Los señores de la estepa (36 page)

Las palabras de Yamun recordaron a Koja a los sacerdotes más fanáticos del templo de la Montaña Roja, hombres con los cuales no se podía razonar. El lama permaneció en silencio mientras el kan se paseaba arriba y abajo. El sol se reflejaba en su cota, que enviaba sus rayos en todas las direcciones. Por fin, Koja rompió el silencio.

—¿Qué pensáis hacer cuando lleguéis a la Muralla del Dragón?

—La golpearé como un martillo gigante —se vanaglorió Yamun, con una convicción absoluta.

Al día siguiente, los khazaris aceptaron los términos de la rendición. Yamun se reunió con los embajadores por primera vez. Escuchó su juramento de fidelidad a Teylas, y recibió oficialmente su capitulación. Durante la breve ceremonia, los representantes del príncipe Ogandi no dejaron de mirar con odio al sacerdote khazari sentado entre sus enemigos.

La entrega del hechicero exigida por Yamun planteó un problema de última hora; alguien le había avisado de su destino, y el hombre había escapado. A pesar de su disgusto, el Khahan modificó los términos y se conformó con declararlo fuera de la ley. Al final de la ceremonia, después de la entrega del ex gobernador a los kashiks, Yamun llamó a su hijo, Jad, y le entregó el mando de Khazari. El príncipe fue presentado como nuevo gobernador de Manass. A partir de aquel momento, todos los problemas de gobierno tenían que pasar por sus manos. Un
tumen
, compuesto por un número de guerreros más que suficientes para asegurar la paz, como señaló el Khahan, fue puesto a las órdenes de Jad.

A la mañana siguiente, el ejército de Yamun levantó el campamento y comenzó su marcha hacia Shou Lung. Durante seis días, las tropas cabalgaron con rumbo noreste, en dirección al Primer Paso bajo el Cielo, la puerta de entrada a los inmensos territorios del imperio. A pesar de que ya estaban en primavera, la tierra estaba seca, pues la región que atravesaban era el límite de un desierto frío. Comparado con el viaje anterior, a Koja le pareció que esta vez era casi un paseo. A medida que avanzaba el ejército, nuevos
tumens
se sumaban a sus filas; primero las fuerzas estacionadas a lo largo de la frontera khazari, y después un enorme contingente que llegó desde el oeste. Avanzaban a marcha lenta con toda intención, para dar tiempo a las tropas que venían de camino. Unos cincuenta mil guerreros habían iniciado la expedición. Para el amanecer del sexto día, Koja calculó en unos doscientos mil el número de hombres que avanzaban por el sendero hacia la Muralla del Dragón.

A última hora de la tarde del sexto día, Koja vio ondear el estandarte del Khahan en la cumbre del Primer Paso bajo el Cielo. Los
yurtchis
responsables de la marcha diaria se reunieron con el Khahan en aquel punto y, después de presentarse, le comunicaron los informes de los exploradores. El lama se encontraba demasiado lejos para escuchar sus palabras; en cambio, observó atentamente sus gestos mientras señalaban hacia la llanura, al otro lado de la cordillera.

Desde lo alto del paso todavía cubierto de nieve, la planicie era una extensa superficie verde y marrón, salpicada por los cortes más oscuros de cañadas y arroyos. Vista desde tan lejos, en medio de las rocas y la nieve, resultaba una tierra prometida, aunque en realidad sólo era un campo de pastoreo, con unos pocos bosquecillos. En la distancia, se apreciaba una zona más áspera. El suelo se ondulaba como una indicación de que había nuevas montañas detrás del horizonte.

La línea oscura de lo que parecía ser una cañada atravesaba en un recorrido sinuoso el extremo opuesto de la llanura; los
yurtchis
la señalaron varias veces, excitados. Koja forzó la mirada y descubrió que era la sombra de la Muralla del Dragón. Fascinado, siguió su recorrido con el dedo. La pared subía, bajaba, se curvaba y desaparecía de la vista, sólo para reaparecer más lejos.

«Aquello es lo que Yamun se propone atacar únicamente con hombres», pensó el sacerdote, apenado. De pronto, tuvo la certeza de que era una tarea imposible; daba igual disponer de cincuenta que de quinientos mil hombres. El gran kan no tenía el equipo pesado —torres, catapultas, arietes— necesario para un asedio. No tenía medios para derribar el muro de mampostería. El hecho de que la pared pudiese estar protegida por la magia, significaba una complicación adicional.

Los gritos de los oficiales kashiks arrancaron a Koja de sus reflexiones, y las tropas reanudaron la marcha. Con mucho cuidado, el lama buscó el mejor camino por la ladera oriental hacia los lugares de acampada escogidos por los
yurtchis
, sin echar siquiera una última mirada al Primer Paso bajo el Cielo.

Chanar no dormía bien. Durante las últimas noches había tenido sueños, pesadillas que no podía recordar pero que, al mismo tiempo, lo inquietaban. Acababa de tener otro sueño tan perturbador que, después de hacerle dar muchas vueltas y revueltas en la cama, estuvo a punto de despertarlo.

En aquel momento, la puerta de su yurta se abrió como por arte de magia. El ligero movimiento fue suficiente para devolverlo a la conciencia. La mano del general voló hacia su espada, colocada junto a su lecho. Miró hacia la abertura, sin poder ver ninguna señal del intruso. Se disponía a investigar cuando la puerta se cerró, otra vez por sí misma. Por un instante, vio un débil resplandor y, de improviso, apareció Bayalun, cubierta con un abrigo de piel oscuro, arrodillada junto a la puerta, ocupada en atar las cintas. La mujer le dirigió una mirada y apoyó un dedo sobre los labios, para silenciar a Chanar antes de que pudiese reaccionar ante su súbita aparición.

—Silencio —susurró Bayalun, en cuanto llegó a su lado—. Prepárate. Nos vamos.

Chanar parpadeó mientras su mente, confusa por el sueño, intentaba comprender qué pasaba. Con un gesto torpe, intentó abrazar a la mujer, en la idea de que quería acostarse con él. Bayalun lo rechazó, furiosa, y le pinchó las costillas con su bastón.

—¡Levántate! —siseó, colérica. Resultaba evidente que no estaba de humor para idilios.

Tan sorprendido como dolorido por la ferocidad de la viuda, Chanar se irguió en el lecho y se frotó el costado. Despierto, el general miró a la khadun, con los ojos y la mente despejados.

—¿Qué ocurre?

—Tenemos que ir a un lugar, esta noche;
ahora
—respondió Bayalun con un tono urgente—. Vístete.

—¿Nos atacan? ¿Se puede saber qué pasa? —protestó Chanar, casi a gritos, mientras saltaba de la cama.

—¡Silencio! —repitió Bayalun—. Tenemos que ir a una cita, tú y yo. A un encuentro con los shous. —La segunda emperatriz caminó hacia la puerta, dispuesta a marcharse.

—¿Dónde? —inquirió Chanar. Se puso los pantalones y las botas, dominado por una cierta prevención.

—Sólo tienes que acompañarme. —Bayalun no añadió ninguna explicación, y se agachó para desatar los cordones de la puerta. Chanar se colocó la cota de malla; cogió la espada y el cinturón con la vaina, y se lo abrochó, mientras Bayalun espiaba a través de la abertura—. Cállate. No quiero que los guardias nos vean salir.

Chanar movió los hombros para acomodar la armadura.

—¿Por qué no utilizas un hechizo como has hecho al venir?

—Es demasiado arriesgado. No sabes moverte como invisible. Tropezarías y despertarías a medio mundo.

El general abrió la boca dispuesto a protestar por el comentario, pero Bayalun salió antes de que pudiese decir una palabra. Furioso, fue tras ella.

La débil luz de la luna, muy baja sobre el horizonte, apenas iluminaba el campamento. Con el firmamento más oscuro, los puntos resplandecientes de los Nueve Ancianos, las estrellas que seguían a Anjar, la luna, brillaban en todo su esplendor. Chanar y Bayalun avanzaron con mucho cuidado entre el pequeño grupo de tiendas levantadas en el recinto real. Se detuvieron por un instante, cuando estuvieron a punto de topar con un guardia kashik que hacía sus necesidades junto a la cerca.

Una vez fuera del campamento de Yamun, avanzaron deprisa. Los soldados dormían acostados en el suelo, envueltos en sus gruesas mantas. Los caballos, sujetos con cuerdas bastante largas, se movían entre las tropas. Unos cuantos hombres iban de aquí para allá a paso rápido, ocupados en sus tareas, porque la actividad del campamento no se detenía durante la noche. Los conspiradores tardaron una hora en llegar al límite del campo, sin que ningún centinela les diera la voz de alto. Bayalun suspiró aliviada y dio gracias para sus adentros por su fortuna.

—Rápido. Por aquí —susurró, señalando a Chanar una cañada en una ladera cercana. La khadun se puso en marcha a buen paso; eludía sin dificultades piedras y arbustos que el general apenas si podía ver. El hombre la siguió, sin dejar de mascullar una retahíla de insultos y muy atento a no caerse.

Bayalun se sorprendió más que Chanar cuando una sombra apareció delante de ellos. En un primer instante, la viuda pensó que se trataba de un soldado shou enviado para escoltarlos. Entonces, la figura les dio el alto en perfecto tuigano.

La khadun se detuvo bruscamente, y Chanar casi se estrelló contra ella.

—¡Un centinela! —susurró Bayalun—. Deprisa, habla con él. —Empujó a Chanar para que pasara adelante.

—Soy Chanar Kan. ¿Quién me detiene? —preguntó el general—. Avance y diga su nombre. —A espaldas del general, Bayalun se movió hacia la izquierda y desapareció en la oscuridad.

El centinela se adelantó con mucha cautela, la espada en alto, hasta que estuvo lo bastante cerca para reconocer las prendas de Chanar. El hombre era sólo un soldado raso. Avergonzado y nervioso por estar ante la presencia de un kan, el centinela hincó una rodilla en tierra y agachó la cabeza.

—Os pido perdón, Chanar Kan —tartamudeó—. Sólo cumplo las órdenes de mi comandante.

—Bien hecho, soldado... ¿Qué hay más allá? —Chanar no sabía qué debía hacer. Bayalun lo había dejado en la estacada, y ahora pensaba que lo había tomado por tonto.

—General, por aquí se va... —De pronto, una sombra saltó de la oscuridad sobre la espalda del centinela. El atacante descargó una cuchillada, y el guardia soltó un gemido ahogado. Los dos cuerpos cayeron al suelo. Chanar dio un paso atrás y desenvainó el sable, dispuesto a intervenir. Por unos momentos, los combatientes rodaron de un lado a otro; después, el guardia dejó de moverse.

—Ayúdame a levantarme —ordenó Bayalun, sentada en la espalda del centinela. Chanar dio un respingo, y entonces advirtió que la silueta oscura era la segunda emperatriz. No ocultó su asombro ante la velocidad y la fuerza demostradas por la mujer.

Chanar la ayudó a levantarse. Las manos de la mujer estaban tibias y resbaladizas. La khadun se apoyó contra el cuerpo del general, para recuperar el aliento. La sangre del centinela goteó de sus dedos sobre la armadura de Chanar.

—Ayúdame a buscar el bastón —dijo la viuda con un hilo de voz.

—Lo has matado —exclamó Chanar, todavía atónito por la rapidez del ataque. Encontró el bastón y se lo alcanzó.

—Nos vio. Arrastra su cuerpo hasta aquella cañada, donde no lo vean —ordenó Bayalun, señalando en la oscuridad.

Sin protestar, el general sujetó el cadáver por los talones y lo arrastró, boca abajo, por la tierra; un rastro de sangre marcó el camino. Se escuchó un golpe sordo y el ruido de las piedras sueltas cuando el cuerpo rodó por la ladera hasta el fondo de la cañada. Con un puñado de tierra, Chanar se quitó la sangre de las manos y esperó en el borde de la cañada a que Bayalun se reuniera con él.

—Es de mal agüero —musitó Chanar, mientras caminaban por la cañada—. Descubrirán que el centinela está muerto. Averiguarán que hemos sido nosotros.

—Escucha —dijo Bayalun, recuperado su espíritu—. Creerán que es obra de los shous. Nadie sabe que estamos aquí.

—Está muy mal que muera un hombre —opinó Chanar, más tranquilo por la explicación de la khadun—, pero era su destino.

Bayalun permaneció en silencio, atenta a las dificultades del camino. Las laderas de la cañada se abrieron para dar paso a un pequeño sector circular, libre de piedras. Los últimos rayos lunares iluminaban el centro del claro, al tiempo que hacían más oscuras las sombras a su alrededor. La segunda emperatriz se detuvo entre las sombras, con el cuerpo muy cerca de Chanar. El general notó la excitación de la mujer; temblaba un poco y su respiración era agitada.

Esperaron en el más absoluto silencio, mientras el aire helado amenazaba con cubrir el suelo de escarcha. Chanar metió las manos en las mangas de su chaqueta para mantenerlas calientes, y se movió inquieto; le resultaba difícil no impacientarse.

Una voz sibilante sonó desde la oscuridad, al otro lado del claro.

—Bienvenida, segunda emperatriz Eke Bayalun de los...

—Basta de saludos —lo interrumpió la viuda, con un golpe de bastón—. He venido. ¿Está aquí Ju—Hai Chou?

—Hablo por el ministro de Estado —respondió la sombra, con la voz temblorosa de un anciano.

—Entonces debes saber que, si Ju—Hai Chou quiere nuestra ayuda para destruir al Khahan de los tuiganos, ha de venir en persona. No tratamos con
kharachus
—replicó Bayalun, furiosa. Chanar dudó que su interlocutor supiese que había sido tratado de esclavo por la khadun.

—La segunda emperatriz y su general buscan nuestra ayuda para ganar el trono de los tuiganos. Hablará con cualquiera que envíe Ju—Hai Chou —susurró la voz fríamente. A pesar de su suavidad, las palabras eran claras. La primera exigencia de Bayalun había fracasado, y ahora la mujer consideraba su próximo paso.

—El representante de Ju—Hai Chou es aceptable —cedió Bayalun, con un tono mucho más amable—. Nos quedaremos.

—Ju—Hai Chou se sentirá muy honrado —repuso la voz cortésmente.

—Entonces, escuchad —dijo Bayalun, recuperando la iniciativa—. Muy pronto, el gran kan atacará la Muralla del Dragón. Quizá vuestra muralla es fuerte, pero así y todo tal vez consiga pasar.

—Imposible —afirmó la voz del anciano, sin ocultar su confianza en la solidez del muro.

—Quizá. De todos modos, es muy voluntarioso y dispone de muchísimos hombres. Lo imposible podría ocurrir, en especial si cuenta con la ayuda de los hechiceros.

—Su ayuda no tiene importancia. Nadie puede contra el poder de la Muralla del Dragón; está hecha con algo más que mortero y piedras —presumió la voz—. ¿Creéis que vuestro Khahan es el primero que se estrellará contra ella? Otros ejércitos lo intentaron y fracasaron.

Bayalun enarcó las cejas, interesada por lo que acababa de escuchar. El shou insinuaba secretos referentes a la muralla que ella desconocía. Escogió sus palabras con mucho cuidado, con el propósito de conseguir más información.

Other books

Unhonored by Tracy Hickman
Ruby by Lauraine Snelling, Alexandra O'Karm
Healing Hearts by Margaret Daley
The Matrimony Plan by Christine Johnson
The Pirate Prince by Michelle M. Pillow
The JOKE by Milan Kundera
Priests of Ferris by Maurice Gee
A Useful Woman by Darcie Wilde