Los señores de la estepa (10 page)

El guardia miró a su kan con una expresión de asombro.

—¿Qué pasaría si todo el mundo me obedeciera, y nunca nadie cuestionara mi palabra? —agregó Yamun—. ¿Quiénes serían mis consejeros? Serían tan inútiles como una bota vieja. —El kan levantó su propia bota sucia de barro, y después la dejó caer.

El guardia asintió automáticamente, con un gesto de humildad.

—¿Por qué piensas que el hombre sincero debe tener siempre un pie en el estribo? La verdad no es algo que la gente esté siempre dispuesta a escuchar. Aprende, y algún día te haré comandante —concluyó Yamun, reprimiendo un bostezo. Se levantó y comenzó a desabrocharse los cordones de la túnica—. Estoy cansado. Esta noche dormiré solo. Ocúpate de que los centinelas estén en sus puestos y envía a alguien a la tienda de las mujeres. Que avise a las señoras que no las necesito. Tú dormirás en mi umbral.

—Por vuestra palabra, así se hará —respondió el guardia, y tocó el suelo con la frente, en reconocimiento por la tarea que le había encomendado el kan. Corrió hasta la puerta, y aflojó los nudos lo suficiente para asomar la cabeza y gritar sus órdenes.

Antes de que el guardia hubiese acabado de hablar, Yamun ya se había quitado las prendas y dormía en la cama de madera detrás de su trono.

4
Chanar

Poco antes de la media mañana se presentó la escolta de guardias diurnos para acompañar a Koja hasta el recinto real. El lama recogió sus adminículos de escritura sin darse mucha prisa. No tenía muchas ganas de encontrarse con el kan, sobre todo después de lo ocurrido la noche anterior. Podía recordar claramente casi todo lo sucedido excepto en los momentos en que había sucumbido al pánico. Seguía sin entender qué había ocurrido, y esto, sumado a la idea de convertirse en el biógrafo del kan, lo atemorizaba.

Montó en su caballo y se puso en marcha. Uno de los guardias cabalgaba a su lado, con las riendas de su animal en la mano. Desde el accidente de Koja, los miembros de su escolta tomaban todas las precauciones posibles. No querían que el caballo del extranjero volviera a espantarse.

La lluvia de la noche anterior había alterado el paisaje de la estepa. Ahora sólo quedaban algunos manchones de nieve, y abundaban los charcos. Hierbas y flores, de un verde brillante, habían brotado allí donde antes no había nada. La tierra alrededor de la gran yurta era como un retazo de hierba fresca y barro removido. Un gran número de pequeños pájaros de cabeza negra caminaban a saltitos por los bordes de las charcas, y hundían los picos en el agua inmóvil. Los niños corrían tras ellos para espantarlos, y después proseguían su carrera para chapotear en el lodo, con grandes carcajadas. Sus piernas y los faldones de sus túnicas aparecían cubiertas de barro.

Después de cruzar el portón de entrada al recinto del kan, los guardias desmontaron y llevaron a sus caballos de las riendas cuesta arriba. Koja aprovechó la ventaja de la altura para mirar hacia los corrales, con la intención de descubrir cuál de ellos había sido el escenario del espeluznante episodio nocturno. Pero no había nada que los distinguiese entre sí, y, por lo tanto, no pudo satisfacer su curiosidad.

—Capitán —llamó Koja, mientras se apresuraba para alcanzar al oficial al mando de su escolta—, ¿ocurrió anoche alguna cosa extraña?

El capitán se volvió, y entrecerró los párpados para dirigir al lama una mirada de suspicacia.

—¿Extraña? No tengo noticias de ningún hecho extraño.

—He escuchado rumores acerca de que se habían perdido unos cuantos caballos.

—El hombre que escucha a sus vecinos rara vez escucha la verdad. —El capitán reanudó la marcha, en una clara indicación de que no estaba dispuesto a contestar más preguntas.

Le faltaba recorrer unos pocos metros para llegar a la cumbre, cuando Koja vio que la corte se reuniría al aire libre. La zona ya se veía preparada. Grandes alfombras con dibujos rojos y negros habían sido extendidas sobre el barro, en varias capas para permitir que las de arriba se mantuviesen secas. Cerca de la entrada de la yurta, había un pequeño taburete, donde había de sentarse el kan; detrás del asiento se elevaba el estandarte de colas de caballo que indicaba la presencia de Yamun en el recinto. A la izquierda, estaba el estuche dorado del arco del kan y una aljaba con las flechas de plumas azules; a la derecha, una montura de cuero rojo, ribeteada de piel blanca en los bordes, y los arreos de plata, que resplandecían a la luz de sol. Una bandeja con tazas, una tetera y unas jarras, descansaban junto al taburete.

—¡Y que sus caballos pasten en nuestros campos! —gritó el kan, no muy lejos. Ascendía la colina por otro camino, de regreso de algún otro asunto. Todavía llevaba sus prendas de dormir, y el cabello suelto, sin peinar. Por debajo de la túnica, Koja pudo ver sus pies descalzos y cubiertos de barro.

Yamun iba acompañado por un kan anciano, bajo, delgado, casi calvo y cargado de espaldas, que asentía con aire ausente mientras el gran kan daba sus órdenes. Koja lo conocía; se trataba de Goyuk Kan, uno de los consejeros de mayor confianza del gobernante.

Detrás de la pareja marchaba la comitiva. Había varios guardias de día vestidos con sus gruesos
kalats
negros, y con las manos siempre sobre la empuñadura de sus espadas. Los escuderos, sus sirvientes personales, cargaban con las prendas de su señor y una espada con el pomo de plata, en una vaina enjoyada. Al final del grupo había un sirviente con un halcón encapuchado, el ave de caza del kan. En total, sumaban unas treinta personas, pero Yamun actuaba como si no existieran.

A Koja le habían comentado que el kan tenía dos mil escuderos a su servicio, y alrededor de cuatro mil guardias de día. Nadie había calculado el número de guardias nocturnos, los mejores del cuerpo, porque el kan había decretado la pena de muerte para cualquiera que se interesara sobre el particular. El lama no tenía ninguna duda de que la sentencia se ejecutaría en el acto.

Yamun dejó huellas de barro en las alfombras, mientras se dirigía a su trono. En cuanto tomó asiento, Goyuk lo saludó con una reverencia y se marchó a cumplir las órdenes del kan. Koja permaneció en su sitio, a la espera de ser llamado; lo incomodaba el barro que, poco a poco, le llenaba el calzado.

—Traedme mi pájaro —ordenó Yamun.

Mientras el halconero se acercaba, uno de los escuderos apareció con un guante grueso de cuero y un plato con carne cruda. Yamun se colocó el guante, confeccionado con trozos de cuero rojo de un lagarto de fuego gigante, una de las extrañas criaturas que vivían en la estepa. El sirviente esperó junto al kan con la carne preparada.

Yamun extendió el brazo y con un susurro atrajo al halcón. Incluso con la capucha, el pájaro extendió las alas e intentó levantar el vuelo. El kan lo retuvo por las patas y sujetó la correa entre los dientes. No dejó de murmurar suavemente con las mandíbulas apretadas, al tiempo que le quitaba la capucha. El halcón parpadeó y batió las alas, en un nuevo esfuerzo por liberarse, pero entonces Yamun le ofreció un trozo de carne cruda. El ave de presa le arrebató el bocado de un picotazo, y después echó la cabeza hacia atrás para tragarlo. En cuanto el pájaro se tranquilizó, Yamun escupió la correa.

—Bienvenido a mi tienda, Koja de los khazaris. Sentaos y disfrutad de la carne de mis corderos, de la leche de mis caballos —gritó el kan, recitando el saludo tradicional que presidía las audiencias de cada día.

—Os doy las gracias, ilustre emperador de los míganos, por vuestra generosidad —respondió Koja, con una ligera reverencia. Al igual que la invitación, su respuesta se repetía a diario, como parte del antiguo ritual que gobernaba la vida de los tuiganos.

—Pues entonces, adelántate y siéntate. Deprisa, tenemos muchas cosas que hacer. Más tarde quiero ir de cacería —dijo Yamun, que dejó de lado la etiqueta.

—Sí, gran señor —contestó Koja, y se apresuró a ocupar su lugar.

—Tú también vendrás. Cazarás conmigo. —Yamun devolvió el pájaro al halconero, y despidió al sirviente con un ademán—. Pero, antes, tendrás que ser mi escriba durante un rato más; sólo por hoy.

Koja asintió y se sentó ante su pequeña mesa. Sin perder tiempo, acomodó los papeles, pinceles, las piedras secantes y los panes de tinta en polvo, roja y negra. Un sirviente le alcanzó un plato con agua para mezclar el polvo.

Yamun llamó con un gesto a los sirvientes que esperaban sus órdenes.

—Ahora me vestiré.

Cuatro escuderos se adelantaron, desplegando una larga pieza de tela blanca; después formaron un cuadrado alrededor del kan y levantaron la tela para crear una cortina. Otros sirvientes se encargaron de colocar las prendas en el interior del cuadrado, y se retiraron.

—Llamad a mis mujeres para que me vistan.

Al cabo de unos pocos minutos, dos muchachas aparecieron por el camino donde se encontraban las tiendas de las mujeres. Koja calculó que debían de tener unos dieciocho años de edad. Su aspecto era shou, cabelleras negras brillantes, la piel pálida y los ojos pequeños. Las jóvenes caminaban con el paso rápido y corto, habitual en las damas de la corte. Ambas llevaban vestidos de seda muy ajustados y el tocado muy alto de las mujeres solteras. Unas peinetas labradas con los huesos de monstruos exóticos les sujetaban los peinados. Con unas risitas tímidas al ver que había público, las muchachas entraron en el cuadrado y se dedicaron a su trabajo.

—Éstas son las princesas Flor de Loto y Peonía Primaveral —se vanaglorió Yamun, detrás de la cortina—. Un regalo del emperador shou. No sólo me envía vino. Éstas son dos princesas de sangre real, y me las envió a mí. ¿Ha hecho lo mismo con tu príncipe? —Yamun se meneó cuando las muchachas le quitaron las prendas.

Koja no respondió. Por discreción, intentaba no mirar; pero, al alzar la vista por un segundo, alcanzó a ver que los hombros desnudos del kan aparecían cubiertos de largas y finas cicatrices.

—Saben hacer más cosas además de vestir a un hombre —añadió Yamun en tono lujurioso—. Claro que a ti no te interesa. ¿Es verdad que los sacerdotes no tocáis nunca a las mujeres?

—La pureza de la mente y el cuerpo es el camino por donde buscamos a Furo —respondió Koja a la defensiva, con el rostro arrebolado.

—Entonces ¿las mujeres son impuras? —preguntó Yamun, sin disimular su incredulidad.

El lama escuchó las risitas de las damas detrás de la pantalla.

—Las pasiones nublan la mente y corrompen el espíritu. Vivimos para controlar nuestras pasiones y purificar nuestras mentes, y así alcanzar la perfección en nuestros pensamientos y acciones. —Sin darse cuenta, Koja se había acomodado con las piernas cruzadas, en la pose habitual de los sacerdotes de su templo cuando asistían a clase.

—¡Ah! ¿Y de qué os sirve todo eso en el mundo? —Yamun levantó los brazos mientras las princesas le quitaban los pantalones.

—Sólo alguien con el espíritu puro puede aparecer ante la presencia del Iluminado.

—Por lo tanto, ¿si evitáis a las mujeres, podéis conseguir, sólo conseguir, una ocasión de ver vuestro dios? —Yamun desapareció de la vista detrás del lienzo.

—Sí, digamos que es así. —En realidad, la filosofía del templo de la Montaña Roja era mucho más complicada, pero Koja no pretendía meterse en honduras. Preparó las tintas para su trabajo.

—¿Qué hace vuestro Iluminado? ¿Os premia y acaba con vuestros enemigos por medio del rayo? —La voz de Yamun sonó ahogada porque le pasaban una prenda limpia por la cabeza.

—El Iluminado nos da el entendimiento perfecto y la armonía, y, por lo tanto, no tenemos enemigos.

—Bah. ¿Y si yo fuese tu enemigo? ¿Tu entendimiento perfecto te protegería? —Yamun apareció a la vista de todos, vestido con una túnica holgada de seda roja y amarilla, bordada con tigres que saltaban. Los escuderos y las mujeres recogieron las prendas sucias y se las llevaron.

—Tengo fe en Furo y el Iluminado.

—Yo tengo fe en mi arco y en mi espada —afirmó Yamun; sujetó la espada al cinto—. Éstos son mis poderes. Teylas me los dio, y él puede acabar con mis enemigos desde el cielo. Teylas es un dios a quien puedes utilizar.

—Los dioses no pueden ser utilizados —replicó Koja, asombrado por la última declaración del kan.

—Teylas me quitaría el poder si no lo emplease. En consecuencia, es un dios que debe ser utilizado —le rebatió Yamun con un tono ligeramente burlón, mientras se acomodaba en su taburete, dispuesto a atender los asuntos de la mañana.

—¿No tenéis miedo de ofender a Teylas? —Koja mojó el pincel en el plato.

—¿Por qué?

—Quizá —dijo Koja, rascándose la nuca— haya quien podría interpretar vuestras palabras como presuntuosas. Tal vez os habéis equivocado acerca de la voluntad de Teylas.

—Los demás no disponen del poder de Teylas. Ésta es la razón por la que dicto sentencia entre los kanes, y ya han esperado bastante —anunció, al ver a un escudero que subía la colina—. Es hora de dedicarnos al trabajo.

—Sí, gran señor —repuso el lama, y extendió una hoja de papel sobre la mesa.

—Basta de «gran señor». Hoy te permito que me llames kan, sin más títulos. —Yamun miró al escudero que se detuvo donde comenzaban las alfombras—. ¿Quién espera? —preguntó; con un ademán, señaló hacia el portón colina abajo.

—Glorioso Khahan —respondió el hombre, de rodillas y con la cabeza gacha—, los kanes de los jeunes y los bahkshiris suplican que escuchéis sus casos. Además, ha venido uno de los hombres de Chanar Ong Kho para avisar del regreso de su amo. El general espera vuestra conveniencia para presentar su informe.

—Decidle a Chanar que venga —ordenó Yamun, irritado—. Tenía que presentarse en cuanto regresara. Jeun Kan y Bahkshiri Kan esperarán hasta la tarde.

Koja se sentó más erguido, y acomodó los pliegues de su túnica naranja.

—Khahan —preguntó vacilante, poco seguro de las libertades que le permitía su nueva condición de historiador—, ¿dónde ha estado el general Chanar?

—¿Eh? ¿No lo sabes?

—No, honorable señor.

—Khahan —lo corrigió Yamun.

—No, Khahan —dijo Koja, contrito por el error—. Sólo sabía que se había marchado, enviado a alguna parte.

—Muy bien. No tenías que saberlo.

—¿Yo, qué?

—No tenías que saber adónde fue —contestó Yamun lenta y claramente—. Una vez más, Koja de los khazaris, pensaste que yo era un tonto. Debes aprender que en mi imperio sólo sabrás lo que yo quiera y nada más.

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