Read Los señores de la estepa Online
Authors: David Cook
—Un mensaje de Sechen el luchador, gran señor —anunció el guardia, que se hizo a un lado para dejar pasar al correo.
—¿Cuál es el mensaje? —preguntó Yamun.
—Sechen me envía para que os informe que Goyuk Kan está muerto. —El mensajero agachó la cabeza y aguardó en silencio.
Yamun caminó hasta la puerta y contempló la llanura, sin ocultar su profundo dolor.
—Shou Lung lo pagará —dijo con voz lenta y pausada. En su tono no había ninguna amenaza o promesa; sólo la seguridad de que echaría abajo la Muralla del Dragón, para cobrarse su venganza en el emperador que se refugiaba detrás de ella.
Aquélla fue una noche sombría en el campamento tuigano. Los
yurtchis
, de acuerdo con las órdenes de Yamun, habían situado las yurtas en el risco. Las hogueras cubrían el sector montañoso y parte de la llanura que se extendía delante de la Muralla del Dragón. El Khahan mandó que sus hombres encendiesen muchas más fogatas de las necesarias para dar la impresión de que su ejército era mayor, pero no se encendió ninguna más allá del límite de seguridad indicado por Bayalun y sus hechiceros. Las montañas de piedra y tierra eran un recordatorio de las consecuencias que podría sufrir cualquiera que se aventurase demasiado cerca de la fortificación shou.
Los fuegos de los tuiganos competían con las fogatas dispuestas a lo largo de la Muralla del Dragón. Las tropas shous se habían retirado a la protección del muro, y ahora permanecían en el camino de ronda, apostadas en las almenas. En la oscuridad, entre las dos fuerzas, los chacales se disputaban la carroña.
En la yurta real, Yamun intentaba encontrar la solución al punto muerto. Debía estar preparado, en caso de que Koja fallara. Sechen, concluida su misión entre las tropas, ocupaba su lugar habitual junto a la puerta. Bayalun y Chanar estaban sentados a los pies de Yamun. A pesar de su malhumor, Bayalun se mostraba tranquila. En cambio, Chanar no disimulaba su agitación, preocupado por las acciones del enemigo. No habían respetado el plan. Yamun atribuyó la inquietud del general a su frustración por el fracaso del ataque.
Desde un rincón de la tienda, el escriba leía en voz alta los informes de los exploradores. Las noticias eran desalentadoras. No había ninguna posibilidad de rodear la muralla, y los jinetes no habían descubierto ni un solo punto débil en las defensas. Algunos informaban de movimientos de tropas por el camino de ronda, aunque el número de soldados no era suficiente para provocar la alarma del Khahan. Los exploradores encargados de vigilar los flancos del ejército, y espiar las posiciones enemigas, no tenían nada que informar.
Otros correos habían llevado despachos del príncipe Tomke. El tercer hijo de Yamun marchaba con su ejército para unirse a su padre. A diferencia de sus hermanos, Jad y Hubadai, Tomke se mostraba precavido y avanzaba sin prisa. Según su mensaje, tardaría varios días en llegar. Esta última información provocó la ira del Khahan, que dictó una nota reprochándole en términos muy agrios la lentitud de sus tropas.
Por fin, el escriba cogió una carta que había llegado un par de horas antes desde el campo shou. Con voz lenta y pausada, el anciano leyó los caracteres, con el papel muy cerca de los ojos para poder ver con claridad en la penumbra:
Khahan, el emperador del Trono de Jade se complace en consideraros un igual a sus hijos.
Habéis visto la inutilidad de atacar la indestructible Muralla del Dragón. Es una verdad tan irrebatible que, si continuáis con los intentos, vuestra grandeza se verá mancillada por el fracaso. Que no haya más peleas entre los tuiganos y el emperador de todo Shou Lung. Renunciad a vuestro empeño y marchaos en paz.
En cuanto el escriba concluyó con la lectura, Yamun miró a Chanar y Bayalun.
—Quiere que nos rindamos —dijo.
—Así parece, Khahan —afirmó Bayalun. Por su parte, Chanar asintió con un gruñido.
—Madre Bayalun, ¿por qué fracasaron hoy tus hechiceros? —preguntó Yamun, tras una breve pausa que aprovechó para escarbarse la dentadura. La acusación en la voz del Khahan resultaba inconfundible.
Sin amilanarse por la evidente desconfianza de su hijastro, Bayalun se sentó bien erguida y orgullosa mientras ofrecía su explicación.
—El fracaso de los hechiceros —manifestó— ha sido el mismo que el de tus hombres. No estaban preparados para lo que ocurrió.
—¿Y por qué ocurrió? —insistió Yamun.
—Es un misterio —reconoció Bayalun. Miró al suelo, molesta por verse forzada a admitir su ignorancia.
—¿Cuándo lo sabrán tus hechiceros? ¿Mañana? Es cuando tendrán que estar preparados —advirtió Yamun, haciendo una seña al escriba para que escribiera una orden.
—Si mi hijo, mi marido, estuviese dispuesto a rescindir sus órdenes de azotar a los hechiceros, estoy segura de que mañana se podría contar con su ayuda. —Bayalun mantuvo la mirada en el suelo, buscando el favor de Yamun con una humildad falsa.
—Merecen ser azotados —replicó Yamun, tajante.
—Quizá —aceptó la segunda emperatriz—. Pero, después de los azotes, se encontrarán demasiado débiles para la lucha de mañana.
—Entonces, entrégame a siete como un escarmiento para todos los demás.
—No. Son pocos y los necesitarás a todos —contestó Bayalun. Comprendiendo que su desafío había arrinconado a Yamun, sin darle una oportunidad para salvar la cara, le hizo una propuesta—: Mañana, si fracasan, podrás hacer lo que quieras con todos.
Yamun se encrespó ante su desobediencia, consciente de que no podía obligarla a ceder.
—Muy bien —dijo, malhumorado—. Asegúrate de que estén preparados. No quiero más fracasos. —La señaló con un dedo para acentuar sus palabras, y Bayalun asintió con el rostro convertido en una máscara.
Tras resolver el asunto de los hechiceros, Yamun volvió su atención a Chanar.
—Mi general, Goyuk ha muerto. Te doy el mando de los
tumens
de Ciejan, Ormusk y Ulu. Yo tomaré el resto. —Chanar inclinó la cabeza como muestra de su gratitud—. ¿Estarán preparados tus hombres para la batalla de mañana?
—Desde luego, Yamun. Pero, ¿cómo cruzaremos la llanura? —Chanar señaló en dirección a la muralla—. Su magia nos destruirá.
—Quizá no —replicó Yamun, con una sonrisa enigmática—. Ahora, Chanar, mi hombre valiente, tenemos que ocuparnos de los planes. Dado que no podemos conseguir que los shous nos persigan, ¿cómo podemos atacar su muralla?
Yamun descendió de su trono y tomó asiento en la alfombra delante del general. El escriba se apresuró a desenrollar un largo y angosto pergamino entre los dos hombres. En la parte superior de la hoja aparecía un diagrama de la Muralla del Dragón, que mostraba la ubicación de las puertas y las torres. En la inferior, había pequeños círculos correspondientes a los campamentos de los tuiganos.
Chanar se arriesgó a mirar a Bayalun, para saber si ella tenía alguna idea de las intenciones del Khahan. Al ver la mirada perpleja del general, la segunda emperatriz hizo un gesto casi imperceptible con los hombros para indicar su ignorancia. Chanar volvió a mirar el mapa y lo estudió rápidamente.
—Primero, Yamun, debemos encontrar la manera de llegar con nuestros caballos hasta el muro. Los montículos de tierra y rocas impiden el paso de los animales.
—Estoy de acuerdo. Madre Bayalun —llamó el kan, sin desviar la mirada del mapa—, tus hechiceros tendrán que abrir una brecha entre los montículos.
—Sí, marido —respondió la khadun en voz baja, echando una ojeada al mapa por encima de los hombros de los kanes—. Pero los hombres tendrán miedo de ser aplastados si ven que la tierra tiembla otra vez.
—Haz lo que se te ordena. Yo me preocuparé por los hombres. ¿Cuánto tardarán? —preguntó Yamun, impaciente.
Bayalun miró el techo de la yurta, mientras calculaba el tiempo necesario para que los hechizos hicieran su efecto.
—Calculo que hasta las primeras horas de mañana.
—Pues ve y ocúpate de que se haga —ordenó Yamun—. Sechen, acompaña a la khadun con una escolta, y mantenme informado de sus progresos.
—Por vuestra palabra, así se hará —respondieron la khadun y el soldado al unísono. En el momento de abandonar la tienda, Bayalun dirigió una mirada cargada de odio al gigantesco luchador, consciente de que lo enviaban como espía.
El Khahan volvió su atención al mapa.
—Con los pasos despejados, Chanar, ¿dónde atacarías?
El general estudió el mapa, intentando disimular su desasosiego. El Khahan no sospechaba que al día siguiente su
anda
planeaba derrocarlo. De hecho, Yamun le daba al traidor la oportunidad de organizar personalmente su desgracia. Con las intenciones bien claras, Chanar examinó el mapa con más interés.
—Atacaría aquí y aquí —contestó el general, marcando con el dedo sobre el mapa. Analizó el problema entusiasmado. Las cosas volvían a ser casi como antes, en la época en que él y Yamun hacían planes para la conquista de los dalatos y los quirishis. Sólo que, ahora, las apuestas eran más elevadas y el juego, más sutil.
Chanar esbozó sus ideas a Yamun sin perder tiempo. El kan escuchó las recomendaciones del general, y las añadió a sus planes sin apercibirse de la traición. Juntos, trabajaron y discutieron la estrategia hasta altas horas de la noche. Se trataba de un proceso lento, pero, poco a poco, quedó estructurado el plan de combate para el día siguiente.
—Enviaré a los
arbans
a las montañas para que talen los árboles necesarios, y construiremos las escaleras y los arietes —prometió Chanar—. Los hombres estarán preparados para atacar al amanecer.
—Excelente,
anda
—exclamó Yamun—. Mañana vengaremos a Goyuk. Ahora ve a descansar. Tendremos mucho que hacer cuando salga el sol. —El Khahan despidió al general con un gesto amable.
Tras la marcha del guerrero, Yamun se acomodó satisfecho. En ocasiones, Chanar se mostraba demasiado ambicioso, pero Yamun consideró que podía depender del general. El plan elaborado era arriesgado, sin dejar de tener una buena base.
Por su parte, Chanar se dirigió inmediatamente a la yurta de Bayalun. Con la excusa de que llevaba órdenes de Yamun para la segunda emperatriz, el general eludió a los centinelas y fue admitido a la presencia de la khadun sin pérdida de tiempo. Chanar no se sorprendió al ver a Bayalun junto al brasero, despierta y abstraída en sus pensamientos. En cuanto se retiró el guardia, el general le informó de todo lo tratado en la yurta real.
—¿Por qué planea todo esto? —preguntó Chanar, extrañado—. ¿Cómo piensa que tus hechiceros conseguirán evitar que la tierra se desgarre otra vez?
—No lo sé —confesó Bayalun—. No he hecho otra cosa que pensar en esto desde que me senté. Los shous tienen algún secreto encerrado en el muro. Estoy segura. Pero por qué Yamun tiene tanta confianza en superar su magia es otro misterio. —Movió los hombros como si quisiese descargarse de estas preocupaciones—. De todos modos, da igual lo que haga. Ya sea que los shous lo maten con su magia o que caiga en nuestra trampa, nuestros planes triunfarán.
—Entonces, caerá —señaló Chanar.
—Desde luego, siempre que lleve a cabo el ataque. —Bayalun miró al vanidoso general con una sonrisa confiada—. Mañana, mi hijastro habrá muerto. Después, nos ocuparemos de convertirte en el Khahan de los tuiganos, tal como te mereces.
Chanar le devolvió la sonrisa, aunque con el corazón dolido. Esa noche, durante unas horas, él y Yamun habían sido
andas
otra vez. Mañana, este lazo quedaría cortado para siempre.
Mientras Chanar y Bayalun complotaban en la yurta, Koja y un pequeño grupo de guardias buscaba su camino entre el campamento tuigano y la Muralla del Dragón. En silencio, la compañía se movió entre las ruinas del campo de batalla hacia los túmulos de tierra y piedra que marcaban el límite de la carga del día anterior. En varias ocasiones, tropezaron con jaurías de chacales o criaturas más repugnantes —ciempiés gigantes y gusanos carroñeros— que devoraban los cadáveres. Koja sintió asco, pero no podía hacer nada por los muertos, excepto rezar una plegaria.
La visión de los cadáveres le recordó que debía intentar hablar con el guardia muerto descubierto por la mañana, si es que tenía la oportunidad. Había algo en la manera como se habían hallado los cuerpos que no dejaba de preocuparlo. Sin duda, era una sospecha infundada, pensó, y ahora tenía que atender asuntos más urgentes. De todos modos, ésta era una guerra, y valía la pena desconfiar.
Por fin, el grupo llegó a la zona donde comenzaba la destrucción.
—¿Aquí, sacerdote? —preguntó el guía, un kashik con largas trenzas canosas.
—No, al otro lado —susurró Koja, con una precaución exagerada—. Lo más cerca posible de la Muralla del Dragón.
El kashik miró al frente, aprensivo, y después avanzó con mucho cuidado entre los escombros. Se dio la orden de mantener estricto silencio y de evitar ruidos innecesarios.
Poco a poco, los hombres escalaron hasta lo alto del montículo y descendieron por la ladera poco firme del otro lado. Cada vez que se desprendía una piedra, los guardias permanecían inmóviles, a la espera de la voz de algún centinela. Tardaron una hora para llegar al pie del montículo.
La sombra oscura de la Muralla del Dragón destacaba inconfundible delante de ellos. Koja y los suyos se encontraban tan cerca que podían ver a los soldados en las almenas, iluminados por las fogatas que los protegían del frío.
—¿Ahora? —siseó el guía kashik. El lama asintió con un cabeceo.
En el mayor sigilo, el grupo se adelantó de sombra en sombra, hacia una sección de la pared relativamente desierta. Nadie pronunció ni una palabra y, mientras los guardias vigilaban, el lama se sentó y comenzó los preparativos del hechizo.
A solas, el sacerdote desenvolvió con cuidado la ofrenda que había llevado consigo: la espada del Khahan y la vaina incrustada con piedras preciosas. Esperaba que esto fuese suficiente para entrar en contacto con el espíritu. Con voz muy suave, empezó a recitar las mismas
sutras
del día anterior. El lama pronunciaba las palabras con una claridad y una exactitud exagerada.
Al terminar la plegaria, cayó en trance. Rápidamente, algo salió de la pared, muy cerca de Koja. Al principio, parecía sólo una débil columna de humo, pero enseguida se fue haciendo más grande. Por fin, se condensó en el perfil transparente de un enorme dragón. Los inmensos anillos de su cuerpo rodearon perezosamente al sacerdote, y un rostro dotado con colmillos se detuvo frente a Koja.