Los señores de la estepa (8 page)

Durante cuatro días, Koja vivió en una yurta blanca levantada en las afueras de Quaraband, justo fuera del límite de las tierras aisladas de la magia. Permaneció allí, tendido en un camastro, mientras recuperaba las fuerzas. Una vez al día acudían los chamanes, que desplegaban la sábana blanca y colocaban sus ofrendas a Teylas. Al ritmo de sus tambores y cánticos, oficiaban sus ritos para curarlo y fortalecerlo. Cada día, después de su marcha, Koja se sumergía en la meditación y rogaba a Furo para que le diera fuerzas y le concediera su perdón. Aunque no se lo había dicho a nadie, el sacerdote se sentía mortificado, y tenía miedo de que Furo y el Iluminado lo rechazaran por haber aceptado los favores de otra deidad.

Al cuarto día, los chamanes se mostraron maravillados por la rápida recuperación de Koja, y orgullosos de la eficacia de sus hechizos. Para ellos era evidente que Teylas los había favorecido con la curación del sacerdote extranjero. Los chamanes informaron al kan del extraordinario progreso del paciente, y le explicaron que el lama debía de ser alguien especial.

Estos cuatro días también le dieron tiempo a Koja para conocer las cualidades de su nuevo sirviente. A pesar de que Hodj era su esclavo, Koja se negó a tratarlo como tal, y le dispensó las libertades y la confianza de un sirviente leal. Hodj respondió a esta actitud, y demostró una preocupación sincera por su nuevo amo. La primera mañana que Hodj preparó el té al estilo tuigano —con mucha leche y sal—, Koja estuvo a punto de ahogarse, y, de inmediato, le enseñó cómo debía preparar el té. A partir de entonces, Hodj le sirvió el té al estilo khazari —espeso de mantequilla— si bien no podía evitar una expresión de desagrado cuando se lo preparaba.

En su inactividad forzosa, Koja no tenía otra distracción que la de escuchar. Hodj hablaba muy poco, pero los chamanes eran otra historia. Sus largas conversaciones se centraban casi siempre en las creencias, aunque también tocaban muchos otros temas.

Muy pronto, Koja dispuso de muchas nuevas informaciones para añadir a sus cartas. Encendió la lámpara de aceite y desplegó una hoja de papel, que crujió suavemente mientras la alisaba sobre la madera de la mesa. La luz de la lámpara daba al papel blanco un tono amarillento pajizo. El lama cogió su pincel y comenzó a escribir con trazo firme.

El Khahan ostenta el mando de más de cien mil hombres, repartidos en cuatro ejércitos diferentes. No lo conozco lo suficiente para saber si es un hombre jactancioso. Tres de sus ejércitos los dirigen sus hijos. El cuarto comandante es Chanar Ong Kho, un personaje vano y orgulloso. También hay muchos kanes de rango inferior entre los tuiganos, pero no he tenido la ocasión de conocerlos.

El gran kan tiene una esposa, la segunda emperatriz Eke Bayalun, su propia madrastra, que vive rodeada por hechiceros y santones; al parecer, ejerce una gran influencia sobre los chamanes. Resulta evidente que no profesa ningún amor hacia su marido, y que sus sentimientos podrían ir incluso más allá. Existe la posibilidad de que algún acercamiento hacia su persona pudiese introducir una cuña entre el kan y sus magos.

Después de escribir su relato, Koja no tuvo ningún otro asunto en que distraer su ocio, y se dedicó a pensar. Le preocupaba cómo hacer llegar sus cartas al príncipe Ogandi. En Semfar, mensajeros de confianza se encargaban de llevarlas por la ruta de la seda hasta Khazari. Aquí no disponía de otro medio aparte de los jinetes del kan, y, desde luego, no podía entregarles sus mensajes. Deseaba poder enviar sus cartas, pero resultaba evidente que, no sólo no era posible, sino que no podía hacer nada al respecto, a la vista de que debía esperar a que el kan diera su respuesta a la oferta de Ogandi. «¿Cometo un error —se preguntó— sirviendo como escriba de Yamun, mientras medita la contestación?»

Después de otros cuatro días de descanso, Koja se recuperó lo suficiente para valerse por sí mismo. Todavía estaba débil, pero Yamun lo presionaba para que se incorporara al séquito real. El kan necesitaba sus servicios. Por lo tanto, aunque sin muchas ganas, Koja regresó a Quaraband y asumió sus funciones como escriba de la corte.

No era un trabajo de muchas exigencias; la mayor parte del tiempo permanecía sentado junto al gobernante durante las audiencias, y anotaba cualquier orden o proclama del kan. Resultaba casi aburrido, y Koja se enteró de muy pocas cosas más de las que ya sabía. Transcurrieron otras dos semanas de monotonía antes de que ocurriera algo importante.

Fue una noche, muy tarde, y los tres hombres que se encontraban en la yurta real estaban casi exhaustos. Yamun permanecía despatarrado en su trono; bebía vino y descansaba. Koja, tras dos semanas en su nueva ocupación, bostezó mientras trabajaba pacientemente en una pila de documentos. En la oscuridad, a un costado de la yurta, había uno de los guardias de Yamun. Vestido con su
kalat
negro, el hombre casi desaparecía en la penumbra. Ponía todo su empeño por mantenerse alerta y vigilante, consciente de que sería castigado si se dormía.

Con la mesa bien cerca de su cuerpo, Koja transcribió los juicios y los pronunciamientos del día. Mientras trabajaba, hizo una pausa para escuchar el fragor de los truenos y el repiqueteo de la lluvia contra el fieltro. La tormenta eléctrica lo sobresaltaba cada vez que una descarga sacudía la yurta. Estas tormentas eran las batallas distantes que el dios Furo mantenía contra los espíritus malignos de la tierra; al menos, esto era lo que le habían enseñado. Pero esta tempestad —la primera desde que había llegado a Quaraband— era mucho más fuerte que cualquiera de las que había visto.

El cielo había estado encapotado durante todo el día, y amenazaba con un vendaval de grandes proporciones. Mientras los kanes observaban las nubes asustados, el Khahan se había mostrado inquieto, ansioso de que comenzara el aguacero. La tormenta se inició a última hora de la tarde, y, de pronto, Yamun dio por terminadas las audiencias y despidió a los kanes y a sus sirvientes, que abandonaron la yurta en medio de una lluvia torrencial. Desde entonces, Yamun había permanecido en su taburete, dedicado a beber vino y a dictar alguna que otra orden, pero su nerviosismo no había disminuido. Ahora, el Khahan parecía cansado e impaciente. Yamun bebió otro trago de vino de su tazón de plata labrada.

—Apunta esta orden, escriba —anunció bruscamente.

Koja apartó las notas en las que trabajaba, y preparó cuidadosamente una hoja de papel en blanco. Tenía la vista cansada después de tantas horas de escribir, y sus entumecidos dedos dejaron caer el pincel; unas cuantas gotas de tinta negra salpicaron la página.

—Tendrás que ser más fuerte, escriba —gruñó Yamun, irritado con la demora—. Tendrás que endurecerte. Pasarás muchos días y noches sin dormir cuando iniciemos la marcha.

—¿La marcha, gran kan? —A lo largo de esas dos semanas en su nueva tarea, Koja no había anotado ninguna orden de campaña para los ejércitos del kan.

—Sí, marcha. ¿Acaso pensabas que me quedaría aquí permanentemente, para comodidad de los demás, como tu príncipe Ogandi? A su debido momento, marcharemos —replicó el gobernante—. Muy pronto se agotará la hierba, y entonces nos iremos.

—Gran Khahan —rogó Koja, mientras acomodaba los papeles una vez más—, ¿no sería más sencillo para vos buscar otro escriba? Alguien de vuestra gente, alguien más fuerte, capaz de hacer este trabajo.

—¿Qué es esto? ¿No te gusta ser mi escriba? —El Khahan le dirigió una mirada furiosa por encima de su tazón; su malhumor iba en aumento.

—No, no es eso —tartamudeó Koja—. Es... que me falta valor. No soy un soldado —exclamó, para después, aterrorizado, volver su atención a las hojas de papel. En voz muy baja, añadió—: Además, nunca pensé que tendría tanto trabajo, quiero decir...

—Creías que éramos unos ignorantes, y que no sabíamos cómo llevar un registro —lo interrumpió Yamun, enojado. Koja se desesperó; sus intentos por explicar sus debilidades sólo servían para empeorar las cosas.

Yamun abandonó su asiento y se acercó a Koja.

—No sé leer ni escribir, y por eso piensas que soy un tonto. Conozco el valor de estas cosas. —Cogió un puñado de los escritos de Koja—. Los grandes reyes y príncipes gobiernan con estos trozos de papel. He visto los papeles que envía el emperador de Shou Lung. Yo también soy un emperador. No soy un príncipe sin importancia que va de tienda en tienda, para hablar con sus seguidores. Soy el Khahan de todos los tuiganos, y llegaré a más.

Koja miró en silencio al Khahan, sorprendido por el estallido.

Sin embargo, el escepticismo debió de reflejarse en el rostro del lama, porque Yamun se puso de pie, derramando el vino sobre las alfombras.

—¿Dudas de mí? ¡Teylas me lo ha prometido! ¡Escúchalo ahí fuera! —gritó. Hizo una pausa, y Koja pudo escuchar un trueno ensordecedor—. Ésa es su voz. Ésas son sus palabras. La mayoría le tiene miedo; rezan y lloran, temerosos de que pueda llamarlos para la prueba. Yo no tengo miedo. Me ha probado y todavía vivo. —Con paso inseguro por el vino, Yamun se dirigió hacia la puerta—. Me llama; ahora mismo.

Koja permaneció sentado, e intentó encontrar sentido en las divagaciones de Yamun. Pero el guardia corrió hacia la puerta y se echó de bruces en el suelo.

—¡Gran señor! —imploró—. ¡No salgáis! ¡Os lo ruego! Nunca se ha visto una tormenta igual. Es un mal augurio. Teylas ha desencadenado a sus espíritus contra nosotros. Intentarán atraparos. ¡Teylas está furioso!

—¡Lo ves! —le gritó Yamun a Koja desde el otro extremo de la yurta—. Tienen miedo de las tormentas, el poder de Teylas. Éstos son mis soldados... ¡convertidos en niños! —Miró al guardia y le ordenó—: ¡Apártate! No temo la ira de Teylas. Después de todo, soy el Khahan. Mi antepasado nació hijo de Teylas y del Lobo Azul.

Yamun pasó con arrogancia junto al hombre arrodillado, y desató la cuerda que sujetaba la puerta. De inmediato, la pesada alfombra se abrió con un chasquido. La lluvia y el viento penetraron en el interior de la yurta, y las cenizas de los braseros se elevaron en una nube. En unos segundos, desapareció todo el calor acumulado.

—¡Allí, allí tienes el poder de Teylas! —vociferó Yamun, señalando la tormenta—. Ven, escriba, ya que no crees que habla conmigo.

—Por favor, gran señor —rogó Koja a gritos, para hacerse escuchar por encima del aullido del viento—, no salgáis.

—¡No! ¡Vendrás conmigo y lo verás porque yo lo ordeno! —Se acercó a Koja y, sujetándolo por un hombro, lo llevó casi a rastras hasta la puerta y lo lanzó de un empujón al medio del aguacero.

Koja tropezó y cayó en el barro helado. El agua de la lluvia corría como un torrente por la ladera. Un relámpago hendió el cielo nocturno e iluminó la llanura hasta el horizonte. En el fugaz resplandor, el lama alcanzó a ver la silueta oscura de Yamun que miraba el firmamento con la boca abierta. La luz sólo duró un instante, y después el mundo volvió a sumergirse en las tinieblas. La mano fuerte de Yamun sujetó la túnica del sacerdote, y lo levantó del fango.

Los dos hombres se pusieron en marcha, esforzándose por no perder pie en el fangal de la ladera. Cruzaron la verja y siguieron su camino entre las yurtas hasta llegar a los corrales al otro lado de la capital. El agua y la lluvia les azotaban el rostro. De los cabellos de Yamun caían chorros que iban a parar a su bigote, y de allí a su boca. En cambio, las gotas que golpeaban la cabeza rapada de Koja servían para quitarle el barro.

—¡Teylas! —rugió Yamun, escupiendo agua entre cada palabra—. ¡Aquí estoy! ¡Escúchame! —Un relámpago lejano alumbró débilmente la estepa. El viento les apartó por un momento la lluvia del rostro, y después los volvió a azotar. El retumbo de un trueno distante llegó en alas del viento.

»Me escucha —afirmó Yamun, confiado, y soltó el hombro de Koja, que, al verse súbitamente privado de apoyo, cayó de espaldas y rodó por una parte muy empinada de la ribera. Sin darse cuenta de nada, Yamun siguió su marcha hasta que Koja apenas pudo divisar la silueta. El lama se armó de valor y corrió entre los charcos, con la intención de alcanzarlo.

Por fin, agotadas sus fuerzas, Koja se desplomó en el fango, incapaz de mantener la persecución. Los relámpagos lo habían guiado, pero ahora ya no podía ver a Yamun. En algún lugar cercano, sonaban los relinchos y los bufidos de los aterrorizados caballos. El lama recuperó el aliento y se levantó para dirigirse en dirección al sonido.

—¡Teylas! —La voz de Yamun sonó a la izquierda del sacerdote.

—¡Khahan! —gritó Koja, y rogó para que Yamun lo escuchara.

Un relámpago, en la vertical, alumbró el cielo con gran estruendo. Casi ciego por el resplandor, Koja alcanzó a ver a Yamun a su izquierda, rodeado de las siluetas de los caballos que se erguían en dos patas y corcoveaban dominados por el pánico.

—¡Yamun Khahan! —gritó, sin conseguir una respuesta.

Los relámpagos volvieron a iluminar los contornos, como si fuese una contestación a los gritos de Koja. En un momento de luz, vio a Yamun, con los brazos levantados al cielo, en el centro de uno de los corrales. La lluvia formaba una cortina de plata a su alrededor.

Decidido a todo, Koja avanzó en medio de la oscuridad. Sus pies chapoteaban en el fango y, en más de una ocasión, estuvo a punto de caer. La lluvia era como un velo ante sus ojos, y su túnica, empapada y sucia de barro, le pesaba sobre los hombros.

Una de las piernas de Koja chocó contra algo sólido: una cerca. El dolor le hizo dar un paso atrás; perdió el equilibrio y cayó de espaldas. Se sentó en el fango junto a la cerca, y se frotó la espinilla para aliviar el dolor que le recorría la pierna.

—Teylas, escucha... poderoso... gobernante... —La voz de Yamun le llegaba entrecortada por los aullidos del viento. Koja miró entre los palos de la cerca. Se encontraba lo bastante cerca como para ver el interior del corral, aunque no podía distinguir nada con claridad. Se protegió los ojos de la lluvia, y escudriñó entre las patas de los caballos para ver a Yamun.

Apenas alcanzó a ver la vaga silueta del hombre que se erguía solitario en el centro del terreno. Las yeguas y los sementales se apartaban todo lo que podían, y se apretujaban piafando contra la cerca con los ojos llenos de pánico.

—Aceptad mi agradecimiento, Teylas. He unido a mi gente, pero con tu ayuda o sin ella debo conquistar —gritó Yamun. Koja escuchó las palabras con toda claridad porque el viento amainó de pronto, y la lluvia perdió su intensidad.

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