Los señores de la estepa (42 page)

—¡Eras mi
anda
! —rugió el Khahan arrojando la taza a un costado.

Chanar palideció y abrió la boca, pasmado. Intentó una protesta.

—Pero, Yamun, yo...

—¡Silencio! Estoy enterado de tu traición. Te has reunido con los shous. Has conspirado con ellos.

—¡Es mentira, Khahan! —vociferó Chanar. Se puso de pie, con el cuerpo sacudido por la ira. Yamun se adelantó en su estrado, con los ojos como ascuas, y se cernió sobre el general, cuyo rostro presentaba un color ceniza.

Koja advirtió que Yamun, enfurecido por la traición de Chanar, había olvidado momentáneamente la presencia de Bayalun. El lama miró en su dirección. La mujer se había apartado un poco de los dos hombres. El rostro de la khadun se veía pálido, pero no había miedo en su mirada; sólo odio y rencor.

Bayalun dio otro paso atrás, como si quisiera alejarse de Chanar, y metió las manos en las mangas de su túnica. Sacó una piedra pequeña y comenzó a trazar símbolos en el aire.

El lama comprendió que Bayalun preparaba un hechizo. No había nadie lo bastante cerca para poder detenerla a tiempo.

Koja buscó en sus bolsillos algún tipo de arma, algo que pudiese arrojar, y tocó una cosa dura contra su pecho: la
paitza
, su símbolo de autoridad. Frenético, arrancó el cordón y levantó la pesada placa de metal.

—¡Bayalun! —gritó el sacerdote, con el propósito de alertar al Khahan. Yamun interrumpió su parrafada, estupefacto por el grito, en el preciso momento en que Koja lanzaba la
paitza
a través de la tienda. La placa golpeó contra el brazo de la khadun, que dejó escapar la piedra. Bayalun soltó un chillido de rabia y dolor, y se sujetó el brazo.

—¡Guardias, coged a la khadun! ¡Atadle las manos! ¡Matadla si intenta hablar! —Yamun señaló a la segunda emperatriz. Bayalun entornó los párpados hasta casi cerrarlos del todo. Los guardias ya estaban a su alrededor, con los sables desenvainados. La sujetaron por los brazos, para impedirle todo movimiento. Se entregó sin rechistar, consciente de que en ello le iba la vida. Los soldados le ataron las muñecas.

Chanar aprovechó el incidente para llevar la mano a su espada, dispuesto a salir del aprieto a fuerza de coraje, pero, antes de que pudiese desenvainarla, Yamun ya había empuñado la suya y apretaba la punta contra el pecho del general.

—No la saques, general, o te mataré —le advirtió Yamun con voz helada y una mirada de acero—. Llevaos a la khadun.

—¿Por qué, Yamun? —preguntó Chanar, abatido. Los guardias lo rodearon lentamente, y el general se desabrochó el cinturón con la espada y lo dejó en el suelo.

Yamun dio un paso atrás y escupió a los pies de Chanar.

—Mañana, tú y mi madrastra —se volvió para mirar a Bayalun, que salía de la yurta— pensabais acabar conmigo.

—¡Es mentira! ¿Quién ha dicho semejante infamia? —vociferó Chanar, con una mirada furibunda a los presentes.

El Khahan envainó su espada y metió una mano en una bolsa de cuero colocada junto a su trono. Del interior, sacó la cabeza del guerrero shou que Chanar había matado.

—Éste es tu acusador —replicó Yamun arrojándole la cabeza, que cayó al suelo con un golpe sordo. Chanar vaciló, y después apartó la cabeza de un puntapié.

—No es más que una cosa muerta. ¡Eres un idiota, Yamun! —lo insultó Chanar, sin disimular su desprecio.

—Si bien los espíritus pueden confundirnos, los muertos no mienten —comentó Koja en voz baja, desde el fondo de la tienda.

—¡Tú! ¡Esto es obra tuya! —afirmó Chanar, al tiempo que daba media vuelta para dirigir una mirada de odio al sacerdote.

—No, Chanar. Esto lo has hecho tú —declaró Yamun, a sus espaldas—. Tú eras mi
anda
, el último de los siete hombres valientes. Te di mi confianza y te colmé de honores, y ahora me lo pagas con esto. —El kan se sentó en el trono y apoyó la barbilla en el pecho.

—¡No me has dado nada! —protestó Chanar—. Te salvé de tus enemigos. Libré tus batallas. Mi padre te recogió cuando tu propia gente quiso matarte. Mis guerreros te convirtieron en kan de los hoekuns. Siempre estuve a tu lado, y ahora pasas tu tiempo con un sacerdote extranjero mientras me tienes de recadero. Tú nos traicionarás a todos, al enviarnos a morir ante la muralla shou para satisfacer tus propias ambiciones. —El pecho de Chanar se estremecía de emoción.

Yamun se levantó de un salto, con la mano cerrada sobre la empuñadura de su espada.

—Tendría que matarte ahora mismo... —El general se preparó para recibir el golpe—. Pero no lo haré.

Chanar retrocedió, intimidado y confuso.

—Escuchad esto —anunció Yamun con voz tonante, aunque sólo tenía a Koja, Sechen y el puñado de guardias como auditorio—. Por su coraje y bravura, he escogido al general Chanar para que permanezca a mi lado en la batalla de hoy. Chanar será el kan más valiente en el centro. Que esto llegue a conocimiento de todo el ejército.

Chanar lo miró boquiabierto, sorprendido por la súbita declaración del Khahan.

—También deben saber —añadió Yamun— que hoy he hecho kan a Sechen. Sechen, te doy el mando de los hombres de Chanar.

—No puedes darlos. No son tuyos —protestó Chanar, con un tono de pánico en su voz.

—¡Tú ya no eres nadie! —gritó Yamun—. ¿Lo has olvidado? Irás donde yo te diga, lucharás donde te mande. —El Khahan apartó de un puntapié la espada y el cinturón de Chanar, y se acercó a su viejo compañero—. Vives solamente porque una vez fuiste mi
anda
, y eso no se puede anular. Mañana cabalgarás en la batalla como un héroe. Si mueres en combate, tu nombre será recordado para siempre como uno de mis hombres valientes.

Chanar hundió los hombros. Sus planes se habían desmoronado, y ya no le quedaba ningún ánimo de lucha.

—Sacadlo de aquí y mantenedlo vigilado —le gritó Yamun a los kashiks, irritado. Se volvió hacia Chanar y añadió—: Mañana cabalgarás conmigo por última vez. Si vives, no volverás a verme nunca más. Ve y prepárate para la batalla. ¡Teylas nos guiará a la victoria!

—¡Ai! —gritaron los guardias a coro. Yamun les volvió la espalda, mientras los hombres escoltaban a Chanar fuera de la yurta.

—Mi
anda
, mi verdadero
anda
—llamó el Khahan a Koja—, tú te quedarás. —Nervioso, el sacerdote permaneció en silencio junto a la puerta, con los brazos cruzados. Yamun se giró hacia el lama—. Koja, una vez más has actuado con habilidad y sabiduría. Me duele no poder recompensarte como mereces por lo que has hecho, pero no es costumbre que los extranjeros se conviertan en kanes.

—No busco honores, Yamun —contestó Koja, sinceramente—. ¿Qué pensáis hacer con Bayalun? Necesitáis a sus hechiceros para despejar el campo de batalla.

El Khahan se reunió con Koja en la entrada, y apartó la tela para contemplar el campo.

—Por ahora, mantendremos en secreto su arresto. Los guardias visitarán a los magos. Les diremos que Bayalun está enferma. Quizá tú podrías atenderla —sugirió Yamun, con una sonrisa perversa—. Después de atravesar la Muralla del Dragón, tendremos tiempo de sobra para decidir.

«Si es que sobrevivimos», respondió Koja para sí mismo.

17
El asalto final

Era la formación de guerreros más grande que Koja había tenido ocasión de ver hasta el presente. El sol comenzaba a despuntar por encima del horizonte, y, desde la cumbre del risco, observó cómo los primeros rayos de sol tocaban el borde exterior del ala derecha. La luz teñía de dorado las puntas de las lanzas, las corazas, los escudos, los bocados, las espadas y todos los objetos metálicos de los soldados. Parecía como si algún dios derramara gemas sobre la hueste tuigana desde el cielo.

Koja calculó que había unos doscientos mil hombres, quizá más, reunidos en el borde de la llanura. Permanecían alineados lo más cerca posible de la Muralla del Dragón, aunque a una distancia que sus comandantes consideraban prudente. Después del desastre del día anterior, ningún oficial quería arriesgar a sus hombres si no era estrictamente necesario. Los valles que desembocaban en la llanura aparecían cubiertos por los escuadrones de caballería, que esperaban detrás de los
tumens
de vanguardia. Los hombres estaban distribuidos en pelotones, cada uno separado de sus vecinos. Yamun supervisaba la disposición de las tropas desde su puesto de mando en la cumbre. Chanar se mantenía cerca, como si fuese un miembro más de la comitiva del gran kan. Un grupo de kashiks armados hasta los dientes seguía todos los movimientos del general. Mientras tanto, Bayalun se encontraba prisionera en una yurta, muy lejos de su guardia personal.

Los hechiceros de la segunda emperatriz, que nada sabían de su arresto, cumplieron su trabajo a la perfección. En el tiempo que el ejército tardó en ocupar sus posiciones, los magos habían utilizado sus poderes para desintegrar las piedras y apartar los montículos de tierra. Con las primeras luces de la aurora, habían despejado y allanado varios pasos bien anchos entre los escombros. Yamun estudió las brechas, y consideró que eran suficientes y adecuadas para el ataque.

En la distancia, la Muralla del Dragón también parecía haber sufrido un cambio. En la penumbra previa al alba, la pared tenía el aspecto de un monolito. A medida que aumentaba la luz, el muro se había transformado en una cinta dorada, con las torres de vigía y las atalayas resaltadas contra el fondo de tierra verde y marrón del otro lado. En las almenas, las puntas de las lanzas de los defensores resplandecían como pequeños colmillos. Desde la posición que ocupaba Yamun, la majestuosidad de la Muralla del Dragón resultaba impresionante.

—Ven,
anda
, ha llegado la hora de la batalla —gruñó Yamun. Echó una ojeada a su ejército—. Hoy es un gran día. Conquistaré Shou Lung o perderé hasta el último de mis hombres.

—Pensé que estabais seguro de la victoria —comentó Koja, mirando un tanto extrañado al Khahan.

—Lo estoy, pero quizá no sea hoy. Si me derrotan, me retiraré para formar un nuevo ejército. Conozco el sabor de la derrota. —Yamun se protegió los ojos para observar la Muralla del Dragón—. De todos modos, prefiero ganar —dijo Yamun, con una sonrisa severa—. Ahora,
anda
, ha llegado el momento de la verdad.

El Khahan aparecía vestido con tanta gala como el día anterior; en realidad, no se había cambiado de prendas. Por su parte, Koja llevaba la misma armadura utilizada en la batalla de Manass —nombre que había dado a aquel episodio—, aunque esta vez le quedaba mejor gracias a los oficios de Hodj. La prenda le resultaba incómoda y calurosa, pero al menos no le lastimaba las carnes con el roce.

—Ya voy, Yamun —respondió Koja. No quería estar en medio de la batalla, pero no tenía elección. Su tarea consistía en supervisar el sacrificio, que tendría lugar lo más cerca posible de la muralla. En cuanto alcanzó a Yamun, tiró de las riendas y puso su caballo al trote, a la par del caudillo.

—Tal como es la costumbre de nuestro pueblo —le explicó Yamun—, he ordenado el sacrificio de un centenar de mis mejores yeguas blancas en ofrenda al espíritu. ¿Será suficiente?

—No lo sé. ¿Es el número suficiente para satisfacer a vuestro dios, Teylas?

—En mi opinión, más que suficiente. —Yamun se inclinó en su montura para dar a un mensajero las últimas órdenes. Tras comprobar que el hombre las había entendido correctamente, el Khahan lo despachó. De inmediato, otro correo pasó a ocupar su puesto.

Cuando faltaba poco para reunirse con el cuerpo principal del ejército, Yamun hizo un alto e indicó a los guardias que trajeran a Chanar. El general permanecía muy erguido en la silla, y en ningún momento miró al Khahan. El orgullo parecía ser la única fuerza que lo sostenía.

—Chanar Ong Kho —dijo Yamun en tono solemne—. Dentro de unos minutos cabalgaremos con el ejército. Te asigno el puesto de honor en la batalla: el mando de la primera carga contra los shous. Lo hago porque eres mi
anda
, y sólo por este motivo. No te deshonres delante de todo el ejército. —Chanar ni siquiera intentó contestar—. Dadle sus armas —ordenó Yamun, y después clavó las espuelas a su caballo.

El camino del Khahan y su comitiva lo llevó directamente a través del corazón de los doscientos mil guerreros. Koja se maravilló de la disciplina. Era un recordatorio del magnífico entrenamiento de los soldados de Yamun. El desorden de las marchas no permitía adivinar su rígida disciplina en el campo de batalla. Los doscientos mil hombres esperaban montados en hileras perfectas: diez hombres en un
arban
; cien en un
jagun
, que a su vez formaban los
minghans
de un millar, y éstos constituían los inmensos
tumens
. Cada
tumen
era una agrupación de jinetes dispuestos de diez en fondo, y mil por hilera. En el centro se levantaba el estandarte del
tumen
, mientras los pendones de los
minghans
servían como banderines de señales visibles para toda la tropa.

El ruido producido por doscientos mil hombres y caballos era impresionante. A medida que el Khahan pasaba entre ellos, los soldados lo saludaban con estruendosos vítores. Hasta las filas más alejadas de Yamun se sumaban a los gritos. La algarabía era constante mientras hombres y caballos aguardaban la señal de ataque.

Por fin, Yamun, Koja y Chanar llegaron a la cabeza del ejército. Los kashiks ocuparon el centro de la línea, por delante de todas las demás tropas. El Khahan se adelantó para dirigirles una arenga.

—¡Hombres de los kashiks, sois mis mejores guerreros! —proclamó—. ¡Hoy aplastaremos a los ejércitos del Trono de Jade! Cabalgaréis bajo el estandarte de Chanar Ong Kho, el más intrépido de mis hombres valientes. Cargad y luchad con bravura, porque aquí encontraremos la victoria o la muerte.

Los kashiks lanzaron una estruendosa ovación, al tiempo que golpeaban las espadas contra sus lanzas. Al escuchar el clamor, el resto del ejército se sumó al grito. El estruendo atronó en los valles y por toda la llanura. Koja fue incapaz de imaginar cómo les sonaría a los defensores shous apostados en las almenas.

A una señal de Yamun, Chanar cabalgó para asumir el mando de los kashiks. Dos portaestandartes le dieron escolta, uno con el pabellón de Chanar, y el otro con el pendón de los kashiks. Los jinetes ocuparon sus posiciones detrás del general. Cumplida esta ceremonia, Yamun cabalgó de regreso hacia donde lo esperaba Koja.

El Khahan tomó posición junto a su estandarte de colas blancas, y recorrió la formación con la mirada. A un lado se encontraban Chanar y la fuerza principal de los kashiks, ocho mil hombres en total. Al otro, había una hilera de cien caballos blancos, cada uno con un prisionero shou —de los pocos que habían conseguido en el fracaso del día anterior— como palafrenero. Además, había un escudero por animal. Las túnicas negras de los míganos resaltaban contra el pelaje blanco de las yeguas.

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