Los señores de la estepa (38 page)

Cuando los tuiganos alcanzaron el último risco antes de entrar en la llanura, sólo quedaban tres guerreros entre los mensajeros que rodeaban a Yamun: Chanar, con su brillante armadura plateada, que ostentaba el mando del ala izquierda; el viejo y desdentado Goyuk, comandante del ala derecha, y Sechen, encargado de la escolta personal de Yamun. El Khahan se había reservado para sí el mando de los escuadrones centrales. Koja se mantuvo un poco apartado del grupo, para no interferir en sus asuntos.

Un mensajero, que no parecía tener más de quince años, vestido con la túnica blanca de los guardias de Bayalun, apareció a todo galope en una yegua bañada de sudor. Sin desmontar, saludó con una reverencia a Yamun, que le autorizó a hablar con un ademán.

—La resplandeciente hija del cielo, la segunda emperatriz, me envía con la noticia de que ha convocado a sus hechiceros de todas las regiones de la tierra, y que han tomado sus puestos en el ejército. —El joven estornudó y se limpió la nariz con la manga mugrienta.

—Una buena noticia. Dile que debe poner a los hechiceros al mando de los kanes —ordenó Yamun.

El muchacho, muy nervioso, se irguió en la montura.

—La segunda emperatriz me ha ordenado que os diga que los mantendrá a su mando. Los kanes desconocen los poderes de la magia, y no sabrán utilizarla como es debido. —El mensajero permaneció aterrorizado en su silla, dispuesto a escapar a la primera señal de peligro.

Yamun, que ya se ocupaba de otros asuntos, se volvió de pronto hacia el mensajero.

—¡Ella hará lo que yo ordene! —El muchacho tragó, a pesar de que tenía la boca seca por el miedo.

Chanar avanzó con su caballo, al parecer con el deseo de tranquilizar los ánimos.

—Señor Yamun —dijo ceremoniosamente—, quizá la Eke Bayalun está en lo cierto. A muchos de los kanes no les agradan los hechiceros, y podrían desperdiciar sus talentos. Quizá convendría aceptar su decisión.

—No confío en ella —replicó Yamun—. Es una arpía.

—Es posible que hoy necesitemos los servicios de sus magos —comentó Chanar, con un gesto en dirección a la Muralla del Dragón—. De todos modos, siempre podéis enviar a alguien para controlar que cumpla vuestras órdenes al pie de la letra.

—Es muy tarde para discutir —añadió Goyuk, dispuesto a evitar una crisis en vísperas de la batalla.

De mala gana, Yamun se dejó convencer. No tenía tiempo para debates y, en cualquier caso, no creía que los hechiceros pudiesen servir de mucho en los combates que iban a librar.

—Asignad un
arban
de kashiks a cada hechicero —decidió el gran kan—. Enviad un
jagun
de los kashiks a Bayalun. Ve, muchacho, y dile que los hombres son para su protección. —En cuanto el correo se alejó a todo galope, Yamun dictó nuevas órdenes—: Avisad a los kashiks que maten a cualquier hechicero, incluso a Bayalun, si intentan cometer cualquier acto de traición. —Después se volvió hacia el sacerdote, y lo sorprendió con una pregunta—:
Anda
, ¿te permite tu dios ver el futuro?

—Algunas veces, Furo me concede ese don —respondió Koja.

—Entonces, ¿puedes decirnos cuál será el resultado de la batalla de hoy? —inquirió Yamun, retorciéndose el bigote—. Bayalun no ha considerado necesario traer a ninguno de sus chamanes para atender a esta necesidad.

Koja hizo una pausa mientras repasaba los hechizos que Furo le había otorgado para ese día.

—Quizá no consiga una respuesta perfecta —se arriesgó a contestar—, pero Furo podría concederme alguna pista del destino que nos aguarda en este lugar. No puedo prometer nada más.

—Haz lo que sea, pero hazlo. —El Khahan no tenía ningún interés en los aspectos técnicos de los hechizos de Koja; sólo en los resultados.

—Necesito estar más cerca de la Muralla del Dragón.

—Está allí, al otro lado del risco —le informó Yamun—. Sechen, acompáñalo y procura que no sufra ningún daño.

—Por vuestra palabra, así se hará —repuso el luchador. Guió a Koja y a un grupo de guardias por la ladera hasta un matorral en la cima. Allí encontraron un lugar a la sombra desde el cual Koja podía ver la muralla sin estorbos.

Se hallaban a un poco más de un kilómetro de la gran fortificación shou. La Muralla del Dragón se extendía en una línea interminable, mucho más grande y poderosa de lo que les había parecido desde las alturas del paso. Los ladrillos utilizados en su construcción le daban su color amarillo terroso. Koja calculó que tendría unos diez metros de altura. La parte superior aparecía bordeada de almenas; un camino de ronda la recorría, de una anchura suficiente para permitir el paso de una cuadriga. A intervalos regulares, a un kilómetro y medio entre cada una, se levantaban unas torres cuadradas, más altas que el muro: las torres de vigía.

El sendero que atravesaba el Primer Paso bajo el Cielo bajaba de las alturas hasta llegar a un enorme portón. Las hojas de esta puerta colosal eran casi tan altas como la muralla, y las dos torres ubicadas a los lados eran todavía más elevadas. Estas atalayas, rectangulares y de superficies estucadas, se aguzaban por la parte superior. Las saeteras, apenas visibles en los niveles inferiores, habían sido reemplazadas por balcones a medida que se elevaba la posición de los arqueros. Un puente en arco comunicaba las dos atalayas, por encima del portón.

Por un momento, Koja pensó en decirle a Yamun que su hechizo había revelado que el ataque estaba condenado al fracaso. Si el engaño daba resultado, salvaría muchísimas vidas. Sin embargo, tenía la obligación moral de realizar el hechizo. No podía presumir de que había hablado con Furo, pues ello sería una blasfemia. Por otra parte, dudaba que sus predicciones pudiesen hacer cambiar la decisión del Khahan.

—Se han desplegado fuera del portón —le informó Sechen, que gracias a su magnífica vista había observado unos destellos en la llanura. Koja, gracias al aviso del luchador, alcanzó a ver a los hombres desplegados en una larga hilera. Los destellos debían de obedecer a la luz del sol que se reflejaba en sus corazas y armas—. Saben que estamos aquí. Trabaja deprisa, historiador.

Koja comenzó un ejercicio respiratorio para serenar su mente. Le llevó mucho tiempo, pero Sechen se entretenía en contar los estandartes y no se fijó en la demora. Al cabo, el lama desplegó un pergamino que había preparado a primera hora de la mañana; aparecía cubierto de oraciones especiales. Lo levantó hacia el este y leyó el texto en voz alta; después, con mucho cuidado, repitió el proceso con los restantes puntos cardinales. En cuanto acabó, cerró los ojos y permaneció inmóvil; sin que él se diera cuenta, su cuerpo quedó totalmente rígido. Sechen y los guardias esperaron, sin atreverse ni a susurrar por miedo a interrumpir el hechizo.

Por fin, sus músculos perdieron la tensión y, al relajarse, trastabilló. Después de parpadear varias veces, abrió los ojos y miró fijamente la Muralla del Dragón. El poder de Furo fortificaba su visión y le permitía ver el gran equilibrio de la naturaleza. Todas las cosas, vivas y muertas, animales y minerales, aparecían llenas con la fuerza del Iluminado. Algunas, como las piedras vulgares, sólo contenían una cantidad pequeña, mientras que otras —en especial los hombres dotados con una gran voluntad— resplandecían con su poder interior. Gracias a estas aureolas, vistas a través de la inspiración divina de Furo, Koja esperaba «leer» la armonía de la tierra y, quizás, adivinar el resultado de la batalla.

En aquel instante, Koja comprendió que no sería difícil hacer una predicción.

Ante sus ojos resplandecía la aureola de la propia Muralla del Dragón, cegadora como el sol. Su brillo borraba todas las demás aureolas, incluso la del ejército shou desplegado en la llanura. Koja estaba alelado; nunca había visto nada igual. La aureola surgía de los cimientos de la fortificación y llegaba hasta el punto más alto de las atalayas. El fuego se extendía a lo largo de toda la muralla, y, en su interior, el lama alcanzaba a distinguir una forma, una silueta que parecía intentar liberarse de unas ataduras invisibles.

Koja se forzó a sí mismo a mirar en el corazón del fuego mágico, a descubrir lo que había oculto en la muralla. Una garra escarbó en la tierra. Un risco de espinas apareció en las almenas más elevadas. Un dibujo de escamas se mezcló con los ladrillos y las piedras. De todo esto surgía un poder que lo observaba, furioso y, al mismo tiempo, torturado.

—¡Furo, protégeme! —gritó, atónito; interrumpió el hechizo, y la escena desapareció en el acto. 

Ciego por el resplandor, Koja se lanzó ladera abajo, buscando a tientas su camino. Sechen corrió tras él, convencido de que el sacerdote había perdido la razón. Koja esquivó a su perseguidor y, con mucho valor —o quizá sin conciencia del peligro—, aumentó la velocidad de su carrera. Cuando llegó a la base del risco, casi no podía respirar. Recuperó la visión y se dirigió sin demora al encuentro del Khahan.

—¿Qué has visto? —gritó Yamun, contagiado por la excitación de Koja, que interpretó como un buen augurio—. ¿Qué has averiguado?

El lama descansó un instante hasta recobrar el aliento. ¿Cómo podía describir su visión? Un poder, un espíritu que superaba cualquier expectativa yacía debajo de la Muralla del Dragón, o más bien formaba parte de ella.

—Khahan —respondió Koja, con el pecho agitado—, los augurios no son favorables. Un espíritu poderoso protege la pared. Estoy seguro de que no os dejará pasar.

Yamun se quedó boquiabierto al escuchar las palabras del lama. Sin saber qué decir, se volvió hacia Sechen, que llegaba a la carrera.

—¿Qué has visto?

—Señor Yamun —contestó el luchador—, he visto al ejército shou. Están enterados de nuestra llegada, y han desplegado sus tropas delante de la muralla.

—¿Cuántos son? —Yamun se adelantó en su montura.

—Veinte, quizá veinticinco estandartes. Calculo que cada estandarte agrupa a un millar de hombres, como nuestros
minghans
.

—Tengo sesenta estandartes —declaró Yamun, que volvió a sentarse en la silla—. Dejaremos...

—¡Pero, Yamun! ¡No podréis pasar! —Koja se acercó al caballo del kan. Frenético, el sacerdote intentó que Yamun entrara en razón—. Come...

—¡Silencio! —rugió Yamun—. No tendremos que hacerlo. —Señaló un repecho del risco que Koja acababa de cruzar—. Chanar, lleva a tus hombres al risco y espera. Goyuk, tú avanzarás con un
tumen
; que el resto de tus tropas cubran el flanco norte. Yo mantendré el centro. —Los dos kanes asintieron.

»Goyuk, debes conseguir que te sigan. Carga una vez, y después toca retirada. Chanar, tus hombres deben estar preparados para avanzar por su retaguardia... y evitar que retrocedan hacia la muralla. Yo seré el yunque y vosotros dos, los martillos. Juntos los destrozaremos. —Ninguno de los kanes hizo preguntas. Sus ayudantes se encargarían de establecer las señales para los estandartes y tambores; de esta manera, podrían coordinar los ataques.

Goyuk y Chanar se retiraron para desplegar las tropas. Pasarían unas cuantas horas antes de que los soldados estuviesen en sus posiciones. Esto era una ventaja, pensó Yamun, porque los shous permanecerían al sol durante gran parte del día. El calor y la sed debilitarían sus fuerzas. Sus propios hombres no tendrían que pasar por las mismas penurias.

Yamun se volvió hacia Koja, que permanecía a unos pasos de su caballo, cansado y desilusionado.

—Sacerdote, quiero que averigües algo más acerca de lo que has visto —dijo, antes de alejarse en busca de un poco de sombra. No tenía nada más que hacer, y aprovecharía la ocasión para echar una cabezada.

Por su parte, Chanar galopó en dirección al valle para reunirse con sus oficiales. Adrede, tomó la ruta más larga, que lo conduciría a través del campamento de Bayalun. Cuando llegó se encontró con una multitud variopinta de hechiceros: altos y delgados, gordos y sudorosos, algunos vestidos de gala, otros cubiertos con harapos mugrientos. Los guardias del Khahan todavía no habían aparecido. Chanar se abrió paso orgulloso entre los lacayos de Bayalun, y fue en busca de la segunda emperatriz.

La encontró sentada al sol ardiente. Parecía dormida, pero, sin abrir los ojos, la mujer despachó a sus criados.

—Bienvenido, Chanar. ¿A qué se debe tu visita?

El general se apeó de su caballo y se puso en cuclillas junto a la khadun. Rápidamente, le explicó los planes de Yamun.

—¡Nos facilita la oportunidad que queríamos! —exclamó Chanar, apretando los puños—. Avísales a los shous que hay un cambio de planes. Deben avanzar y, entonces, nosotros atacaremos a Yamun. ¡Podemos cogerlo en un movimiento de tenazas y destruirlo hoy mismo!

—No. No haremos nada por el estilo —respondió Madre Bayalun, tranquila. Apartó el chal rojo y azul que le cubría la cabeza, y dejó que su cabellera entrecana cayera naturalmente sobre sus hombros—. ¡Piensa, Chanar! Si tú fueses el general shou, ¿confiarías en nosotros? —Abandonó su silla y caminó hasta la entrada de su yurta—. No olvides una cosa: Yamun me tendrá rodeada por sus guardias. Tenemos que atenernos al plan. Por ahora, debemos demostrarle a Yamun que somos leales.

Chanar sabía muy bien que el Khahan nunca confiaría en Bayalun. Aun así, ella tenía razón. Yamun no podría mantener la vigilancia eternamente. De todos modos, le molestaba perder esta oportunidad.

—Estos guerreros shous no son rivales para los míganos —comentó Bayalun, consciente del disgusto de su aliado. En una llamada al orgullo del general, añadió—: Cometeríamos un error si confiáramos en que pueden derrotar al gran kan. Hoy, Chanar, haz lo que el Khahan espera de ti. Mañana lo aplastaremos, y tú serás el nuevo Khahan.

Pasaron cuatro horas mientras las fuerzas del gran kan ocupaban sus posiciones. Durante ese tiempo, Yamun durmió a la sombra de un tamarisco. Por su parte, Koja buscó cobijo junto a un peñasco, abstraído en sus meditaciones en busca de la guía de su dios. Esperaba que Furo lo bendijera con un poco más de conocimiento acerca del espíritu que había visto. Cuando los últimos pelotones hubieron tomado posición en la llanura, un escudero despertó al Khahan de su siesta. Yamun insistió en que Koja lo acompañara, de modo que el lama abandonó sus ejercicios y lo siguió hasta la cima del risco. Allí encontraron un lugar apropiado para presenciar el ataque de Goyuk. Sechen se mantuvo a unos pasos de distancia, con sus caballos preparados.

Abajo, en la llanura, estaba el
tumen
que Goyuk había escogido para la primera carga. El viejo kan había dividido a sus hombres en tres grandes grupos. En cada uno, los jinetes formaban de diez en fondo en hileras de trescientos. El ala derecha ocupaba la base del risco donde se encontraban Yamun y Koja. El resto de las tropas se extendía por la izquierda. El lama divisó el estandarte del kan, un mástil con cintas de seda azul coronado por una media luna de plata, en el espacio existente entre el ala más próxima y el centro. Al otro lado de la llanura, los soldados de Shou Lung esperaban bajo el abrasador sol de la tarde.

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