Read Los señores de la estepa Online
Authors: David Cook
—Ésta es la pared que has escogido. Rómpela y serás libre —entonó el anciano. En el momento en que Koja sujetó el mazo, el viejo maestro desapareció. De pronto, el lama se encontró solo en la línea de guerreros.
Sin pensarlo, Koja descargó el mazo, y una grieta apareció en la superficie pulida de la piedra. El lama miró la grieta y divisó algo resplandeciente que se movía en el interior. Descargó otro golpe, y la grieta se ensanchó. Una forma se apretó contra los bordes desiguales de la piedra. Los guerreros detuvieron su trabajo y se volvieron para contemplarlo, atónitos. Koja espió a través de la grieta. Algo se movía en el interior de la Muralla del Dragón; algo enorme y cubierto de escamas.
—Libérame —susurró la cosa. La voz melodiosa surgió a través del agujero—. Libérame, Koja de Khazari.
Koja golpeó con el mazo, y una dolorosa sacudida le recorrió las manos cuando el martillo chocó contra la piedra. Saltaron esquirlas, pero el agujero no aumentó de tamaño. Una y otra vez alzó el mazo, estremecido con cada golpe. Comenzó a jadear. Cada vez le costaba más evitar que el mango se escapara de sus sudorosas manos. Frenético, continuó con los golpes, desesperado por ensanchar la grieta.
Por fin se detuvo, exhausto, y examinó la abertura; después del primer golpe, no había conseguido ningún progreso. Frustrado, se dejó caer en el suelo contra el muro, desconsolado.
—Tú solo no puedes liberarme, Koja de Khazari, como tampoco pudieron estos otros que lo intentaron sin éxito. —A la luz de un débil resplandor, los guerreros reanudaron su trabajo.
—¿Quién eres? —le preguntó Koja a la voz misteriosa.
—Soy el Señor Chien, amo del océano —respondió la voz con arrogancia—. Yo soy la Muralla del Dragón.
—¿Por qué no puedo liberarte? —inquirió Koja, poniéndose de pie.
—Espero a tu señor. Juntos, tendréis el poder para humillar a mis captores. —Unas escamas negras se deslizaron por la grieta, y apareció un ojo amarillo como el de un felino.
»Guíalo —añadió la extraña voz—. Trae a tu señor, y juntos podréis liberarme.
—¿Por qué me has llamado? —lo interrogó Koja, con la mirada puesta en el ojo.
—Tú eres su hombre. Te escucha. Los otros que están aquí conocen el precio del fracaso. Están condenados a permanecer aquí, para atormentarme, hasta que la pared desaparezca. —Koja miró a los señores de la guerra, y se estremeció.
—¿Y si hago lo que dices? —preguntó el lama, apartándose de la rajadura.
—¡Entonces tendré mi revancha! —rugió la voz. El suelo se estremeció con las palabras del espíritu, y el ojo desapareció de la vista.
Tembloroso, Koja volvió la espalda al muro. Descubrió a su maestro, una vez más sano y vigoroso. El viejo cogió el martillo de las manos de Koja, y éste comprendió que era hora de marcharse. Instintivamente, regresó por el camino de antes. Pasó junto a los conquistadores, y por la tierra de los muertos. Cuando llegaba a la cima del túmulo, escuchó la voz de su maestro.
—Todo está en equilibrio, aprendiz —gritó el anciano—. Si cambias una cosa, destruyes otra. Hay paredes a todo tu alrededor. Escoge con cuidado las que quieras demoler. —El eco de las palabras siguió a Koja hasta su yurta, hasta su cama.
Koja permaneció sentado en la penumbra de su tienda. Los episodios del sueño aparecían muy claros en su memoria. Sin saber muy bien por qué, el lama buscó sus adminículos de escritura y, acurrucándose junto al brasero para disponer de la luz de la brasas, comenzó a escribir todos los detalles.
En los días siguientes, las energías del ejército se consumieron en los preparativos para la marcha. Cuando el Khahan había atacado Khazari, Koja se había maravillado ante el cúmulo de órdenes dictadas; ahora, no salía de su asombro. Cuarenta, o quizá cincuenta mil hombres, habían participado en la expedición a Manass, e incluso entonces sólo unos diez mil llegaron a participar en el ataque a la ciudad. Los restantes habían sido apostados a lo largo de la frontera, en parte como una amenaza a los khazaris, pero sobre todo para ocuparse del problema del abastecimiento de agua y comida para decenas de miles de hombres y caballos.
Ahora se realizaban los preparativos para una campaña mucho más grande. Como historiador, Koja cumplía concienzudamente con su trabajo; escuchaba todo lo que podía y lo transcribía hasta la última palabra. La pila de hojas crecía sin cesar.
Por su parte, Yamun organizaba las tropas mientras esperaba la llegada de más hombres. Cada día aumentaba el número de mensajeros enviados por Hubadai desde Semfar, con informes que eran llevados directamente al Khahan. Otros jinetes, vestidos con las sucias túnicas amarillas de los hombres de Tomke, también aparecían con las sacas repletas.
A través de diversas fuentes, Koja se enteró de que ciento cincuenta mil soldados marchaban hacia el campamento de Yamun, y calculó en unos doscientos mil el número total del ejército cuando alcanzaran el territorio de Shou Lung.
Cincuenta mil hombres ya eran una carga para la tierra; doscientos mil la hundirían. Las reservas de grano y pastos de la región comenzaban a escasear, porque el ejército no se movía desde hacía semanas. En su tienda, el Khahan trazaba planes para trasladar a sus jinetes hacia nuevos campos de pastoreo, y para acumular provisiones destinadas a la próxima campaña.
Con este propósito, Yamun designó más
yurtchis
y les encomendó la responsabilidad de reunir el avituallamiento. Estos oficiales acometieron su trabajo con rapidez y eficacia. Cada día, el sacerdote observaba a los jinetes vestidos de azul que, los rostros cubiertos de polvo, aparecían con un rebaño que añadían a los ya existentes. Otros
jaguns
galopaban entusiasmados entre las tiendas, guiando recuas de potros y yeguas que servirían de reemplazo a los caballos muertos en las próximas batallas. Caravanas de carros llegaban cargadas hasta los topes con sacos de cebada, mijo, harina y arroz; toneles de aceite, barricas de soja, y panes de té, sal y azúcar. Los
yurtchis
, sentados a sus improvisadas mesas, anotaban diligentemente todas estas provisiones en largas tiras de papel.
Koja dejó constancia de todas estas cosas en sus escritos, sentado a la puerta de su tienda, y con una taza de té a mano. Había tantos detalles que sólo podía anotar un par de líneas de cada uno. Por fin, tuvo que abandonar antes de quedarse sin papel. El lama guardó los adminículos de escribir y se dispuso a ir a informar al Khahan de las negociaciones del día con los khazaris.
Koja quitó el polvo y ajustó los faldones de su
kalat
negro, el uniforme de los guardias nocturnos. Se trataba de un obsequio de los kashiks; le resultaba molesto vestir el uniforme de un guerrero, pero no podía insultar la generosidad y el honor de unos cuantos miles de aguerridos soldados. La historia de cómo el sacerdote había salvado la vida de Yamun se conoció después del
couralitai
, y llegó a oídos de los guardias. En reconocimiento a su hazaña, los hombres lo habían adoptado más o menos entre sus filas. Ahora era un kashik honorario, y como tal debía llevar el uniforme.
No bien salió de la tienda, el
arban
encargado de su escolta corrió a tomar sus posiciones. Aquello que hasta hacía poco era un paseo solitario hasta la yurta de Yamun, se había convertido en una procesión.
Hoy el Khahan atendía sus funciones al aire libre. Llevaba una cota liviana de placas metálicas que le cubría el torso, y un par de gruesos pantalones de lana azul que se perdían en las amplias perneras de sus botas. Al ver que el lama iba en su dirección, Yamun despachó a sus ayudantes y mensajeros, salió a su encuentro, y estrechó el delgado cuerpo del lama en un fuerte abrazo.
—
Anda
—exclamó cariñosamente, al tiempo que daba un paso atrás para contemplar el nuevo vestuario de Koja—, me alegra mucho verte. Estas prendas te sientan muy bien. Ven y siéntate.
Koja pudo ver que el Khahan se encontraba de muy buen humor. Esperó que sirvieran el té y el cumis antes de hablar, como era correcto. Por fin, después de probar un sorbo de té, inició la conversación.
—El té es excelente, Yamun —dijo.
—¿Se han rendido los khazaris,
anda
? —preguntó Yamun, sin hacer caso del cumplido.
—Han aceptado todos vuestros términos, incluida la entrega del
dong chang
y los embajadores shous. Sólo tienen una pregunta que formular —respondió Koja, precavido—. Los enviados desean saber quién gobernará Manass después de la rendición. ¿El príncipe Ogandi continuará al mando?
—He considerado tus palabras acerca de gobernar el país, sacerdote —manifestó Yamun, después de celebrar con un aplauso la respuesta—. He decidido que Jad gobierne Khazari. Él se ocupará de que respeten la paz. Además, es mi hijo. Debe gobernar.
—Es una sabia elección, Yamun. —Koja no ocultó su satisfacción. Al parecer, sus opiniones tenían algún efecto en la política del Khahan.
Los dos bebieron cumis y té durante unos minutos, antes de que Koja reanudara la conversación.
—Yamun, ¿qué sabéis de Shou Lung? —inquirió el lama.
—Muchas cosas,
anda
. No creerás que soy un ignorante, ¿verdad? —Yamun llenó su taza de cumis sin dejar de vigilar la reacción de Koja—. Shou Lung tiene un emperador, y es un gran país con tanta riqueza, tanta, que su emperador me envía regalos de gran valor y princesas de su propia sangre.
—Pero ¿qué sabéis de su ejército, de sus defensas, de su tierra? —insistió Koja—. ¿Sabéis en realidad lo grande que es Shou Lung?
—Su ejército está compuesto en su mayor parte por soldados de infantería. Llevan máquinas que disparan flechas...
—Ballestas —explicó Koja.
—Sus soldados son lentos y no pueden competir con los jinetes. Tienen unos cuantos escuadrones, pero la caballería shou nunca ha sido gran cosa. Incluso en los tiempos de mi padre, los shous cruzaban sus fronteras para castigarnos por nuestras incursiones, pero nunca tuvieron mucha suerte. Por lo tanto, para protegerse levantaron una pared alrededor de su tierra. Estas cosas las saben todos los kanes. —Yamun explicó todo esto sin darle mucha importancia, como si no tuviese nada que ver con él.
—Yamun, los shous son un pueblo numeroso, con guerreros que superan muchas veces todas las tropas reunidas de los tuiganos. Tienen ciudades mucho más grandes que Manass.
—Las ciudades son una trampa para los soldados, fáciles de capturar —replicó Yamun, desperezándose.
—Pero está la Muralla del Dragón —le recordó Koja.
—Ah, sí, la pared que edificaron alrededor de sus tierras —comentó Yamun.
—No todas sus tierras, gran señor —lo corrigió Koja—. Únicamente la frontera con lo que ellos llaman la Llanura de los Caballos; vuestras tierras, la estepa.
—Entonces, tienen miedo de nosotros. —La respuesta mostró una vez más la confianza de Yamun.
—¿Sabéis lo larga que es la Muralla del Dragón? —preguntó el sacerdote, exasperado—. Se extiende a lo largo de centenares, miles de kilómetros. —El Khahan no se dejó impresionar.
»Hay un relato que habla de su construcción —añadió Koja. Quizá si el Khahan sabía cómo habían edificado la muralla, comprendería el poder de Shou Lung.
—¿Así que ahora también sabes narrar historias? —dijo el Khahan, indulgente. Se sirvió otra taza de cumis—. De acuerdo. Cuéntame la historia.
Koja soltó un suspiro, consciente de que no sería fácil convencer a Yamun. De todos modos, se acomodó mejor e inició su relato.
—La Muralla del Dragón es muy antigua —dijo—, pero no ha estado allí desde siempre. Cuentan que, hace mucho tiempo, los guerreros provenientes de la Llanura de los Caballos podían entrar a su antojo en las tierras de Shou Lung. En aquel entonces, el ejército shou no podía detener a los jinetes. Cada año, los asaltantes se llevaban muchos caballos y ganado. —Koja hizo una pausa para beber un sorbo de té.
»En aquellos años, un emperador muy sabio gobernaba Shou Lung. Al ver lo que hacían los jinetes, y que su ejército no podía detenerlos, buscó a su consejero, un hechicero muy poderoso, y le preguntó: «¿Cómo puedo detener a los jinetes?».
Yamun bostezó y le hizo una seña al lama para que abreviara la historia. Koja habló más deprisa.
—El hechicero le habló al emperador de un dragón kan que vivía en las profundidades del océano, un lago tan grande que no se alcanza a ver la otra orilla. El hechicero dijo: «Engaña al dragón para que salga del océano y dile que vaya hacia el oeste. Allí me encontraré con él, y detendremos a los invasores».
—Hechiceros —gruñó Yamun—. ¿Qué debo aprender de esta historia,
anda
?
—Por favor, señor Yamun, dejadme acabar —rogó Koja, y reanudó el relato—. Así que el emperador cogió un bote y remó hasta el centro del océano. Metió un palo en el agua y lo agitó hasta remover el barro del fondo. Entonces, el dragón kan salió del agua.
»«¿Quién me molesta?», gritó el dragón. —Koja se resistió a dar al dragón una voz de trueno, aunque imaginaba que así era la voz de la criatura.
»El emperador señaló hacia el oeste. «El que te molestó corre hacia el oeste, a una tierra donde no hay océano. Si te das prisa, podrás atraparlo.» El dragón remontó el vuelo y se lanzó a perseguir al ofensor. —Koja descansó por un segundo.
—Una historia muy bonita,
anda
, pero ¿qué significa? —preguntó Yamun, impaciente.
—El dragón voló hasta la frontera con la Llanura de los Caballos. Allí vio al hechicero, de pie en la cima de una montaña. «¿Eres el hombre que perturbó mi paz?», le gritó.
»El mago no respondió. En cambio, pronunció una palabra, y el dragón cayó del cielo. Sus inmensos anillos se estrellaron contra las montañas de la tierra, a lo largo de centenares de kilómetros. La tierra se sacudió, y el cuerpo de la criatura se convirtió en los ladrillos y la piedra de la Muralla del Dragón. Todo gracias al poder de una sola palabra de un hechicero y, desde entonces, nadie ha podido atravesar la muralla. —Koja esperó a ver la reacción de Yamun.
El Khahan abandonó su asiento y se desperezó. Miró al cielo. En la distancia, las montañas mostraban un color azul gris apagado coronadas por las cumbres cubiertas de nieve. Unas pocas nubes de tormenta rozaban el horizonte. Yamun se volvió hacia Koja.
—Afirmas que la Muralla del Dragón es más poderosa que yo —dijo con voz firme—. Te olvidas de que soy el gran kan. Puedo permanecer en el corazón del rayo de Teylas y no quemarme. Destrozaré la Muralla del Dragón. Es la voluntad de Teylas.