Read Los señores de la estepa Online
Authors: David Cook
—Estas palabras son ciertas —gruñó el Khahan.
—Gran señor —tartamudeó Chagadai, con una rodilla en tierra y la cabeza gacha—, hice estas cosas por el bien de tu pueblo. Hubadai ataca Semfar, mientras nosotros luchamos contra los khazaris. Necesitábamos un guía.
—Y mi hijo no es digno de gobernar. Esto es traición.
Los nobles susurraron preocupados, aunque ninguno se atrevió a manifestar una protesta.
—Esposo e hijo —intercedió Bayalun—, él actuó por el bien de los tuiganos. Si Chagadai hubiese sabido que estabas vivo, no habría hablado como lo hizo.
—Sólo un tonto acerca el halcón a sus ojos —replicó Yamun, furioso, utilizando el viejo proverbio para explicar mejor su postura—. Chagadai me ataca igual que un halcón. Me ha traicionado. —Yamun se acercó al kan arrodillado.
Antes de que nadie tuviese tiempo de reaccionar, Yamun sacó su espada y la hundió en el pecho del kan. La víctima soltó un gemido de sorpresa y cayó de bruces en medio de un charco de sangre. Se sacudió durante unos segundos en los estertores de la agonía, y después murió. Yamun, exhausto por el esfuerzo, se apoyó sobre su espada, la punta clavada en el suelo y la hoja tinta en sangre.
Por un momento, nadie habló. Los kanes que hasta hacía unos minutos se habían mostrado tan locuaces no querían provocar la ira de Yamun. El Khahan estudió a la asamblea, mientras recuperaba el aliento, en busca de alguno dispuesto a reprochar sus actos. Los sirvientes retiraron el cadáver y echaron tierra sobre la mancha de sangre.
—Os dijeron que había muerto en la batalla —informó, por fin, a su atemorizado auditorio—. Esto era mentira. El Khahan no murió. —Yamun utilizó su túnica para limpiar la sangre de su espada—. Permanecí oculto por voluntad propia. Quería que vosotros, mis leales kanes, me considerarais muerto.
—¿Por qué, gran kan, por qué? —preguntó uno de los que estaban sentados en el bando de Jad.
—Fui atacado por asesinos. Resulté herido, pero sobreviví. Teylas me protegió del malvado ataque. —Hizo una pausa para recobrar sus fuerzas. De pronto, todos pudieron ver su debilidad.
—¿Quién le hizo esto a nuestro Khahan? —gritó Bayalun. Miró a los asistentes, a la espera de una respuesta.
—¡Los khazaris! —respondió uno de los partidarios de Jad. En aquel momento, Koja se sintió blanco de todas las miradas. El comandante que estaba a su lado acercó la mano a su espada. Por el otro lado, el kan maloliente se apartó en señal de desagrado.
—No, no fueron los khazaris —contestó Yamun bruscamente—. Fue un khazari quien me salvó de los asesinos. El lama, Koja, luchó para protegerme de mis atacantes. Por esta razón, lo he hecho mi
anda
. —Los kanes cambiaron de actitud y miraron a Koja con mucho respeto.
—¿Entonces, quién? —preguntó un kan.
—¿Queréis ver a mis asesinos? —replicó Yamun, con un desagrado ficticio. Por un momento, cerró los ojos, cansado de tanto hablar, y se estremeció ante los gritos de respuesta. Lentamente, ocupó el asiento vacío entre Jad y Bayalun.
—¡Los cuerpos! ¡Sí, queremos ver los cuerpos! —vociferó el comandante vecino a Koja, al tiempo que animaba a los otros kanes a sumarse a la petición. El coro fue en aumento a medida que todos los presentes manifestaban su furia por el ataque. Yamun se acomodó en la silla, en la confianza de que contaba con el apoyo de los kanes.
—¡Los cuerpos! ¡Queremos ver los cuerpos!
Cuando consideró que era el momento oportuno, Yamun levantó una mano para pedir silencio.
—Leales kanes —gritó por encima de los murmullos, apelando a sus pocas fuerzas—, ahora los veréis. Sechen, trae a los asesinos.
El Khahan aprovechó el tiempo que tardó el luchador en cumplir con su orden para conferenciar con Jad y Goyuk.
Sechen regresó, cargado con una alfombra enrollada y sucia de sangre, y la dejó caer a los pies de Yamun. Un murmullo ansioso se extendió entre los nobles.
—Ahora veréis quiénes atacaron a vuestro Khahan —anunció Yamun en tono solemne—. ¡Un ser impuro y un hombre! —Con la punta de la bota apartó una esquina de la alfombra. Una vaharada putrefacta acompañada por una nube de moscas se alzó de los cadáveres descompuestos. Una exclamación de asombro brotó de la garganta de los reunidos.
—¡Una bestia! —comentó alguien, asqueado—. ¡Enviaron bestias para matar a nuestro Khahan!
Había dos cuerpos en la alfombra: el
hu hsien
y el hechicero. La piel del zorro se veía rígida y opaca. Sus heridas, aún más espantosas en la muerte, aparecían hundidas, con los bordes blandos y oscuros. Los picotazos de los pájaros le habían arrebatado los ojos, y la reseca y agrietada lengua asomaba entre los dientes. Por su parte, el humano presentaba el mismo grado de putrefacción. La sangre seca en el tajo de su garganta era como una bufanda.
—¡Afrasib! —exclamó Bayalun, con voz ahogada por la emoción. De inmediato, guardó silencio y evitó la mirada de Yamun. Pálida, susurró una palabra a uno de los kanes que se encontraban a su lado. El hombre asintió y partió a cumplir su recado.
—¿Quiénes son? —preguntó un kan delgado con el rostro picado de viruelas, mientras se abría paso entre la muchedumbre para poder mirar de cerca los cadáveres. Los demás lo siguieron.
—La bestia es un
hu hsien
, una criatura de Shou Lung —explicó Jad—. El otro es el hechicero Afrasib. —El príncipe no añadió nada más, y dejó que los kanes sacaran sus propias conclusiones.
Las miradas, suspicaces y duras, se volvieron hacia Bayalun, que les hizo frente con firmeza, sin demostrar miedo. Lenta y majestuosamente, la khadun dejó su silla y caminó hasta los cadáveres. Examinó los cuerpos, empujándolos con la contera de su bastón. Los kanes dieron un paso atrás y la rodearon en un círculo. Tocó la cabeza de Afrasib, que cayó hacia un lado.
—¡Traidor! —siseó con un desprecio simulado, y se agachó para escupir el rostro del hechicero muerto.
»Traicionó al Khahan. Sin duda, el emperador shou compró su lealtad —anunció Bayalun, mientras caminaba de regreso a su asiento.
—Pero, ¿quién envió a los asesinos? —insistió el kan marcado por la viruela, interesado en conseguir respuesta a sus preguntas.
—Efectivamente, ¿quién? —preguntó Jad, con la mirada puesta en la segunda emperatriz.
—El emperador de Shou utiliza cosas como el
hu hsien
para que le sirvan de espías —respondió Bayalun, sentándose muy digna—. Pregúntale al sacerdote de Yamun si no es verdad lo que digo.
—Es verdad —intervino Yamun. Desde su puesto entre la muchedumbre, Koja se asombró ante la confirmación. No entendía las razones del Khahan para apoyar a la khadun. Sin duda, planeaba alguna cosa, decidió el lama.
»Éste es un ejemplo de lo que Shou Lung piensa de nosotros —añadió Yamun con un tono de burla—. El emperador nos teme, y envía a los espíritus malignos para que me asesinen. ¿Tenemos miedo a los perros de Shou?
—¡No! —fue la respuesta unánime. Incluso Chanar pareció entusiasmado por la arenga del Khahan.
—¿Tenemos que quedarnos aquí mientras ellos envían asesinos como éste? —gritó Yamun, señalando el cadáver del
hu hsien
—. Manda bestias para que nos acosen. ¿Acaso somos ciervos perseguidos por el cazador?
—¡No! —bramaron todos. Los kanes se dejaban dominar por la furia. Koja no salía de su asombro. Yamun no mostraba ni un solo síntoma de la debilidad que había padecido hasta unos minutos antes. El Khahan se mantenía erguido, con las piernas separadas y los pies bien plantados en el suelo.
—¿Tenemos que esperar a que nos destruyan, o actuaremos antes? —los interrogó Yamun. Alzó los brazos hacia el cielo. Sus ojos eran fieros, enérgicos, poderosos, ardientes con la sed de sangre. Koja sólo había visto al gran kan con una actitud similar, durante la terrible tormenta en Quaraband.
Los kanes respondieron con un rugido; demasiadas voces intentaban gritar su respuesta al mismo tiempo. Había algunos que no estaban de acuerdo, pero sus palabras se perdieron entre todas las demás.
Los gritos de entusiasmo y fervor parecían animar a Yamun todavía más. Pasó revista a los kanes con orgullo, ungido en su fuego y su adulación. Dejó que los guerreros gritaran un poco más, y luego levantó las manos para pedir silencio. Se callaron de mala gana, para escuchar sus palabras.
Yamun apartó a los kanes de los cadáveres para disponer de un poco más de espacio.
—El emperador shou nos ha declarado la guerra. ¿Qué debemos hacer?
—¡Darle una lección! —vociferó uno de los kanes, llamado Mongke; un hombre delgado, casi esquelético, dotado de una voz de trueno que desmentía su frágil apariencia.
—¿Cómo? —preguntó Koja, que entró en el círculo sin pensar en las consecuencias de su osadía—. ¿Qué pasará con la Muralla del Dragón, la gran fortaleza que protege sus fronteras? Nadie ha podido superarla. ¿Cómo podréis pasar por ella? —Algunos de los kanes, irritados por el estallido del lama, trataron de silenciarlo a gritos.
—Conquistaremos Shou porque el emperador nos teme —afirmó Yamun, con una fe absoluta—. Si la Muralla del Dragón fuera invencible, el emperador no tendría miedo de mí. Teylas me salvó para convertirme en el azote del emperador, para echar abajo su muro infranqueable.
—¡Una incursión! —sugirió uno de los kanes kashiks.
—No, una incursión no —contestó Yamun, muy tranquilo—. Mucho más que una incursión. Le enseñaremos al emperador lo que es el miedo. ¡Conquistaremos Shou Lung! ¡Yo, Yamun Khahan, seré el Ilustre Emperador de Todos los Pueblos! —El Khahan rugió sus últimas palabras con la mirada puesta en el cielo, en una actitud que parecía tanto una promesa como una amenaza—. ¡Es nuestro destino!
Los ojos de Yamun echaban chispas. Jadeó, enfervorizado por el desafío. Su corazón anhelaba la furia de la batalla y la grandeza que le depararía la conquista.
La excitación de los kanes se expresó en un canto. Era como si Yamun les hubiese traspasado su visión de la conquista, como si ésta corriera por sus cuerpos y se apoderara de sus espíritus. Incluso Koja sintió la pasión salvaje, el ansia por actuar que emanaba de Yamun.
El Khahan se acercó a su silla y contempló a los kanes, que le devolvieron la mirada, algunos seguros de la victoria, otros ansiosos, unos pocos vacilantes.
—¿Quién me acompañará a la guerra? ¿Quién compartirá conmigo las riquezas de Shou Lung? —preguntó a la masa.
La respuesta llegó como un tumulto de gritos y aplausos por parte de los kanes. Koja, en medio de la muchedumbre, estaba casi sordo por los alaridos frenéticos de los hombres. Yamun permanecía delante de su asiento y disfrutaba con el frenesí. Sus ojos mostraban un brillo salvaje, y su rostro se veía enrojecido, cargado de energía. Koja pensó que el Khahan había encontrado su propia cura. Una vez más tenía ante él al hombre capaz de enfrentarse al poder de los dioses.
—¡Por la voluntad de Teylas, cabalgaremos a la victoria! —proclamó el Khahan—. ¡Derrumbaremos la Muralla del Dragón!
Yamun gruñó a sus guardaespaldas, diez guerreros kashiks que lo rodeaban a una distancia respetable. Uno de ellos había tropezado con el perchero de una armadura, que cayó al suelo con gran estrépito. En la prisa por enmendar su falta, el hombre todavía hizo más ruido. Yamun reprochó impaciente al mortificado guardia, para que dejase de molestar.
Una cosa era tener un cuerpo de escolta de diez mil hombres que podían montar el campamento, hacer las patrullas nocturnas y lanzarse a la batalla como valientes; y otra muy distinta tener a un
arban
a su lado cada vez que daba un paso. Pero, en cuanto los kashiks se enteraron aquella mañana de que su Khahan vivía, decidieron protegerlo a toda hora. Para los hombres elegidos significaba un gran honor, pero Yamun necesitaría tiempo para acostumbrarse. Sin embargo, el Khahan no era tan tonto como para protestar por la devoción y la lealtad de sus hombres.
El guardia acabó de poner la armadura en su sitio, y ocupó su posición junto a la pared de la yurta. Sus compañeros permanecieron en silencio. Satisfecho de que no hubiera más molestias, Yamun reanudó la conversación. Sentado al pie del trono de Yamun se encontraba su
anda
, el gran historiador, Koja.
—Bien,
anda
—dijo Yamun—, muy pronto tendrás más cosas que añadir a tus historias, si es que tienes tiempo. Hay mucho que hacer antes de marchar contra Shou Lung.
El sacerdote dirigió a Yamun una mirada muy alerta, intrigado por el desarrollo del
couralitai
.
—¿Por qué habéis tomado esta decisión? —preguntó Koja—. Atacaréis Shou Lung, y, en cambio, no hacéis caso de Bayalun. ¿Es ésta una actitud sensata?
—
Anda
, hice lo que debía —contestó Yamun con gesto ceñudo. Extendió las dos manos—. Alguien intenta matarme: Bayalun. —Cerró un puño—. Y Shou Lung. —Cerró el otro—. No puedo pasar por alto este insulto.
—¡Pero Shou Lung es la más poderosa de todas las naciones! —protestó el lama—. ¿Por qué ellos y no Bayalun?
—Bayalun pertenece a mi gente. Si la ataco, surgirán disensiones entre los kanes. Exigirían pruebas, y los brujos se pondrían en mi contra —explicó el Khahan—. Entonces, mi imperio no sería nada. —Bajó los puños—. Pero, si ataco a Shou Lung, mi gente estará unida en la batalla, y me veré libre de un enemigo. Mejor un rival que dos. Esto es gobernar, ¿o no?
Koja tragó saliva para deshacer el nudo en su garganta, al escuchar la firmeza del tono de Yamun.
—¡Shou Lung es enorme! —exclamó.
—Y su emperador me tiene miedo. Se puede derrotar a los hombres asustados —replicó Yamun, muy confiado.
—¿Y qué pasará con Bayalun? —quiso saber Koja, resignado ante la decisión de Yamun.
—Ahora que conozco sus trucos, la tendré vigilada —repuso Yamun, sin darle mucha importancia al asunto—. Se quedará con nosotros para que no cause más problemas. Mantendremos a la serpiente debajo de nuestro tacón.
»Por cierto —comentó, despreocupado, al tiempo que cambiaba de tema—, he decidido que te reunirás con los enviados de Khazari para comunicarles los términos de su rendición. Tengo que ocuparme de los planes de nuestra conquista de Shou Lung.
—¿Yo, Yamun? ¿Habéis olvidado que soy un khazari? No puedo negociar la rendición —objetó Koja.
—¿Quién habla de negociar? —replicó el Khahan bruscamente—. Sólo tienes que aceptar su rendición.
—Imposible. Tiene que haber condiciones. No puedo decirles, sin más, que se rindan.