentamente aumentaban de volumen. De sobras sabía lo que eran: pantallas de camuflaje celeste. La operación estaba a punto de comenzar.
Percibí el hedor del cobertizo antes de llegar al umbral. Se empleaba para el secado de uva en la elaboración de pasas y apestaba a vino. Pero por encima de aquel repugnante olor a fruta se percibía otro más fuerte, no sólo más fuerte, casi aterrador. Era un olor a comida, que recordaba tal vez a los Ramboburgers o al Pav-O, pero con un componente distinto. No era olor a podrido ni a alimentos echados a perder. Era aún más nauseabundo. El estómago, que desde hacía rato me recordaba lo mal que recientemente se lo había hecho pasar, protestó de aquel hedor con sucesivas arcadas. Tragué saliva y a tientas entré en el cobertizo.
Dentro había una especie de luz. Habían hecho fuego, para alumbrarse mientras comían raciones robadas, deduje. Deducción equivocada, tan errónea como mi otra suposición, la de imaginar que «la mala costumbre» del sargento Martels era algo así como tener un romance oculto con un nativo o emborracharse con morapio campesino. Qué ingenuidad la mía. Sentados en torno al fuego había unos seis soldados entregados a la horrenda tarea de desecar a un animal sobre las brasas. Peor aún, comían aquel animal muerto. Gert Martels me miró boquiabierto. Tenía en la mano parte de un miembro del animal y lo sujetaba por el esqueleto.
Eso acabó con la resistencia de mi estómago. A tropezones salí al exterior.
Apenas si lo conseguí. Cuando acabé de vomitar todo cuanto había ingerido en las últimas veinticuatro horas, realicé una profunda inspiración y regresé al interior. Pálidos, a la luz del fuego, los soldados me miraban aterrados.
—Sois peor que los nativos —dije con voz temblorosa—. Sois peor que los venusianos. ¡Sargento Martels, póngase esto inmediatamente! y los demás agachen la cabeza, tápense los oídos y no se les ocurra abrir los ojos por espacio de una hora. La operación va a dar comienzo dentro de diez minutos.
No me paré a escuchar sus angustiados lamentos ni tan siquiera a comprobar si Gert Martels cumplía mis órdenes. Salí de aquel hediondo agujero lo más aprisa que pude y eché a correr camino abajo. Recorrí varios metros y de pronto me detuve a ponerme las orejeras y la capucha. Con ellas no oía nada, naturalmente, y desde luego no los pasos de Gert Martels que caminaba a mi lado. Toda conversación quedaba excluida. Mejor así. No tenía nada que decirle ni tampoco quería escuchar sus explicaciones. Bajamos por el sendero hasta el lugar donde nos esperaba el nativo, nos apretujamos en la carreta y enfilamos el camino de regreso al campamento. El nativo empuñó las riendas...
Y entonces empezó.
La primera fase consistía en un castillo de fuegos artificiales, un simple espectáculo de antiguas artes pirotécnicas: estallido de estrellas, lluvias de oro, palmeras de esmeraldas, cascadas de brillantes, cuyo fulgor, aun careciendo de la intensidad suficiente para activar los dispositivos de amortiguación lumínica de que iban dotadas las capuchas, era lo bastante acentuado como para resultar deslumbrador. El nativo que nos conducía casi soltó las riendas mientras contemplaba embobado el fantástico espectáculo celeste puntuado por el estallido de tracas y petardos cuyo sonido nos llegaba amortiguado por efecto de las orejeras. Retumbaban las explosiones en las colinas y los fogonazos alumbraban el paisaje durante aquella etapa preliminar que no tenía más objeto que despertar a los nativos y obligarles a salir al exterior.
Entonces entraron en acción las brigadas campbellianas.
Las explosiones eran en esta segunda fase menos frecuentes pero de tal intensidad que parecían bombas estallando en el exiguo espacio comprendido entre un hombro y una oreja. Insoportablemente intensas; aun a través de las orejeras, dolorosamente insoportables. De no contar con la protección de esos adminículos, creo que la mitad de las tropas hubiesen quedado afectadas de sordera total, que supongo que fue lo que les sucedió a los nativos. Más tarde me enteré de que a consecuencia de dichas explosiones, se habían resquebrajado dos glaciares en una distante cordillera montañosa y que un alud había atrapado a los habitantes de un poblado uygur salidos de sus chabolas a contemplar el espectáculo celeste. Pero el sonido constituía solamente la mitad de la estrategia; la otra mitad correspondía a la luz, una luz de intensidad psicodélica que, pese al dispositivo de amortiguación de la capucha, cegaba. De nada servía apretar los párpados. Jamás había visto cosa semejante. Aun contando con el equipo protector, ofuscaba.
Luego los altavoces-globo empezaron a atronar difundiendo sus consignas, y el batallón de proyecciones comenzó a lanzar las pantallas de vapor con vividas y sugestivas imágenes de tazas humeantes de Boncafé, barritas de caramelos Cari-O, pastillas de Nicogums, prendas deportivas Starrzelius, y unos jugosos bloques de Solom-Illo cortados a lonchas tan rojas y apetitosas que hacían la boca agua y casi se podían saborear. A decir verdad se percibía su olor, porque el equipo de refuerzo químico de la novena compañía no había permanecido mano sobre mano y sus potentes generadores lanzaban aromas de Boncafé, vaharadas de Ramboburgers a la parrilla y de vez en cuando un chorro del penetrante perfume achocolatado de la Moka-Koka que para mí resultaba un verdadero suplicio. Y, dominándolo todo, aquel rítmico retumbar ensordecedor, aquellos cegadores destellos.