Read Los señores de la estepa Online
Authors: David Cook
—Tenemos un nombre, Ju—Hai Chou —señaló el sacerdote. No disimuló su alivio al ver que no había surgido ningún nombre khazari.
—Y tenemos el título de un mandarín —añadió Goyuk—. Los grandes rebaños empiezan con unas pocas ovejas.
—Quizá —reconoció Jad—. De todos modos, no le veo la utilidad. —El resto del grupo siguió al príncipe.
Cabalgaron de regreso al campamento del Khahan casi sin hablar. El sol del mediodía se cebaba con los cadáveres dispersos por el campo, y el hedor era cada vez más fuerte. Hasta ahora, Koja no había comprendido la estela de muerte y podredumbre que dejaba la guerra. Sabía que algunos hombres morían en combate y que otros sufrían heridas muy graves, pero nunca se mencionaba todo lo demás. Nadie hablaba del sufrimiento de los caballos, ni de los cuerpos que no se enterraban.
El grupo llegó al campamento sin tropiezos; sólo tuvieron que hacer algunos rodeos para evitar a las jaurías de chacales que no escaparon ante su presencia. Al pasar entre las tiendas de los guerreros, los hombres salieron a saludarlos. Las tropas adoptaban la posición de firmes y agachaban la cabeza al paso del príncipe. Parecían tristes por la muerte del padre de Jad, y, mientras los observaba formar filas, Koja notó la inquietud de los hombres que miraban al príncipe, como si esperaran que él hiciera algo.
De pronto, desde el fondo de la multitud, un hombre comenzó a cantar un verso improvisado en memoria del difunto Khahan.
Los vientos del cielo no están equilibrados.
El cuerpo que nos dan al nacer no es eterno.
¿Quién bebe el agua sagrada de la vida?
Disfrutemos de nuestras cortas vidas.
Los vientos del cielo no los podemos tocar.
La vida del hombre no es eterna.
¿Quién bebe el agua sagrada de la vida?
Disfrutemos de nuestras cortas vidas.
La voz del cantor se quebró cuando alcanzó una nota demasiado aguda. En un instante, otros hombres recogieron su canto y repitieron las estrofas, embelleciéndolas. Algunas voces destacaban en el coro con las notas más altas.
La canción se extendió por el campamento, como un saludo al príncipe en su camino hacia la tienda del Khahan. Al parecer, hasta el último soldado se había sumado al recibimiento. Los kanes se arrodillaban en señal de respeto ante la presencia de Jad. Los hombres, incluso los heridos más graves, se esforzaban por ponerse en primera línea, donde podían ser vistos. Koja observó a un soldado, que había perdido un pie en la batalla del día anterior, cargado por sus compañeros en una camilla que mantenían por encima de sus cabezas. El herido berreaba las sencillas estrofas en un esfuerzo que consumía sus pocas fuerzas, pero no por ello dejaba de cantar.
Una columna los siguió colina arriba hacia la yurta del Khahan. A la par que crecía su número, aumentaba la tensión.
—¡Queremos ver al Khahan —gritó una voz—. ¡Queremos ver su cuerpo! —El grito fue coreado por miles de voces con un estruendo ensordecedor.
—¡Guardias, mantenedlos fuera! —ordenó Jad, en cuanto cruzó la verja del recinto real. Los guardias corrieron a formar una triple fila delante del portón. Sus armas resplandecieron al sol, en una línea erizada de puntas de acero. Los oficiales, montados en sus caballos, recorrieron la línea sin dejar de gritar nuevas órdenes. Los guardias avanzaron unos pasos, y la muchedumbre retrocedió. Jad y el resto de su grupo desapareció en la yurta de Yamun, con Sechen en la retaguardia.
Koja se apresuró a examinar al Khahan. Yamun seguía vivo y respiraba, lo cual era toda una victoria. Las mantas aparecían empapadas de sudor, y su rostro estaba blanco como la nieve de las montañas de Khazari. Sin perder un segundo, Koja apartó las mantas y pidió otras limpias. Un escudero se encargó de atender su pedido.
Jad caminó hasta el lecho y observó a su padre en silencio. El Khahan dormía; de momento, no podía hacer nada por él. Satisfecho con la atención que Koja le dispensaba a Yamun, volvió a reunirse con Goyuk. El anciano kan acabó de pronunciar una oración ante los pequeños ídolos de fieltro, colgados por encima de la puerta. Después, tendió una mano hacia el cuenco con cumis junto al umbral, hundió los dedos en la bebida, y roció a cada ídolo. Tras una reverencia a las figuras de tela roja, se reunió con los demás.
—Tendrías que recordar las viejas costumbres, Jadaran Kan —le reprochó Goyuk, amablemente—. Teylas se enfadará contigo. —Señaló hacia la entrada, para dejar bien claro lo que esperaba del príncipe.
Jad contuvo su lengua. A pesar de que Goyuk se excedía al hablarle de esta manera, el príncipe sabía que el viejo tenía razón. Obediente, se arrodilló en la puerta, ofreció su plegaria, y realizó los movimientos de la aspersión. Al otro lado de la lona, podía escuchar los cantos de los hombres. El joven se preguntó durante cuánto tiempo más se conformarían con esperar.
Goyuk sonrió complacido cuando Jad acabó el ritual.
—Eres un buen hijo. Quizá puedas ser también un buen Khahan.
—Mi padre todavía no ha muerto —exclamó bruscamente Jad, sorprendido por la sugerencia. Los hechos y la presión del día resultaban una carga muy pesada para él, y la insinuación de Goyuk sólo sirvió para alimentar su enfado y su frustración.
—No, no, desde luego que no —se apresuró a decir Goyuk—. Pero ya llegará el momento.
El príncipe se tranquilizó un poco, y aceptó la explicación de Goyuk.
—Cuando llegue, espero contar con tu apoyo. Hay muchas cosas que no sé, y muchas que necesito aprender. Siempre has servido bien a mi padre, y espero que hagas lo mismo conmigo.
—Desde luego —contestó el anciano, acompañando a Jad hasta el lecho.
—Lama, ¿cómo está el Khahan?
—Espero que el sudor haya eliminado el veneno de su sangre —dijo Koja, con el entrecejo fruncido.
—¿Estás seguro? —insistió Jad.
—No, príncipe Jaradan —respondió Koja, tras vacilar un instante—.
Pienso
que vivirá. No puedo
prometer
que vivirá.
Jad caminó hasta la puerta de la yurta, y llamó a Koja. El príncipe abrió una esquina de la entrada cuando el sacerdote se unió a él.
—Escucha a los hombres, lama —ordenó, con una mano puesta en el hombro de Koja—. Lucharon por él. Si sus asesinos estuviesen vivos, la muchedumbre los descuartizaría con sus manos, y arrojarían sus entrañas a los chacales. Si muere a tu cuidado, no podré detenerlos.
—Sigo sin poder prometer nada —afirmó Koja. Se apartó de la puerta y miró a Jad—. No quiero fallar.
—Tampoco yo —dijo Jad, como un eco. Espió por la abertura y murmuró fríamente—: Ojalá les pudiese entregar a los que están detrás de todo esto. En especial, a Bayalun.
—Eso es algo que no puedes hacer —le señaló Goyuk, al escuchar las palabras finales de Jad.
—¿Por qué no? —preguntó el príncipe, soltando la tela—. Su hechicero atacó a mi padre. Los hombres creerán en mi palabra.
—No tienes ninguna prueba que lo certifique —replicó Goyuk, que marcó sus palabras golpeando la alfombra—. Piensa como tu padre. Ella tiene muchos parientes, muchos amigos. No tienes pruebas, sólo sospechas. Además, sus hechiceros y chamanes la protegen.
—Entonces, ¿qué puedo hacer? —se lamentó Jad—. Necesito pruebas para actuar, y, en cambio, esta serpiente trabajaba libremente contra nosotros. ¡Necesito encontrar al asesino de Yamun!
—Espera, Jad. Debes actuar como el tigre que persigue al venado. Quienquiera que sea, cometerá un error. No tardará —le aconsejó el anciano—. La ambición los llevará al fracaso. Debemos esperar a que esto ocurra.
—¿Cuánto tiempo más podemos mantener unido el ejército? Necesitamos hacer algo. —Jad se sentó en cuclillas junto a Goyuk, y esperó la guía del viejo kan.
Sin embargo, fue Koja quien le ofreció la respuesta, desde su posición al costado del lecho de Yamun.
—Un funeral. Si creen que el Khahan está muerto, tiene que haber un funeral.
—¿De qué serviría, sacerdote? Sólo les recordará que el Khahan está muerto.
El lama abandonó a su paciente y se reunió con los dos hombres.
—Mantendrá a los kanes ocupados, y les hará cumplir tus órdenes. Y quizá le dé tiempo a vuestro padre para recuperarse.
Jad consideró en silencio las palabras de Koja. Después, buscó la mirada de Goyuk, que asintió.
—Si dais las órdenes para el funeral —añadió Koja—, los kanes todavía escucharán vuestras palabras. Se acostumbrarán a seguir vuestras indicaciones. Eso evitará nuevos rumores y dará a los hombres la ocasión de expresar su dolor.
Jad observó a Koja con la barbilla apoyada en el pecho, mientras el lama explicaba su plan. Cuando acabó, el príncipe levantó la cabeza.
—Eres mucho más que un vulgar lama —afirmó—. Ahora comprendo por qué mi padre consideró correcto nombrarte su
anda
.
Bayalun estaba delante de su yurta en compañía de Chanar. A su alrededor formaban los guardias de la segunda emperatriz. Los soldados permanecían atentos a cualquier eventualidad, mientras la khadun leía un texto de un viejo trozo de papel amarillo. Chanar espió por encima del hombro de la mujer. Sabía leer —no mucho—, y no quería perder la oportunidad de demostrar a Bayalun sus escasos conocimientos. Para su decepción, se encontró con un texto enrevesado, escrito en caracteres que nunca había visto. Además, su orgullo sufrió otro golpe al ver la facilidad con que Bayalun leía las retorcidas frases.
Mientras la khadun hablaba, una especie de bruma se posó sobre ellos y todas las cosas perdieron su color natural. El miedo puso en tensión los músculos del general a medida que el mundo se volvía gris: las túnicas blancas de los guardias, los cabellos negros de Bayalun, la seda roja de su propia camisa, incluso el resplandor de las llamas. Entonces, se encontró en medio de la nada.
De improviso, apareció algo. El suelo chocó contra sus pies, y desapareció la momentánea sensación de flotar. Chanar trastabilló, y varios guardias rodaron por tierra. Bayalun, en cambio se mantuvo de pie sin dificultad.
Habían llegado al campamento de Yamun y, al parecer, no eran bienvenidos.
Los kashiks de Yamun los rodearon con las espadas en alto, listos para el ataque. Los guardias eran un grupo de curtidos veteranos, vestidos con sus mugrientos
kalats
negros manchados de sangre. Observaron a los recién llegados sin parpadear. Sus barbas y melenas desgreñadas aparecían cubiertas de grasa, y sólo sus mejillas llenas de cicatrices estaban limpias de mugre. Chanar reconoció a muchos de ellos de viejas batallas, e incluso recordaba sus nombres. Sin perderlos de vista, el general se movió con mucha cautela. Por la postura adoptada, la forma de sostener sus espadas y la expresión despiadada en sus ojos era evidente que estaban dispuestos a matarlos a la primera provocación.
Los guardias de Bayalun mostraban la misma disposición, y las puntas de sus espadas se movían listas para iniciar el combate. Chanar se irguió, muy digno. Él era un kan, un príncipe tuigano, y no un vulgar ladrón. Ataviado con su túnica roja y su chaleco dorado, con dragones bordados en color azul, el general miró con fiereza a los kashiks.
—¡Dejadme pasar! Traigo a la khadun de los tínganos para que vea el cuerpo de su esposo —gritó Chanar. Su rostro mostraba una expresión de furia, y sus ojos eran como dos cortes en la piel. El soldado endurecido y belicoso que vivía en el interior se manifestó en toda su furia—. ¡Apartaos o moriréis! —vociferó, al tiempo que desenvainaba su espada. Los hombros del general se sacudieron animados por la ira y el coraje.
Los kashiks movieron un poco los pies, preparados para responder a su ataque. Tenían sus órdenes, y las bravatas del general no les impedirían cumplirlas.
—General Chanar, no podéis enseñarles cortesía a las bestias —comentó Bayalun suavemente. El general la miró furioso ante su audacia de intervenir en ese momento crítico—. Guardad vuestra espada. Estas horribles mulas no tienen los sesos suficientes para asustarse. Tú —señaló al más grande de los guardias con un dedo—, ve y pregúntale al hijo de Yamun si la khadun debe transformar a sus guardias en los asnos que son. De esta manera, podrá rebuznarles las órdenes. —La mujer mostró una sonrisa perversa.
El aludido, al que Chanar reconoció como un viejo y feroz sargento llamado Jali—bukha, palideció al escuchar las palabras de Bayalun. Con los ojos desmesuradamente abiertos por el miedo, el sargento asintió y echó a correr hacia la yurta del kan. Bayalun miró a Chanar con una expresión de triunfo.
—No tendremos que esperar mucho —aseguró.
A Chanar le costó tragarse su orgullo. Él era uno de los siete hombres valientes de Yamun, y no necesitaba que una mujer le dijera a la soldadesca que se apartara de su camino. Pero llegaría el día en que sus palabras y amenazas no serían suficientes. Entonces, ella tendría que venir a buscarlo para pedir su ayuda.
A sus espaldas, Madre Bayalun ocultó su sonrisa de desprecio. «El general cree que puede hacer esto él solo —pensó—. Sin embargo —se recordó a sí misma—, el querido general es necesario.» Los hechiceros y unos cuantos quizá la siguieran, pero el resto del ejército nunca aceptaría las órdenes de Bayalun. Necesitaba al general Chanar para mantener el imperio de Yamun —el suyo— intacto.
El sargento llegó a la puerta de la yurta real, a unos cien metros de distancia, y, casi sin esperar a ser anunciado, levantó la cortina y cruzó el umbral. Al ver la mirada del príncipe, furioso por la intrusión, el sargento se prosternó sobre las alfombras.
—Príncipe Jadaran, traigo un mensaje —jadeó el sargento—. ¡Eke Bayalun y el general Chanar acaban de llegar!
—¿Qué? —exclamó el príncipe—. ¿Aquí? —Apretó los puños, frustrado. Con un gesto, despidió al sargento y después se volvió hacia los demás—. ¿Qué vamos a hacer? —Buscó con la mirada a Goyuk, a la espera de que el viejo consejero le diera una respuesta instantánea.
—Hazlos... pasar —dijo una voz débil, desde el otro lado de la tienda. Asombrado, Jad se giró en busca del orador. Allí, en su lecho de enfermo, se encontraba Yamun. De alguna manera, se las había arreglado para sostenerse sobre un codo y levantar la cabeza lo suficiente para mirarlos. Su rostro se veía pálido y hundido. Un tic le sacudía la mejilla, una pequeña señal del enorme esfuerzo que realizaba—. Ayudadme —susurró con voz ronca—. Recibiré a mi... esposa. —Koja corrió a su lado y apiló unas cuantas almohadas para que Yamun se apoyara.