Los señores de la estepa (43 page)

—Todo está preparado, señor Yamun —informó un kan.

—Bien. Adelante, Koja.

El sacerdote tragó saliva, nervioso, y asintió. Tocó suavemente a su caballo con la fusta, y cabalgó por delante del ejército. Los prisioneros, vigilados por los guardias, lo siguieron con el centenar de caballos. Lentamente, el lama cabalgó a través de la llanura, cada vez más cerca de la imponente muralla. Sin amilanarse, entró en la zona devastada que había sido escenario del ataque de Goyuk. Los hechiceros de Bayalun habían hecho un trabajo soberbio en la remoción de escombros, y su magia había abierto brechas anchas como avenidas entre las montañas de tierra y piedras, aunque aún se podían ver los cadáveres de hombres y caballos dispersos por todas partes.

El sacerdote se detuvo cuando llegó lo más cerca que se atrevía de la muralla. Pudo ver a los arqueros shous que buscaban sus blancos entre la procesión de los tuiganos. Sólo la presencia de los prisioneros evitó el disparo de las flechas. Koja agachó la cabeza, inspiró con fuerza, y después miró la pared. Se sentía tranquilo. Su preocupación por no fracasar le hacía olvidar el miedo.

—¡Espíritu de la Muralla del Dragón, escúchame! —gritó—. Yamun Khahan, Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, te ofrece un sacrificio de sangre. Acéptalo y vete en libertad y paz. —Tras este anuncio, Koja musitó una plegaria a Furo para que perdonara lo que iba a hacer. El lama dio la señal en cuanto acabó la oración.

Cuchillo en mano, los cien guardias degollaron a las cien yeguas. Los relinchos de agonía de las bestias resonaron en los oídos de Koja. Su propio caballo se encabritó, espantado, y lo forzó a abrir los ojos. Apenas si podía dominar a su montura. A su alrededor, las yeguas, con el pecho cubierto de sangre, caían de rodillas o se alzaban en dos patas en un último intento por matar a sus asesinos. En cuestión de minutos, todas habían muerto.

Koja sintió vértigo. Escuchó un rugido. Al principio, el lama pensó que era el grito de guerra de los doscientos mil hombres formados a sus espaldas. Entonces, de pronto, la tierra se estremeció. Las ondas sonoras ganaron en intensidad, y el caballo del lama corcoveó con tanta fuerza que Koja voló por los aires. Por todas partes, los guardias hacían lo imposible por dominar a sus animales.

Sin tardanza, el lama se puso en pie y miró en dirección a la Muralla del Dragón. El espectáculo que vio superaba todo lo imaginable. El muro se ondulaba, arrancando sus cimientos. Los ladrillos de la superficie se desprendían por secciones enteras, y los guardias apostados en las almenas se veían lanzados al aire como peleles. La torre de guardia más cercana dio un salto, antes de desplomarse convertida en una montaña de escombros. Koja miró hacia las puertas. Las enormes hojas de madera chocaban entre sí, al tiempo que se sacudían las atalayas. Se escuchó un estampido seco cuando se partió el arco entre las dos torres, y una lluvia de piedras cayó sobre las tropas shous ubicadas detrás de las puertas.

Koja, sorprendido y aterrorizado, corrió en busca de la seguridad del estandarte del Khahan. Los guardias también galopaban hacia la línea tuigana. La tierra volvió a sacudirse, y Koja cayó de bruces. Con los ojos irritados por el polvo y el sudor, se levantó para proseguir su avance. De improviso, una mano se deslizó por debajo de su brazo y le ciñó el pecho. Con un tirón, el sacerdote se vio alzado del suelo y colocado en la grupa de una yegua al galope.

—Sujétate fuerte, pequeño lama —le recomendó su salvador. El kashik torció la cabeza para sonreír al sacerdote.

Sin aliento, Koja abrazó la cintura del hombre. A sus espaldas, todavía podía escuchar el estruendo de la mampostería destrozada.

—¿Qué ocurre, sacerdote? —gritó el jinete, por encima del hombro—. ¿Qué has hecho?

—Más de lo que pensaba —contestó Koja a todo pulmón. El guardia sofrenó su caballo delante mismo del estandarte del Khahan. El lama se dejó caer al suelo, y el jinete, sin perder ni un segundo, hizo dar media vuelta al animal y partió a todo galope para ocupar su posición en la línea de combate.

—¡No podemos luchar en medio de toda esta locura! —vociferó Yamun para hacerse oír en medio del estruendo—. ¡Daremos la señal de ataque cuando la pared deje de moverse! —El Khahan saltó de la montura para acercarse a la carrera al lugar donde yacía el lama.

—¡Mirad! —exclamó Koja, con la mirada puesta en la Muralla del Dragón.

Una enorme zarpa surgió de la tierra, junto a los cimientos de la fortificación, y luego otra. La pared se rajó y grandes trozos de mampostería volaron por el aire, para dejar al descubierto un lomo cubierto de escamas y púas, que se arqueaba hacia arriba con una fuerza descomunal. Las escamas mostraban tonalidades azules y marrones a lo largo de la piel del reptil. Muy lejos, por la derecha, más allá del portón, el muro reventó, y una lluvia de ladrillos y rocas regó la llanura. Los hombres cayeron de las almenas con los cuerpos destrozados. Una cola rematada en un tridente apareció entre los escombros. Las nubes de polvo comenzaron a cubrir el campo, impulsadas por las corrientes de aire que creaban las secciones de la pared en su caída.

El entrechocar de las piedras y los débiles gritos de hombres y caballos se fundieron con la aparición de un nuevo sonido, un aullido de una potencia descomunal. Tenía parte de rugido animal, y también parte de grito humano. Koja se preguntó si ésta sería la verdadera voz del espíritu del dragón.

De pronto, la enorme puerta se estremeció. El crujido de la madera fue como un alarido cuando las hojas se doblaron y retorcieron. Se escuchó el estallido seco de las trancas al partirse, y las hojas se abrieron con tanta violencia que arrancaron el marco. Las atalayas de piedra se sacudieron como hojas al viento. La gigantesca entrada de la Muralla del Dragón estaba destrozada.

—¡Señalero! ¡Preparado! —gritó Yamun, en medio del estrépito—. ¡Ha llegado la hora de avanzar! —El Khahan corrió hacia su caballo y montó.

Koja también buscó un caballo. Por encima del hombro, echó una mirada hacia la muralla. Allí, en el portón en ruinas, el lama vio un par de ojos que resplandecían con un fuego azul, rodeados por el caparazón decorado de un gigantesco dragón. Eran los mismos ojos que había visto la noche anterior.

La visión duró sólo un segundo. Impulsada por un viento súbito, una columna de polvo se elevó en el aire como un torbellino, que desplazó las atalayas como si fuesen de paja. Las enormes torres se partieron en mil pedazos, y, en la caída, acabaron por derrumbar lo que quedaba de muro a ambos lados del portón. Los estandartes de Shou que habían ondeado en lo más alto de las atalayas volaron arrastrados por el viento. Koja observó, aturdido, cómo la columna de polvo se convertía en la forma sinuosa de un majestuoso dragón. Después, todo quedó oculto por la nube de polvo y arena que se abatió sobre la línea tuigana.

La tempestad desapareció en cuestión de minutos. Incluso antes de que se disipara el polvo, se apagó el estrépito de los derrumbamientos. Después del caos, una extraña calma se extendió por el campo. Sin dejar de toser, y con los ojos llenos de lágrimas por culpa de la arena, Koja se esforzó por dominar a su caballo.

—¡Funcionó, sacerdote! ¡Mejor de lo que habías prometido! —gritó Yamun. Koja se volvió para mirar hacia donde señalaba el Khahan.

Delante, donde había estado la Muralla del Dragón, con su inmensa puerta y sus imponentes torres, aparecía un enorme boquete. Las atalayas se habían derrumbado, y el portón había saltado convertido en astillas. Las torres habían caído hacia los costados sin obstaculizar el paso. En otros puntos, a izquierda y derecha, también había numerosas brechas.

Yamun comenzó a dar órdenes mientras indicaba los diversos boquetes a lo largo de la muralla.

—Señalero, mensaje para Chanar. Tiene que llevar a los kashiks por el centro. ¡Dirigirá el ataque! ¡Deprisa, deprisa, antes de que puedan recuperarse! —les gritó a los kanes que lo rodeaban, para que se pusieran en marcha.

De pronto, Koja comprendió que se encontraba en medio de la marcha de doscientos mil guerreros. Rápidamente intentó llevar a su caballo hacia un lado, pero no había manera de escapar. Tenía dos opciones: sumarse a la carga, o correr el riesgo de morir aplastado.

—¡Señal para los kanes! ¡Que se preparen! —ordenó Yamun. El estandarte de colas de yac blancas se inclinó para transmitir la señal que todos esperaban. A medida que las banderolas repetían el mensaje a través de todo el ejército, los hombres de cada
tumen
lanzaron su grito de guerra. Una vez más, el aire resonó con la voz de la destrucción.

—¡Al ataque! —gritó el Khahan a los tambores.

Redoblaron los tambores de guerra para transmitir a los kashiks la orden de avance. Por un momento, Chanar retuvo a su caballo, como si no quisiese cargar. Pero los kashiks comenzaron el avance sin esperarlo. Por fin, el general se irguió en la montura y fustigó a su caballo, que se lanzó al galope escoltado por los ocho mil kashiks. Antes de que los primeros jinetes llegaran a la pared destruida, Yamun dio orden de avanzar a los otros
tumens
, y después avanzó él también.

Yamun cargó a todo galope, rodeado por sus kanes. Koja cabalgaba entre ellos, arrastrado por la marea incontenible de los guerreros.

En un momento, los tuiganos llegaron a la puerta derrumbada; al siguiente, atravesaron la brecha. La guarnición shou que había vigilado las almenas y ocupado las torres hasta hacía muy poco estaba prácticamente arrasada. El cataclismo había acabado con oficiales y soldados. Los supervivientes se habían alejado de la fortificación, y muchos intentaban reagruparse, pero la mayoría sólo pensaba en escapar del terrible enemigo que avanzaba a través de las brechas. Con un aullido de triunfo, los jinetes tuiganos se lanzaron a la persecución. Habían ganado la gran batalla de la Muralla del Dragón antes de que pudiese comenzar.

Epílogo

Koja bebía una taza de té preparada al estilo shou. Sentado en su trono, Yamun tomaba la desagradable infusión salada que tanto gustaba a los tuiganos. Delante del caudillo se extendía un mapa de la provincia de Mai Yuan, que habían encontrado entre las ruinas de la atalaya. El lama había señalado con flechas rojas el avance de los exploradores de Yamun. Se desplegaban en un abanico a partir de un mismo punto en la frontera de Shou Lung para internarse como dedos por el interior del territorio. Los exploradores habían cabalgado durante muchos días, algunos ocupados en perseguir al enemigo, y otros vigilando los movimientos de las pequeñas guarniciones. El alcance del éxito tuigano había resultado toda una sorpresa para el Khahan, y Koja sospechaba que también lo había sido para el emperador shou.

—Yamun —preguntó Koja, mientras soplaba el vapor que se elevaba de la taza—, ¿qué haréis ahora? ¿Continuar la invasión?

—Primero, tenemos que esperar a Hubadai y a sus hombres —respondió Yamun, en cuanto acabó de tomar su té—. Después, hay que engordar a los caballos. Cuando todo esté listo, conquistaré Shou Lung.

El sacerdote no dudaba de la decisión del Khahan. Hasta ahora, Yamun había hecho mucho más de lo que él creía posible.

—Shou Lung es inmenso, Khahan —comentó—. No tenéis hombres suficientes para gobernar toda esta tierra.

—Antes de preocuparme por gobernar, debo conquistarla —señaló Yamun—. Además, tengo hombres como tú para administrar mi imperio. —El Khahan enrolló el mapa—. Ahora tengo otros asuntos que atender. —Dejó la taza y llamó al escudero que se encontraba junto a la puerta—. Que entren los prisioneros.

El hombre salió deprisa. Se escucharon unas cuantas órdenes ahogadas, y la puerta se abrió. Sechen, convertido en kan, entró en la yurta acompañado por varios kashiks, y los guardias ocuparon sus puestos junto a la pared. Inmediatamente después, aparecieron Chanar y Bayalun. El general todavía llevaba las mismas ropas que había vestido durante la batalla, varios días atrás. Se veían sucias, manchadas de sangre y rasgadas. Bayalun vestía una túnica sencilla marrón y amarilla. Las mangas largas ocultaban las ligaduras de sus muñecas. Por recomendación de Koja, mantenían atadas las manos de la khadun para evitar que ejecutara algún hechizo. El sacerdote no había considerado necesario amordazarla. Los conspiradores avanzaron a paso lento, de mala gana. Resultaba obvio que temían el resultado de esta audiencia.

Los guardias guiaron a la pareja hasta el centro de la tienda y, de un empujón, los pusieron de rodillas. Chanar mantuvo la mirada fija en el suelo; en cambio, la segunda emperatriz dirigió a su hijastro una mirada venenosa.

Yamun dejó su trono y dio una vuelta alrededor de los prisioneros. Por fin, se dirigió a ellos con un tono solemne.

—Habéis sido encontrados culpables de traición contra vuestro Khahan —anunció—. Ahora, debo dictar sentencia. —Al escuchar estas palabras, Chanar alzó la cabeza, dispuesto a aceptar con valentía la pena que le impondría Yamun.

»De acuerdo con la ley —añadió el Khahan—, tendríais que ser llevados al monte y estrangulados. Esta pena satisfaría los viejos códigos de nuestro pueblo. —Hizo una pausa, y dejó que los prisioneros pensaran en su destino.

»Por esta vez no se aplicará dicha sentencia —prosiguió Yamun con un suspiro. Se acercó a la mesa del escriba y le señaló al hombre que tomara nota de sus palabras—. General Chanar, no he olvidado las batallas en las que combatiste a mi lado cuando todos los demás estaban dispuestos a escapar. Mi
anda
, una vez juré que perdonaría tus crímenes aunque fuesen nueve veces nueve. Ahora lo cumplo. Te dejo vivir. Pero nunca más tendrás el mando de los
tumens
de los tuiganos. A partir de ahora, dirigirás un
minghan
de exploradores, y te está prohibido aparecer ante mi vista. —La expresión en el rostro del general dejó bien claro que consideraba este destino como algo peor que la muerte.

Yamun miró al escriba que se afanaba por anotar su sentencia.

—Un
jagun
se encargará de la guardia de Chanar. Si ocurre cualquier nuevo intento de traición, Chanar será ejecutado en el acto. —El Khahan se volvió al que había sido su amigo—. Quizá consigas recuperar el mando de tropas alguna vez, pero no se te ocurra volver a cruzarte en mi camino.

En cuanto el escriba acabó, el Khahan se volvió hacia su madrastra y la observó con el entrecejo fruncido.

—Bayalun Khadun —dijo—, eres culpable de muchas infamias y mereces una muerte lenta y dolorosa. —La mujer se puso rígida—. Sin embargo, no tengo ninguna garantía de que la muerte pueda acabar con tus conspiraciones. Tus poderes de hechicera podrían atacar desde la ultratumba. Por consejo de mi
anda
, te retirarás de la vida mundana y renunciarás a tu título de khadun. Tus guardias serán desbandados. Pasarás el resto de tus días en las tierras de Quaraband, donde la magia no funciona. Sechen Kan será tu carcelero. ¿Tienes alguna objeción, Madre?

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