Los señores de la estepa (37 page)

—Los secretos acaban siempre por descubrirse —sugirió la khadun, con un tono de amenaza velada. Golpeó la contera de su bastón contra el suelo para destacar sus palabras.

Un siseo agudo sonó al otro lado de la cañada. Su interlocutor no había pasado por alto el significado de su frase.

—¿Acaso los conocéis? —preguntó la voz.

—Tengo muchas fuentes,
kharachu
—mintió Bayalun. No sabía nada de la muralla, excepto lo que el shou había dejado escapar. En cualquier caso, hizo una pausa para preocupar al hombre—. Incluso si el Khahan no encuentra la manera de cruzar la muralla, podrá mantener los ataques a vuestras caravanas y estrangular el comercio con las tierras de occidente. Y vosotros no podréis hacer otra cosa que refugiaros detrás de la pared hasta que se marche. Tenéis que libraros de él.

—¿La segunda emperatriz tiene algún plan? —susurró la voz, un tanto picada por sus observaciones.

—Desde luego. Los ejércitos de Shou Lung deben destruir al Khahan y a sus guardaespaldas.

—¿Y qué haréis mientras nosotros lo arriesgamos todo? —le reprochó la voz con brusquedad.

—Nosotros os ayudaremos, aunque no podamos hacerlo abiertamente. Si sospechan de nosotros, el trono caerá en manos de uno de los hijos del Khahan. En tal caso, no conseguiríamos nada —explicó Bayalun sin impacientarse—. Debéis atacar al Khahan.

—De acuerdo. Atacaremos —aceptó el interlocutor oculto—. ¿Cuál es el plan?

—Llevaréis a vuestro ejército fuera de la Muralla del Dragón y derrotaréis al Khahan. Él debe morir en el transcurso de la batalla.

—¿Esto es todo? —preguntó la voz, sarcástica—. ¿Y cómo debemos derrotarlo?

—Chanar, explícale los planes del Khahan —ordenó Bayalun, tomando asiento en una roca.

El general se adelantó hasta situarse en el borde del círculo iluminado.

—Yamun Khahan traerá parte de su ejército hasta la Muralla del Dragón. Atacará con este grupo y, después, simulará retirarse a la desbandada. Ya hemos practicado esta maniobra en muchas ocasiones —explicó Chanar—. No debéis perseguirlo porque es una trampa. Al ver que no vais tras él, volverá para repetir el ataque. Entonces habrá llegado vuestra oportunidad para cargar.

—Supera en número a las tropas que tenemos a nuestra disposición. Atacarlo sería un suicidio —susurró el interlocutor shou.

—Sólo en el caso que ataquéis sin ninguna otra ayuda —contestó Chanar—, y no será así. Enviad a vuestro ejército a la llanura delante de la muralla. El Khahan no podrá resistir la tentación, y cargará. Cuando lo haga, desviaos hacia los flancos y dejadlo pasar hacia la pared. Mis hombres caerán sobre él por la espalda, y vosotros atacaréis por los flancos. Atrapado entre la muralla y nuestros hombres, estará a nuestra merced.

—Y vos os convertiréis en Khahan —concluyó la voz con un deje de ironía.

—Entonces, si se paga el tributo a los kanes, habrá paz entre los tuiganos y Shou Lung —señaló Bayalun.

—Se pagará el soborno. Informaré a Ju—Hai Chou de vuestro plan. No tendréis noticias nuestras hasta después de la batalla —dijo la voz, terminante. Se escuchó entre las sombras el ruido de las piedras cuando el desconocido se disponía a marchar.

—Un momento, portavoz de Ju—Hai Chou —rogó Bayalun—. Tengo una petición.

—¿Qué?

—Deja a uno de tus hombres para que nos sirva de mensajero en caso de que necesitemos comunicarnos.

—¿No podéis utilizar los hechizos? —preguntó el shou.

—El mensajero será una seguridad añadida en el caso de que no pueda emplear mis hechizos. Déjanos a uno de los tuyos. Tenemos ropas preparadas para él, en el límite del campamento. —Chanar miró a Bayalun, consciente de que no se había hecho ningún preparativo. La mujer le avisó con la mirada que permaneciese callado.

—Muy bien. —Hubo una pausa, y un hombre pequeño salió de las sombras. 

Vestía el uniforme habitual de los soldados rasos de Shou: una chaqueta larga acolchada con las costuras formando cuadrados, sandalias y casco de metal plano. El mensajero iba provisto de una lanza y una espada corta colgada al cinto. En la oscuridad resultaba imposible ver el color de sus prendas. Nervioso, el hombre —en realidad un muchacho— cruzó el claro.

—Mis deseos de éxito para la segunda emperatriz y el ilustre general —saludó la figura oscura desde el otro lado.

—Chanar —susurró Bayalun, en un tono casi inaudible—, prepárate a utilizar la espada en cuanto te dé la señal. —Movió la cabeza en dirección al soldado shou—. Deprisa, tenemos que regresar antes del alba —añadió la khadun en mal shou y lo bastante alto para que el guerrero pudiese oír sus palabras.

Los tres se pusieron en marcha por el mismo camino de antes. Bayalun caminaba en primer término, seguida por el shou, y Chanar en la retaguardia. Caminaron por la cañada hasta llegar al punto donde el general había ocultado el cadáver del centinela.

—Ahora —ordenó Madre Bayalun sin volverse. Chanar obedeció en el acto y, antes de que el infortunado soldado tuviese tiempo de reaccionar, su espada se clavó en el cuello del hombre por debajo de la oreja. Se escuchó un crujido cuando el acero hendió el hueso, y la cabeza del mensajero rodó por la ladera. Un surtidor de sangre brotó del cuello y, con una sacudida, el cuerpo se desplomó.

Chanar limpió la espada en la manga del muerto y desgarró un trozo de tela para quitar la sangre de su coraza. Por último, recuperó la cabeza y la colocó más cerca del centinela asesinado por Bayalun.

—Perfecto. Deja el cuerpo donde está —dijo la khadun desde lo alto de la cañada—. Cuando los guardias lo encuentren por la mañana, creerán que fue atacado por un grupo de shous. Nadie sospechará de nosotros. Ahora, debemos regresar al campamento.

15
La Muralla del Dragón

La excitada charla de los hombres resonó a través del recinto real antes incluso de que las primeras luces del alba asomaran por el horizonte. El ruido interrumpió el baño de Koja. Lo que normalmente era un lujo, aunque despreciado por Hodj, resultaba ese día un sufrimiento. El aire soplaba helado, y el agua provenía de la nieve fundida. La conmoción en el campo le dio la excusa para vestirse.

Aterido, Koja se apresuró a ponerse su nueva túnica negra y, llevado por la prisa, pasó por alto la cuidadosa inspección de piojos en sus ropas. No conseguía entender cómo los tuiganos eran capaces de soportar las picaduras de piojos y chinches. Dejó de lado la cuestión y se calzó con las botas de cuero suave que Hodj le había conseguido para reemplazar sus destrozadas babuchas. El sacerdote tenía un aspecto estrafalario: un hombre esquelético y calvo, imposible de confundir con un guerrero, ataviado con el
kalat
negro de un cuerpo de elite, los guardaespaldas de Yamun.

El clamor fue en aumento mientras Koja acababa con los últimos detalles de su vestuario. Con las manos ocupadas en abrochar las presillas de su
kalat
, salió de la tienda. Una de las hogueras cercanas proyectaba las sombras de los hombres reunidos a su alrededor. Había dos cuerpos tendidos en el suelo cerca de las llamas. Koja se acercó deprisa al grupo integrado por varios soldados rasos, unos cuantos kashiks y el viejo Goyuk.

—¿Qué ocurre, Goyuk Kan? —preguntó el sacerdote.

—Ven y echa una mirada —contestó el anciano jefe con una expresión severa en su rostro, cubierto de arrugas. Goyuk señaló a los cuerpos en el suelo. Koja apartó a los guerreros y se detuvo, horrorizado por el espectáculo.

Tirados en el suelo estaban los cadáveres de dos hombres. Uno era un soldado tuigano con la pechera de su
kalat
empapada con la sangre de su garganta, abierta de lado a lado. El otro era un extraño guerrero vestido con una pesada chaqueta acolchada, bordada con el carácter shou correspondiente a la palabra «virtud». Al parecer, se trataba de un infante. La cabeza del hombre descansaba a su costado.

—¿Quién es? —le preguntó a Goyuk, asqueado. El anciano dejó que el comandante kashik respondiera a la pregunta.

—Maestro lama —dijo el kashik cortésmente, aunque su voz temblaba de cólera—, este hombre era un soldado del
ordu
de Naican, que cumplía su turno de guardia. Lo encontraron hace un rato junto con este otro. Sin duda sorprendió a una patrulla shou, y lo mataron. Al menos consiguió matar a uno de los enemigos antes de morir. Sucedió allá. —El comandante señaló hacia el noreste, donde el terreno descendía hacia la llanura.

—¿Yamun lo sabe? —Koja formuló su pregunta a Goyuk.

—Él me envió aquí —respondió el viejo.

Koja volvió a examinar los cadáveres. Había algo que no encajaba.

—¿Por qué? —inquirió por fin, casi para sí mismo.

—¿Por qué me envió Yamun? Por...

—No, no. —Koja se apresuró a corregir el error—. ¿Por qué estaban los shous tan cerca del campamento? —Se volvió hacia el comandante—. ¿Ocurrió algo más?

—Los centinelas no informaron de nada más, maestro lama —contestó el oficial.

—Eran exploradores que buscaban información, y este hombre los descubrió —manifestó Goyuk, dando por cerrada la discusión—. Está muy claro. Colgad el cadáver del shou. Sigamos con nuestro trabajo. —Resuelto el tema, el viejo kan se alejó acompañado por el tintineo metálico de la armadura. El kashik lo siguió.

Poco convencido con la sencilla respuesta, Koja se arrodilló junto al tuigano muerto y examinó la herida a fondo.

—¿En cuántas ocasiones le cortan la garganta a un guerrero en el transcurso de la batalla con un tajo tan limpio? —Koja dirigió su pregunta a uno de los guardias cercanos.

—Es poco habitual —admitió el hombre, intrigado—. Quizás uno de los shous lo atacó por la espalda.

—¿Y así y todo consiguió cortarle la cabeza a otro? —replicó Koja, escéptico.

—Podría ser —insistió el hombre.

—Quizá —dijo Koja, aunque no lo creía posible. El sacerdote se apartó, y los guardias sujetaron el cadáver del enemigo para colgarlo, de acuerdo con las órdenes de Goyuk. Cuando arrastraban el cuerpo, Koja tuvo una idea—. Dejad la cabeza y el cuerpo de este hombre —ordenó, señalando al tuigano—. Envolvedlos y mantenedlos en un lugar seguro. —Koja quería formular unas cuantas preguntas a los muertos, pero primero tenía que descansar y rezar a Furo para que le diese su guía.

Los hombres lo miraron horrorizados, sorprendidos por su grotesca solicitud. Pese a ello, asustados por los grandes poderes que atribuían al lama, los guardias acataron la orden.

Con la mente llena de preguntas insatisfechas, Koja regresó a su tienda para desayunar y rezar sus oraciones a Furo. Hodj había quitado la tina del baño y le tenía preparado el té. La bebida caliente reconfortó al lama del frío de la madrugada.

La yurta le ofreció sólo un refugio temporal de la conmoción que se extendía por el campamento. En el exterior, el ejército ya había comenzado los preparativos. Cuando abandonó la tienda, montó el caballo que le ofreció uno de sus guardaespaldas y cabalgó hacia el lugar donde ondeaba el estandarte de Yamun. La línea oscura de la Muralla del Dragón se podía ver con toda claridad en la llanura.

Yamun, sus ayudantes y los comandantes del ejército se encontraban reunidos al pie de la enseña, muy ocupados en discutir las estrategias para el ataque. Además del Khahan había otros cuantos que Koja conocía: Goyuk, Chanar y el luchador, Sechen. El sacerdote buscó con la mirada a Bayalun, pero no estaba por allí. A los demás sólo los conocía de vista; eran oficiales de los kashiks, el señalero de Yamun y su viejo escriba. Formaban un grupo impresionante, ataviados con sus equipos de combate.

Yamun vestía su mejor armadura como un anticipo de su victoria. La pieza estaba confeccionada con pequeñas placas metálicas doradas, cada una de las cuales era una réplica de las escamas de un dragón. Cintas de seda amarillas, azules y rojas colgaban de la armadura, y una gola de acero le protegía el cuello y los hombros. Las trenzas del Khahan asomaban por debajo del casco cónico con un faldón de cota de malla hecha de plata y adornada con piel de lobo blanco. Unos brazales de acero pulido, grabados con tigres y dragones trabados en combate, recubrían la cota de malla en los antebrazos. En una mano, el Khahan sostenía un látigo de tres colas y mango de plata. La caja del arco, hecha con cuero de lagarto verde, colgaba de su cinturón junto con una vaina incrustada con piedras preciosas. En cambio, la empuñadura de la espada era sencilla, sin ningún tipo de adorno. Una rodela de oro batido y plata colgaba de su espalda.

La yegua de Yamun, de pelaje blanco como la nieve, aparecía magníficamente guarnecida con una media barda a juego con la armadura de su amo. La silla tenía arcos muy altos por delante y atrás, recubiertos con plata trabajada con la forma de hojas de parra. El asiento estaba cubierto con un grueso cojín de fieltro rojo, ribeteado con trozos de espejos de plata y borlas doradas. Las bridas, las riendas y los demás arreos en la grupa y la cruz las habían revestido de tachones de oro y turquesas. A la luz del sol naciente, Yamun y su caballo eran todo un espectáculo.

Los acompañantes del Khahan, si bien no vestían con tanto lujo, también se mostraban muy bien pertrechados. Cada uno de los comandantes llevaba su mejor armadura, y sus animales aparecían bien cepillados y con los arreos engrasados. Koja no ocultó su asombro; no imaginaba que los kanes salieran de campaña con prendas tan espléndidas. Tampoco los había visto nunca tan limpios y aseados.

—Bienvenido, Koja —lo saludó Yamun al verlo aparecer—. Hoy probaremos la fortaleza de la Muralla del Dragón. —El Khahan dejó que su látigo colgara de la muñeca mientras apuntaba hacia los escuadrones que formaban en la ladera, más abajo de su posición.

Los jinetes avanzaban en columnas separadas y a la par, en lugar de en un solo pelotón como en las marchas habituales. Los estandartes de guerra de los
minghans
y
tumens
ondeaban al viento: cintas de seda, colas de caballo y cordones con campanillas o espejos.

Cada hombre llevaba su equipo completo: una lanza larga, espada curva, dos arcos y una pareja de aljabas repletas de flechas. Había secciones de jinetes con armaduras, pero la mayoría vestía las mismas prendas de siempre, con un
kalat
acolchado por toda protección. Unos pocos cargaban escudos, una pieza que no contaba con mucha aceptación porque resultaba molesta a la hora de tensar el arco.

Por fin, el Khahan se unió a su ejército, seguido de su comitiva. Había llegado el día de la marcha final contra Shou Lung, y la gran prueba contra la famosa muralla. Durante la cabalgata, los kanes se mostraron poco locuaces. La mayoría de ellos permanecían abstraídos en sus pensamientos, y otros acababan de perfilar detalles con sus lugartenientes con mucha discreción. A medida que se aproximaban a la Muralla del Dragón, el Khahan dio a sus comandantes las últimas órdenes y los envió a reunirse con sus unidades.

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