Los señores de la estepa (14 page)

Los presentes observaron a la comitiva en su descenso por la colina. Koja permaneció en silencio, consciente de que se encontraba rodeado de enemigos.

—Lleváis entre manos un juego muy peligroso, príncipe Chanar —comentó Goyuk al oído del general.

—No puede matarme —respondió Chanar, confiado, sin apartar su mirada de Yamun—. Los khassidis y muchos más regresarían a sus
ordus
, si lo hiciera.

—Es verdad, sois muy querido, pero Yamun es el Khahan —le advirtió el anciano.

Chanar pasó por alto los comentarios de Goyuk, y bebió un trago de cumis. Mientras vaciaba su taza, volvió a fijarse en Koja, sentado al otro lado de la hoguera.

—¡Sacerdote! —dijo, con tono furioso—. Yamun confía en ti. ¡Yo soy su
anda
! Tú eres un extranjero, un extraño. —El general se inclinó hasta que su rostro casi tocó las llamas—. Si traicionas a los míganos, me ocuparé personalmente de cazarte. ¿Sabes cómo matamos a los traidores? Los ahogamos con una tabla en el pecho sobre la que amontonamos piedras. Es una muerte lenta y horrible.

Koja palideció.

—Tenlo presente y no te olvides de mí —le advirtió Chanar. Tras estas palabras, arrojó el resto de cumis a la hoguera y se levantó—. Tengo que ir a ver a mis hombres —le dijo a Goyuk Kan, sin hacer caso de la presencia de Koja. El anciano kan asintió, y el general se perdió en la oscuridad.

El resto de la velada transcurrió como en un sueño. Al principio Koja se sintió feliz de estar cerca del fuego, protegido del frío de la noche, cada vez más intenso. Los sirvientes, tras retirar la calavera, no dejaban de llenar su copa de vino. El viejo kan, Goyuk, al ver que el sacerdote no se marchaba, se embarcó en una charla interminable. Koja sólo conseguía entender la mitad de sus palabras, pero de todos modos asentía y sonreía cortésmente. El kan le habló de su
ordu
, de sus caballos, de las grandes batallas en las que había participado, y de cómo había perdido los dientes por la coz de un caballo. Al menos, esto fue lo que él interpretó. A medida que transcurría la noche, el habla de Goyuk se hacía cada vez más confusa.

En varias ocasiones, Koja intentó marcharse, pero Goyuk se lo impidió con vehementes protestas. «Ahora viene la mejor parte de la historia», afirmaba, y pedía más vino para el sacerdote. Por fin, el lama no tenía muy claro si las piernas lo sostendrían si conseguía marcharse.

Cuando el cumis y el vino acabaron por hacer su efecto, el viejo se interrumpió en mitad de una frase, cerró los ojos, se despertó sobresaltado, y añadió un par de palabras. Después, abandonó el taburete, se envolvió en la alfombra, y se durmió. Koja, demasiado cansado para volver a su yurta, imitó al anciano y, al cabo de un instante, dormía a pierna suelta.

Ladera abajo, un sirviente encapuchado se deslizó de hoguera en hoguera, a la búsqueda de un hombre. Se detenía en las sombras y espiaba los rostros de los reunidos. Al cabo, en una de las fogatas, donde los bebedores eran los más escandalosos, el sirviente encontró a la persona que buscaba. Avanzó con precaución entre las sombras, hasta situarse cerca de su objetivo. Los demás estaban demasiado ocupados como para advertir su presencia. Acercó su boca a la oreja del hombre, para transmitir su mensaje.

—La segunda emperatriz, Madre Bayalun, ha escuchado que esta noche habéis sido humillado —susurró—. Pregunta si Chanar permitirá que un extranjero usurpe su lugar.

—¿Eh? ¿Qué dices? —exclamó Chanar, sorprendido, con voz de beodo.

—Shhh. ¡No tan fuerte! Teme que hayáis perdido el favor de Yamun. —Chanar se movió para mirar a su interlocutor, pero el mensajero se apresuró a poner la mano sobre el hombro del general—. Este no es el lugar apropiado para hablar. La segunda emperatriz os abre su tienda, si queréis aceptar su invitación.

—Ummm... ¿cuándo? —respondió Chanar, que intentó mirar al mensajero sin volver la cabeza.

—Esta noche, mientras las miradas de los demás están ocupadas. —El sirviente esperó a que Chanar tomara su decisión.

—Dile que iré —contestó Chanar, finalmente. Sin añadir nada más, el mensajero se esfumó en las tinieblas.

Las hogueras ardieron hasta quedar convertidas en un montón de cenizas; sólo unas gruesas columnas de humo se elevaban en el aire. Koja se sentó, muerto de frío, rodeado por la alfombra y las prendas. No le pareció extraño ver los cuerpos dormidos de los hombres y las yurtas vacías sacudidas por el viento, en medio de la oscuridad. Sólo eran unas formas grises contra el fondo de la llanura oscura.

Escuchó el golpe de una piedra contra otra, y después el chapoteo del barro contra la piedra. Al volverse, descubrió a un hombre ataviado con una túnica amarilla y naranja, que mantenía el rostro oculto. Las manos del hombre hacían alguna cosa, algo que hacía juego con el ruido de la piedra contra la piedra.

—¿Quién...? —exclamó Koja.

El hombre miró en su dirección, y Koja no acabó la pregunta. Era su viejo maestro del templo, calvo y con el rostro arrugado por la edad. El maestro sonrió y saludó con un gesto al sacerdote; después, volvió a ocuparse de su trabajo: construía una pared. Munido de una paleta, el maestro extendió una gruesa capa de mortero sobre la hilada de piedra.

Koja se giró sin prisa. Los hombres, las hogueras y las yurtas habían desaparecido. Se encontraba rodeado por una pared baja, que lo mantenía prisionero junto a la fogata. Una vez más, Koja miró cómo su maestro colocaba una piedra cuadrada sobre el mortero fresco.

—¿Maestro, qué hacéis? —inquirió Koja, sin disimular el pánico.

—Durante toda nuestra vida, luchamos por encontrarnos libres de las paredes —entonó el maestro, sin detener su trabajo—. A lo largo de nuestra vida, construimos paredes más fuertes. —Se escuchó el rascar de la paleta y el ruido sordo de otro bloque colocado—. Has de saber, joven alumno, de quién son las paredes que construyes.

De pronto, la pared quedó terminada, mucho más alta que Koja. El maestro había desaparecido. Koja se levantó, y miró de un lado a otro en busca de su mentor. Allí, delante de él, había un estandarte clavado en el suelo. De la punta colgaban nueve colas de caballo negras: el estandarte del Khahan. Se volvió en la dirección opuesta. Había otro estandarte, con nueve colas de yac blancas: el estandarte de la segunda emperatriz. Asustado, retrocedió un paso y chocó contra un tercero —un disco dorado con cintas de seda amarillas y rojas—, el estandarte del príncipe Ogandi. Koja se desplomó y cerró los ojos.

El sonido de una respiración fuerte y una bocanada de vapor contra su rostro lo obligaron a volver a abrirlos. Los estandartes habían desaparecido, y la pared a su alrededor onduló y se movió hasta transformarse en una gran bestia negra. Un par de ojos, inhumanos y fríos, lo contemplaron atentamente.

—¿Eres el Khahan de los bárbaros? —preguntó la bestia con una voz de trueno.

—No —susurró Koja.

—Ah. Entonces estás con él —afirmó la criatura—. No está mal. Por fin, ha llegado la hora. —Los ojos resplandecieron con fuerza. Atemorizado, Koja intentó apartarse de aquella terrible mirada. Sopló una ráfaga de viento, y la forma desapareció. Al volver a mirar, Koja descubrió otra vez a su maestro.

—Ten cuidado, Koja, con las paredes que levantas —le gritó el viejo lama. La figura del hombre comenzó a esfumarse hasta perderse en el fondo gris del horizonte.

El sacerdote salió de su sueño poco a poco, con un vago recuerdo de las voces. Un olor penetrante se acumuló en la base de su cráneo, y se le erizaron los pelos de la nuca. Sin darse cuenta, inspiró profundamente. Se despertó de pronto, en medio de grandes estornudos y arcadas, los pulmones llenos con el humo hediondo del estiércol quemado. Cuando consiguió controlarse, abrió los ojos y advirtió que se encontraba en medio de una nube de humo. Koja se deslizó fuera de la alfombra arrollada, en busca de aire puro.

—Hace un buen día —comentó una voz temblorosa, por algún lugar a la izquierda del lama.

Sin dejar de pestañear, el sacerdote miró hacia la voz. Apenas si podía ver a su interlocutor porque la luz del alba resplandecía detrás de los hombros de la figura. Koja se protegió los ojos del brillo naranja rojizo con una mano, y con la otra se frotó las lágrimas. Junto a la hoguera se encontraba el viejo Goyuk Kan, que removía las brasas con un palo. Devolvió la mirada de Koja, y le mostró las encías en una de sus desdentadas sonrisas.

Koja respondió a la sonrisa. Tenía la cabeza espesa por la resaca, y dolorida por los sobresaltos nocturnos. Notaba la boca pastosa. Los años pasados entre los lamas no lo habían preparado para una noche de fiesta entre los tuiganos.

—Es hora de comer —dijo Goyuk, quien no parecía sufrir ninguna consecuencia de la celebración. El viejo atizó un poco más el fuego, y pescó una cosa cubierta de cenizas y trocitos de brasas adheridas a ella. Con mucho cuidado, quitó las ascuas con sus mugrientos dedos y se la ofreció al lama.

Koja la miró con reparo, consciente de que debía aceptarla si no quería ofender al kan. Parecía ser un trozo del chorizo de carne de caballo, asado en el fuego. Aceptó la vianda, y la pasó de una mano a la otra para no quemarse los dedos.

—Come —lo urgió el kan—, es bueno.

—Gracias —respondió Koja con una sonrisa forzada, y engulló el bocado casi sin masticar para no probar la carne. En cuanto acabó el desayuno, se puso en pie en busca de agua. El sol apenas asomaba en el horizonte, pero ya había mucho movimiento. Los guardias de día reemplazaban a los nocturnos; los escuderos y los sirvientes iban de yurta en yurta, para ocuparse de los preparativos de la mañana.

Sin embargo, no todo el mundo estaba levantado. Koja caminó entre los hombres acostados alrededor de las hogueras. La mayoría de los invitados roncaban a pierna suelta, cosa poco habitual entre los tuiganos, que solían levantarse con el alba. Había unos cuantos envueltos en mantas y alfombras, acurrucados junto a las brasas, aunque más de uno dormía despatarrado en el suelo, abrigado únicamente con su
kalat
. El lama adivinó que éstos habían estado tan borrachos que se habían dormido sin darse cuenta.

Después de mucho buscar, Koja encontró a un sirviente cargado con un cubo de agua. Sujetó el recipiente con las dos manos, y bebió hasta saciar su sed. A pesar de que estaba tan fría que le entumeció los dedos, el sacerdote se lavó la cara y la cabeza, para despejar su cerebro.

Mientras se ocupaba de su aseo, apareció uno de los escuderos de Yamun.

—El ilustre emperador de los tuiganos, Yamun Khahan —dijo el hombre, arrodillado delante del lama—, pregunta por qué su historiador no está presente en la yurta de su señor.

Koja contempló al escudero sin ocultar su sorpresa. No había supuesto que el Khahan pudiese iniciar sus actividades a horas tan tempranas, ni tampoco que su presencia sería necesaria casi constantemente.

—Llévame a su yurta —le ordenó.

El escudero guió al lama entre las hogueras de la fiesta. Cuando llegaron a la tienda real, su acompañante anunció la llegada de Koja, y lo hicieron pasar sin demora.

Esta mañana el interior de la yurta presentaba otra disposición. Había desaparecido el trono de Yamun, y los braseros se encontraban a los costados. La salida de humos, lo mismo que la puerta, aparecía abierta para permitir la entrada del sol en el recinto, donde por lo general dominaba la penumbra. En el centro de la yurta, iluminados por el sol, había un grupo de hombres sentados en círculo. Yamun llevaba la cabeza descubierta; el sombrero cónico yacía junto a sus piernas. La luz brillaba en su tonsura y arrancaba reflejos de su pelirroja cabellera. Todavía tenía puesto el grueso abrigo de marta de la noche anterior, aunque ahora aparecía manchado de fango y hollín. Los demás tampoco llevaban sombrero, y, al ver el anillo de calvas relucientes en el medio de la tienda, Koja recordó a los maestros de su templo, si bien aquéllos no se peinaban con largas trenzas laterales como estos guerreros.

—¡Historiador, te sentarás aquí! —gritó Yamun en cuanto lo vio entrar, y palmeó la alfombra a sus espaldas.

Koja rodeó el círculo y ocupó su asiento. Chanar, con los ojos turbios por la festividad nocturna, estaba sentado a un costado de Yamun, y Goyuk en el otro. Había otros tres hombres vestidos con telas doradas y sedas bordadas, una señal de que eran kanes poderosos, pero el lama no los conocía. Sus lujosas vestimentas se veían arrugadas y sucias del viaje. En el extremo más alejado del círculo, y sentado un poco separado de los demás, se encontraba un soldado raso. Sus prendas, un sencillo
kalat
azul y pantalones marrones, aparecían cubiertas de barro y mugre. Koja notó el olor apestoso del hombre cuando pasó a su lado.

Los kanes observaron a Koja mientras se dirigía a su asiento. Goyuk le dedicó una de sus desdentadas sonrisas, y una mirada de disgusto brilló por un momento en los ojos de Chanar. Yamun volvió su atención a la hoja de papel desplegada en medio del círculo, y los demás lo imitaron.

Se trataba de un mapa burdo, cosa que sorprendió a Koja. No había visto ninguno desde su llegada a Quaraband, y había dado por hecho que los tuiganos desconocían la cartografía. Sus anfitriones acababan de depararle otra sorpresa. El lama estiró el cuello, para poder espiar la hoja.

—Semfar está aquí —dijo Yamun, que reanudó la conversación interrumpida con la llegada del sacerdote, y señaló con uno de sus cortos dedos una esquina del papel—. Hubadai espera con su ejército al pie del paso de Fergana. —Recorrió el mapa con el dedo hasta un punto cercano al centro—. Nosotros estamos aquí.

—¿Y dónde está Jad? —preguntó uno de los kanes que Koja no conocía.

—En el oasis de Orkhon; aquí. —Yamun indicó el otro extremo del mapa.

El lama redobló sus esfuerzos para ver el lugar indicado por Yamun, pero sólo vio un sector borroso de rayas y anotaciones.

—¿Y Tomke? —inquirió el mismo kan. Se trataba de un hombre de rostro lobuno, de pómulos altos y afilados, nariz delgada y barbilla puntiaguda. Sus canosos cabellos se veían bien engrasados y peinados en tres trenzas; una a cada costado, y la tercera en la nuca.

—Permanece en el norte para reunir a sus hombres. Lo mantendré en reserva —explicó Yamun. Sus oyentes manifestaron su aprobación con un gruñido, y estudiaron el mapa durante unos minutos, para compenetrarse de la posición de los ejércitos.

—¿Cuál será tu decisión? —quiso saber Goyuk, con la nariz casi pegada al mapa mientras hacía un esfuerzo por ver las líneas—. ¿Semfar? ¿O Khazari? —Al escuchar el nombre de Khazari, Koja se movió un poco hacia un costado para echar un vistazo al plano. Si se inclinaba hacia la izquierda, lo veía casi todo.

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