Los señores de la estepa (33 page)

—¿Por qué no? —preguntó Yamun, acariciándose la punta del bigote—. No tienen un ejército para proteger Manass. Puedo destruir cualquier cosa que envíen. Díselo. Tengo muchas otras cosas pendientes. Están las órdenes, y acaban de llegar los informes de Hubadai desde Semfar. —Señaló al escriba real que tenía sobre su mesa un montón de pergaminos atados con cintas de seda amarilla.

—¡Pedirán mi cabeza! —tartamudeó el lama, y se frotó la calva en un gesto nervioso.

Una sonrisa irónica retorció los labios del Khahan al escuchar la queja de Koja.

—Lo harás porque yo te lo ordeno. Si quieren tu cabeza, es que no te consideran un compatriota. ¿Ves?, ya no eres un khazari.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó Koja, tras comprender que Yamun tenía razón. No quería realizar el encargo, si bien tampoco podía oponerse a la voluntad del Khahan.

—Quiero que se rindan —repitió Yamun, consciente de que Koja esperaba instrucciones más concretas—. Muy bien, quiero mercaderías por un valor equivalente a diez mil lingotes de plata que deberán pagar la primera luna llena de cada nuevo año. Además, deberán entregar al gobernador, a su hechicero y a los mandarines shous que mencionaste. Escaparon del campo de batalla, y los quiero. Me da igual si envían sus cabezas y sus manos.

Koja esperó más detalles, pero el Khahan no tenía más demandas.

—Esto no puede ser todo —insistió el sacerdote.

—Rendición, mercaderías y prisioneros —enumeró Yamun, contando con los dedos—. ¿Qué más puedo pedir?

Exasperado, Koja cogió papel y pluma de la mesa del escriba, y extendió el papel entre Yamun y él. Con mucha habilidad, trazó las fronteras de Khazari.

—Yamun, en esta ocasión no habéis conquistado a una tribu nómada. Los khazaris no se rendirán ni obedecerán sólo por el hecho de ser el gran kan...

—Entonces, destruiré sus hogares y distribuiré a su gente entre mis kanes. Díselo —amenazó Yamun.

—No, Yamun, no es suficiente. Los khazaris no son como las tribus. —Koja marcó en el mapa las ciudades y pueblos de Khazari—. Tienen ciudades de piedras y campos de cultivos. No van de campamento en campamento. Tenéis que enviar a alguien que los gobierne, imponga leyes y dicte sentencias. —Yamun estudió el mapa.

—No es nuestra manera de hacer las cosas —murmuró—. Pero, si dices que se debe hacer, lo pensaré. Por ahora, diles a los enviados que deben entregarme Manass. Después, tendrán que echar abajo las murallas de todos los otros
ordus
. —El Khahan apartó el mapa con la punta del pie—. Dibuja un buen mapa de Khazari para mí,
anda
.

Koja suspiró, y pensó en la lista de las demandas planteadas por Yamun.

—¿Cuáles son los puntos que estáis dispuesto a negociar?

—Mi
anda
, no habrá negociaciones. —Yamun se inclinó sobre el sacerdote para añadir énfasis a sus palabras.

—¿Y si rehúsan? —inquirió Koja en voz baja.

—Como he dicho —contestó Yamun, tras beber un sorbo de cumis—, destruiré todos los
ordus
de Khazari. Todo varón más alto que la vara de una carreta será pasado por la espada, y todas sus mujeres y niños servirán como esclavos para mi gente. Su nación habrá dejado de existir. Esto sí lo puedo hacer,
anda
—El Khahan se instaló en su trono—. Escriba, anota mis demandas. Le pondré el sello.
Anda
, podrás llevarte el papel como prueba.

Una vez redactado el documento, Yamun se volvió hacia su escriba y le ordenó la lectura de los informes. Koja hincó una rodilla en tierra y saludó con una reverencia antes de salir de la yurta. Abstraído en el relato de Hubadai acerca de la caída de Semfar, Yamun ni siquiera advirtió su marcha.

En la soledad de su yurta requisada, Madre Bayalun preparaba un hechizo mágico. La puerta de la tienda estaba cerrada herméticamente para impedir el paso de la luz, y sus guardias tenían orden de no dejar pasar a nadie, ni siquiera a Chanar, su nuevo amante. Con manos ágiles, la khadun dispuso los materiales que necesitaba: un brasero pequeño con un par de ascuas, y una bolsita de incienso en polvo. En voz muy baja, en prevención de que alguien pudiese escucharla, recitó la fórmula del encantamiento, al tiempo que pasaba las manos por el brasero.

En cuanto acabó el recitado, Bayalun echó una pizca de incienso sobre las brasas. Se produjo una pequeña explosión, y una espesa nube de humo se elevó en el aire y, tras cambiar de forma varias veces, se transformó en el rostro de un mandarín shou. El humo daba una apariencia esponjosa a la frente del hombre, como si fuese miga de pan, pero sus negros ojos brillaban con toda claridad. El rostro mostró una expresión sorprendida, como si el mandarín hubiese sido arrancado de su sueño por el hechizo.

—Khadun de los tuiganos —murmuró la voz, con un sonido hueco—, ¿me has llamado?

—Desde luego. Tenemos que hablar. —El rostro de humo se deformó un poco al recibir el aliento de la mujer.

—No es el momento más oportuno, Eke Bayalun Khadun —manifestó el rostro. Sus facciones cambiaron como si el hombre hubiese fruncido el entrecejo—. El emperador ofrece una lectura de poesías. Resulta un poco difícil concentrarse en las dos cosas. —En un gesto que parecía dar ejemplo de sus palabras, puso los ojos en blanco. La nube perdió consistencia, y el contorno del rostro se deformó; por un momento, el contacto quedó interrumpido. Entonces, la cabeza volvió a formarse a medida que el interlocutor enfocaba otra vez sus pensamientos en Bayalun y las estepas—. Habla deprisa, khadun. Tengo poco tiempo.

—No me des órdenes, Ju—Hai Chou. No soy tu sirviente —exclamó la segunda emperatriz bruscamente. Cogió un abanico, regalo del emperador Shou, y abanicó la nube.

—Mis más humildes disculpas, sabia señora —dijo el rostro, con mucho tacto diplomático. La cabeza se inclinó—. Por favor, informa a este pobre servidor por qué lo has llamado. Porque has sido tú la que ha llamado.

Bayalun estaba acostumbrada a la impaciencia del mandarín y no le hizo caso. Sin prisas, alisó sus prendas y acomodó mejor el
jupon
—una especie de chaleco largo— para que colgara recto de los hombros.

—El ejército tuigano está en Khazari —dijo.

—Esto ya lo sabemos por intermedio de nuestros espías. ¿Hay algo más? —En la voz del mandarín se reflejó un ligero tono de enfado. La poca importancia de la noticia no justificaba la molestia.

—El Khahan vive. La criatura que habéis enviado ha fracasado. —A pesar de que el intento de asesinato había resultado casi un desastre total, le complació informar de las desgracias al ministro de Estado shou. Los ojos de la figura se abrieron en un gesto de sorpresa, y después perdieron toda expresión.

—¿Está vivo o muerto? —preguntó el mandarín.

—Muerto.

—¿Sospechan?

—¿De mí? —inquirió Eke Bayalun, a sabiendas de que no era lo que quería saber el mandarín. Al hombre no le interesaban en absoluto sus problemas—. Desde luego que sospechan.

—¿Con esto quieres decir que el Khahan sospecha de Shou Lung? —insistió el rostro, con el entrecejo fruncido.

—No sólo sospecha —se burló Bayalun—. Acusa al emperador del Trono de Jade en persona. Tu inservible asesino fue demasiado obvio y fácil de identificar, una vez muerto. Aquí hay un sacerdote de Khazari que sabe muchas cosas de tu
hu hsien
.

—¿Un sacerdote khazari? —exclamó la imagen, tan alto que sus palabras resonaron en la pequeña yurta—. ¿Quién...?

—Es un enviado del príncipe Ogandi. No tiene importancia. —Bayalun sabía que el mandarín estaba ansioso por enterarse de más cosas, pero le divertía incordiar al burócrata shou con estos secretos insignificantes. Lo desconcertaban.

»Hay una cosa que sí debes saber —añadió la emperatriz, sin darle oportunidad al mandarín de protestar o de hacer más preguntas—. El Khahan culpa a vuestro Hijo del Cielo, y marcha con su ejército dispuesto a conquistar todo Shou.

El rostro sonrió, y parte de sus mejillas se evaporaron. La cabeza de humo comenzó a reducirse.

—Es mucho más tonto de lo que creíamos —afirmó el ministro—. Acabaremos con él, como si fuese un pequeño insecto. No podrá atravesar la Muralla del Dragón. —Había desaparecido todo rastro de miedo y sorpresa en su voz para dar paso a un tono de confianza absoluta.

—Quizá —replicó Bayalun—. Cuando llegue a la muralla, contará con doscientos mil guerreros.

La nube soltó despectivamente una bocanada de humo.

—También podría contar, quién sabe, con la ayuda de la magia —dijo Bayalun lentamente. Recogió su abanico y lo agitó para refrescarse el rostro. La imagen onduló un poco, empujada por el suave movimiento del aire.

—¿A menos? —siseó el rostro, que había captado perfectamente la intención oculta en el comentario.

—Te he mantenido mucho tiempo apartado de tus obligaciones —respondió Bayalun con astucia—. Quizá debas volver junto a tu emperador.

El rostro apenas si consiguió reprimir un gesto de frustración.

—¡Quizás envíe al Gorath para que hable contigo! —exclamó. Bayalun palideció un poco ante la mención del Gorath, una criatura de gran poder que, según los rumores, era el asesino personal del emperador. El humo del rostro del mandarín se dispersó por unos momentos.

—¡Si me amenazas, Ju—Hai Chou, acabaré esta alianza en sangre! —le advirtió Bayalun.

—Amenázanos —contestó en un tono igual de frío e inamistoso—, y te denunciaremos. Siempre habrá algún otro dispuesto a ayudarnos. —La imagen recuperó su forma y descendió desde lo alto de la tienda. Bayalun le devolvió la mirada, al tiempo que se ponía de pie para no tener que mirar desde abajo. En una mano sostenía el abanico.

—Entonces, tendremos que trabajar unidos —dijo al cabo. A pesar de sus poderes de hechicera, Bayalun sabía que la amenaza del mandarín era real, de la misma manera que él no podía considerar su reto a la ligera.

—Desde luego —afirmó la voz—. ¿Qué quieres ahora?

—Vuestro incapaz asesino es el culpable de este desastre. Ahora, tendréis que estar dispuestos a dar más. Ya me habéis prometido el trono de Yamun, pero, en estos momentos, prepara sus planes para la guerra con vosotros. Tendréis que comprar la paz. En primer lugar, hay que pagar un tributo a los kanes para que vuelvan a sus tierras.

—Quieres decir un soborno.

—Llámalo como quieras.

—¿Y cómo nos libramos de tu molesto hijo? —preguntó el rostro. La magia de Bayalun perdía fuerza; la nuca se deshacía en hilillos de humo. De pronto, los ojos se pusieron en blanco cuando se debilitó la concentración del mandarín.

Bayalun se apresuró a contestar antes de perder el contacto definitivamente.

—El Khahan marcha hacia la Muralla del Dragón. Vosotros os tendréis que encargar de acabar con él y sus guardaespaldas cuando aparezca. No puedo hacerlo ahora, porque sospechan demasiado de mí. Tendrá que hacerlo el ejército de Shou Lung. Con mi ayuda podréis tenderle una trampa. Cuento con partidarios en el ejército que colaboraran con nosotros.

—Una trampa... —El rostro desapareció de la vista, y su voz sonó como un eco— ...encontraremos otra vez... el río Xanghi. —Concluyó el hechizo, y el humo desapareció por el agujero de ventilación.

Enfadada por la conversación, Bayalun esperó hasta que desapareciera el último rastro de humo. El aroma penetrante del incienso todavía flotaba en el aire. Una vez eliminados todos los rastros de su actividad, Bayalun recogió la bolsita de incienso y colocó el brasero en su sitio. Forzada por los dolores reumáticos que trataba de ocultar cuando no estaba sola, caminó hasta la puerta y desató los cordones de la manta. Cuando asomó la cabeza al exterior, sorprendió a los centinelas apostados a cada lado de la abertura.

—Enviad un mensajero a buscar al general Chanar. Decidle que la khadun espera verse honrada con su visita. —Tosió, consciente del ardor que el humo le había dejado en la garganta.

Mientras uno de sus guardias se encargaba de transmitir sus órdenes, Bayalun mandó al otro que sacara de la tienda uno de los pequeños cofres para poder sentarse al sol. Se acomodó sin prisas en su asiento, colocó el bastón entre sus piernas, y apoyó las manos en la empuñadura. El sol fue como un bálsamo para su dolorido cuerpo. Al cabo de unos minutos, cerró los ojos y relajó los músculos.

Para cualquiera que por casualidad pasara por allí, Bayalun era igual a cualquier otra matrona, durmiendo la siesta al sol. Pero no dormía. Un rincón de su mente se mantenía alerta, atento a los sonidos del mundo exterior, mientras el resto se perdía en los recuerdos de sus días de juventud entre la gente de su madre, los maralois.

El ruido de pisadas volvió a Bayalun a la realidad. Estiró el cuello, en un esfuerzo por sacudir la modorra. Abrió los ojos, y vio a Chanar que esperaba, impaciente.

—He venido para honrarte —dijo Chanar, presuntuoso. No se arrodilló ante la khadun, y sencillamente esperó a que ella aceptara su presencia.

Bayalun lo contempló por encima de la empuñadura del bastón. La arrogancia del general casi se podía palpar, pero su figura todavía era apuesta. Lucía unas trenzas largas y abundantes, y una barba bien recortada. Vestido con la armadura, tenía el aspecto del poderoso guerrero que era en la realidad, unos de los siete hombres valientes.

—Ayúdame a levantarme —pidió, aunque sonó más como una orden. El general le sujetó la mano y la levantó sin esfuerzo.

Chanar la siguió al interior de la tienda y le rodeó la cintura en cuanto cerró la puerta. Con gentileza, la khadun se apartó de su abrazo y levantó el bastón a modo de barrera.

—¿Todavía tienes el deseo... —En los ojos de Chanar brilló la lujuria— de tomar el poder que debería ser tuyo? —preguntó Bayalun.

Chanar se detuvo, un tanto sorprendido por la pregunta.

—¿Te refieres a convertirme en Khahan?.

—Desde luego. —La khadun exhibió una sonrisa burlona—. ¿A qué si no?

El general se volvió, con las manos a la espalda. En su pecho, la arrogancia y el deseo luchaban contra su menguada lealtad.

—Antes, cuando hablábamos, la pregunta era: «¿Quién salvará el imperio si el Khahan muere?». Mencionabas cosas que podían pasar, que quizá pasarían; incluso insinuabas cosas que podías ver gracias a tus artes. Creía en ti. —Chanar se volvió hacia la mujer, con una mirada de decepción.

»Entonces, el Khahan mostró aquella..., aquella cosa que lo atacó. En aquel momento, comprendí que habías dejado atrás la teoría. Tú lo hiciste. ¡Enviaste a una bestia, ni siquiera a un hombre! Ni Yamun merece morir así. Querías matar a Yamun y fracasaste. Ahora, quieres intentarlo otra vez, y pretendes complicarme en su asesinato.

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