Los señores de la estepa (26 page)

»¿Cuánto tiempo puedo estar muerto? —preguntó el Khahan de improviso.

—¿Qué? —exclamó Jad.

—Quiero que todo el mundo crea que estoy muerto. ¿Durante cuánto tiempo podrías mantener unido al ejército? —Yamun miró a Jad, que tardó unos momentos en responder.

—Sin ti, dos, tal vez tres días. Ya corren rumores —dijo Jad.

—Yo diría que cuatro o cinco días. Son buenos hombres. Escucharán al príncipe —lo contradijo Goyuk.

—Jad, mantenlos unidos todo el tiempo que sea necesario. Nadie debe saber lo que me pasa —ordenó Yamun, con toda la fuerza de voluntad de que fue capaz.

—¿Por qué? —inquirió Koja—. ¿No queréis tranquilizar a vuestros hombres?

—Alguien..., Bayalun, el emperador shou o algún otro, desea mi muerte. Sin duda, tienen más planes. Si estoy muerto se descubrirán por sus acciones —le explicó Yamun como quien habla con un niño. Un ataque de tos interrumpió su discurso. Jad y Goyuk miraron en otra dirección, para disimular cortésmente la debilidad del Khahan, mientras Koja ayudaba a Yamun a sentarse para que pudiera toser sin ahogarse.

—Necesitáis descansar —afirmó. Yamun, casi sin respiración, intentó apartar al sacerdote, pero Koja se negó a volver a su asiento y subió las mantas para tapar los hombros del Khahan—. Tenéis que descansar ahora, a menos que deseéis morir. —Yamun sufrió otro violento ataque de tos.

—Está bien —jadeó—. Volved a vuestras tiendas. Jad, depende de ti. Escucha a Goyuk y al sacerdote. Ahora, dejadme. —Se reclinó en los cojines y respiró fatigado por los accesos de tos.

Jad y Goyuk se miraron preocupados, y después saludaron con una profunda reverencia. En silencio, abandonaron sus asientos. Koja cogió una manta de la pila que había al pie de la cama de Yamun y se envolvió con ella. Se acurrucó en el suelo junto al Ilustre Emperador de Todos los Pueblos, y trató de acomodarse lo mejor posible. Esa noche dormiría en la yurta de Yamun para cuidar a su paciente, a su
anda
.

10
La voz de los muertos

El único resplandor visible en la oscuridad procedía de un trozo de cristal, colocado en un trípode de hierro forjado. Las patas cortas del soporte acababan en cabezas de carnero finamente cinceladas y recubiertas de oro. Pequeñas gemas rojas decoraban los cuernos retorcidos que se fundían en el hierro.

El cristal reflejaba débilmente los colores cálidos de la luz solar. Chanar lo contempló, maravillado. Mirar la gema era como espiar una mañana soleada a través de un agujero diminuto en la pared de una tienda. El calor y la luz bailaban delante de sus ojos, justo fuera de su alcance. Cuando la observó con más atención, pudo ver las formas que se agitaban y desaparecían en sus profundidades. Se preguntó qué veía Bayalun, sentada al otro lado del trípode, mientras se inclinaba sobre el globo.

La segunda emperatriz entonó un cántico, con la nariz prácticamente apoyada contra el cristal y las manos acunando la base del trípode.

Chanar hizo un pequeño gesto de incomodidad. Tenía las piernas entumecidas, pero no quería moverse por temor a molestar a Bayalun. La mujer llevaba media hora en la misma postura, ocupada en repetir la misma salmodia una y otra vez. A Chanar le hubiese gustado saber cómo se las arreglaba. El canto era hipnótico. En un primer momento, pensó que eran palabras tuiganas, muy mal pronunciadas, y tardó unos minutos en descubrir que se equivocaba. Los vocablos pertenecían a una lengua que Chanar nunca había escuchado. Después de media hora de escucharlas, ya no cabían más dudas.

De pronto, Madre Bayalun acabó la salmodia con un bufido de cansancio. Se sentó bien erguida, arqueó la espalda para relajar los músculos, y se frotó las sienes con la yema de los dedos. El cristal mantenía su resplandor.

—Mirad —le ordenó a Chanar, apoyando suavemente un dedo contra la piedra. El resplandor osciló por un segundo y luego se extendió para abarcar todo el espacio entre ellos. Bayalun separó las manos, y la luz aumentó.

Una escena apareció en el interior de la luz. Era una yurta iluminada por el brillante sol de la mañana. Los guardias permanecían atentos en todo el perímetro. Un estandarte plantado junto a la puerta ondeaba con la brisa.

—¡Es la yurta de Yamun! —exclamó Chanar.

—General Chanar, sois realmente encantador —dijo Madre Bayalun, sin poder contener la carcajada—. Sí, es la tienda del Khahan. —Se puso en pie, con la ayuda de su bastón, y caminó envarada para ponerse a su lado—. Mirad —repitió.

—Allí está el viejo Goyuk... y Jad —susurró Chanar, señalando la escena.

—No es necesario hablar en voz baja —graznó Bayalun. Se interrumpió para aclarar la garganta con un carraspeo—. No pueden oírnos.

Chanar asintió con la mirada atenta a la figura mágica, y dio un paso atrás para dar más espacio a la escena. El general no estaba dispuesto a permitir que la luz tocara su cuerpo.

—¡Atención! —siseó Bayalun—. ¡Mirad el estandarte! ¡Es tal cual dijeron! —Señaló el mástil colocado delante de la yurta. Sacudidas por una brisa que no podían sentir, había nueve colas de yac negras.

—La señal de muerte —dijo Chanar en voz baja. Contempló por un momento las colas al viento—. ¿Yamun está muerto? —Se volvió hacia Madre Bayalun, incapaz de creer lo que veía.

—Desde luego —afirmó la segunda emperatriz, convencida—. De no ser así, ¿por qué levantarían la señal de muerte?

Chanar reprimió su deseo de reprochar a Bayalun la frialdad de sus palabras. Los muertos merecían respeto.

—Quiero ver el cuerpo de Yamun —exigió de improviso. Su túnica de seda verde resplandeció a la luz del cristal.

La hechicera sacudió la cabeza. La capucha cayó sobre sus hombros, y su abundante cabellera negra con algunas hebras plateadas colgó libremente.

—Es imposible. Hay unos hechizos protectores instalados en la yurta real por Burekai, mi marido. El cristal no puede ver en el interior.

—Entonces, ¿cómo sabes que está muerto? —replicó Chanar, dirigiendo una mirada llena de sospecha a la imagen.

—Porque es lo más lógico. No habrían izado el estandarte si no estuviese muerto. —El rostro de Bayalun reflejó su total convicción.

El general consideró su razonamiento, mientras tironeaba de sus nudillos, abstraído. Al cabo decidió darlo por válido.

—¿Por qué no mantienen su muerte en secreto? —preguntó—. Sin el Khahan, el ejército no tardará en desmembrarse.

—Los hombres ya deben saberlo —explicó Bayalun, mientras rodeaba el globo luminoso—. En caso contrario, tendríais razón: Goyuk y Jad habrían mantenido el secreto.

—Corresponde a la manera de actuar de Goyuk —comentó Chanar, más tranquilo—. Guardaría el secreto hasta conseguir que Jad tuviese el control efectivo de los kanes.

—Desde luego —opinó Bayalun, desde el otro lado de la imagen—, nos ocuparemos de echar por tierra cualquier plan de Goyuk.

Chanar sonrió cruelmente y después miró la escena, absorto en sus pensamientos. Las figuras iban y venían: Jad, Goyuk, Sechen y Koja. Cuando el lama calvo salió de la yurta real, Chanar lanzó un escupitajo, disgustado.

—Aquél morirá —gruñó, apuntando con un dedo al sacerdote.

—Como queráis —repuso Bayalun. En realidad, no tenía la intención de entregar el lama a Chanar para que éste vengase su orgullo, pues el sacerdote podía resultarle útil. Después de todo, era un emisario de los khazaris, y un medio para llegar al templo de la Montaña Roja. Mantendría vivo a Koja, aunque sólo fuese como una prueba de su poder. No obstante, no era ése el mejor momento para revelar sus planes.

»Antes de que podáis ejecutar a nadie, Chanar, primero debéis ser Khahan. Es algo que todavía está pendiente —le recordó Bayalun.

—Bien. Y ahora, ¿qué? —inquirió Chanar, irritado.

—Primero, debemos esperar mientras el ejército protesta y se inquieta. Aquellos dos no podrán mantenerlo reunido durante mucho tiempo. —Bayalun señaló hacia la tienda del Khahan. Goyuk y Jad estaban delante de la puerta—. Entonces, os presentaréis para poner orden.

—¿Qué pasará si Jad consigue mantener unido el ejército? Al fin y al cabo, es el hijo de Yamun —replicó Chanar mientras se acercaba a Bayalun.

—En ese caso, también nos ocuparemos de él. En el ejército hay kanes que os escucharán. Sólo hace falta una palabra aquí y otra allá para mantenerlos insatisfechos. —Sonrió muy animada—. Con mi magia, podríais aparecer en sus sueños.

Chanar frunció el entrecejo ante la sugerencia. «Ésta —pensó— no es la manera correcta para convertirse en gran kan: utilizar las artes de la magia negra para trastornar la mente de los guerreros.»

—¿Por qué no puedo ir allí y hablar por mí mismo?

—No tengáis tanta prisa. Dejad que el joven príncipe tropiece y se caiga. —Bayalun penetró en la imagen; Koja y los demás se movieron como fantasmas a su alrededor. Se inclinó muy despacio apoyada en su bastón. Con uno de sus largos y afilados dedos golpeó el cristal, y murmuró una palabra. La imagen se esfumó.

—Encended una luz —ordenó. Mientras Chanar soplaba las ascuas de un bol metálico para avivarlas, Bayalun recogió el cristal suavemente y lo guardó en una bolsa de cuero—. General, debéis estar preparado para partir al primer aviso. Es esencial llegar en el momento exacto. Demasiado pronto, y los kanes sospecharán de vos. Demasiado tarde, y Jad ya habrá conseguido la lealtad de los
ordus
. En cualquiera de los dos casos perderíais vuestra oportunidad. —Apartó la mirada de su trabajo y observó con mucha atención al general—. Los hombres aceptarán vuestras órdenes, ¿verdad?

—Me quieren —contestó Chanar—. Confían en mí.

—Espero que no estéis en un error. —La khadun atravesó la tienda y desató la soga que cerraba la puerta, para indicar al general que debía marcharse. El hombre la saludó con una corta reverencia y abandonó la yurta.

En cuanto salió Chanar, Bayalun cerró la puerta y se arrodilló junto al brasero. Tras comprobar otra vez que estaba a solas, susurró unas cuantas palabras místicas y desparramó un puñado de incienso sobre las brasas. El polvo ardió deprisa, y de las brasas se levantó una masa de humo blanco. La nube se retorció de mil maneras distintas y después, poco a poco, se transformó en un rostro, un hombre de facciones shous, bien parecido y de ojos oscuros.

—Salud a la khadun del pueblo tuigano —dijo el rostro con una voz hueca y silbante. Las palabras fueron pronunciadas en un tuigano perfecto, aunque con un claro acento shou.

—Salud al ministro de Estado —repuso Bayalun—. Que vive para siempre.

El rostro sonrió, y el humo surgió por la comisura de sus labios.

—¿Todo va bien? —preguntó. Cada palabra fue acompañada por una voluta de humo.

—El Khahan ha sido abatido —manifestó Bayalun, exultante—. Ocurrió durante una batalla. Muy pronto habrá un nuevo Khahan. —La mujer golpeó el suelo con la contera de su bastón.

—¿Alguien sospecha de nuestra intervención? —inquirió el rostro con voz moderada.

—No hay motivos de preocupación, mandarín. Nadie sabe que vuestro imperio envió a un asesino —contestó Bayalun, con un poco de sorna ante las precauciones del mandarín.

—Es muy triste para vuestro pueblo —afirmó el rostro de humo, sin hacer caso de la burla—. Sin ninguna duda, aquel que lo suceda podrá igualar la ilustre gloria de Yamun Khahan. El nuevo Khahan necesitará muchos consejeros y hombres sabios para que lo ayuden en estos tiempos difíciles. —El rostro perdía consistencia a medida que brotaba humo por la nariz y las orejas.

—Y, desde luego, Shou Lung se encargará de ofrecerlos —comentó Bayalun—. De todos modos, no olvidéis que el nuevo Khahan también necesitará vecinos amistosos, dispuestos a dar muestras de su buena voluntad.

—Ya hemos decidido los regalos que se enviarán, khadun —afirmó el ministro en tono severo—. ¿Acaso intentáis renegociar? Mucha de vuestra gente se enfadaría si supiese lo que habéis hecho.

—Quizá no sea así, y, en cambio, culpen a Shou Lung —replicó Bayalun, con el rostro un tanto enrojecido—. Un Khahan, cualquier Khahan es peligroso para vosotros si lo siguen todas las tribus.

—Es verdad. Por lo visto, nos entendemos a la perfección —dijo el rostro, con voz muy débil—. Ha llegado el momento... —Las últimas palabras se perdieron en el silencio, y el rostro volvió a ser una masa de humo informe.

Bayalun se puso en pie y pasó el bastón entre el humo para disiparlo. No era necesario, pero le produjo una gran satisfacción. Con una cojera acentuada por el ataque de artritis, cruzó la tienda una vez más para abrir la puerta y dejar entrar el aire fresco de la mañana. Un rayo de sol iluminó el interior. Sin otra cosa que hacer, más que esperar, se sentó al sol y descansó.

«Hoy ha sido un buen día», pensó. Todo parecía funcionar según sus planes. Sólo había un pequeño detalle: no había recibido los informes de su hechicero ni de
hu hsien
. Afrasib tenía órdenes estrictas de mantenerla informada, y no era habitual que olvidara sus directivas. Siempre se mostraba muy diligente y atento.

De todos modos, la falta de Afrasib resultaba un problema menor. Debía suponer que el brujo no había tenido ocasión para practicar sus hechizos. Además, se había conseguido el objetivo principal: Yamun, su hijastro, estaba muerto. Ahora, la segunda emperatriz debía poner a Chanar en el trono antes de que cualquier rival pudiese desafiarlos. Una vez que Chanar fuese designado Khahan, ella gobernaría a los tuiganos por su intermedio.

En la tienda de Yamun, los tres conspiradores, Koja, Jad y Goyuk, permanecían junto al lecho del Khahan. El caudillo apenas si podía mantenerse despierto. Su rostro tenía un tinte grisáceo mezclado con un poco de azul. Le costaba mucho respirar, y el sudor corría por la tonsura. No llevaba las trenzas habituales, y sus rojizos cabellos salpicados de canas se extendían sobre la almohada bordada. De vez en cuando, hacía un esfuerzo y abría los párpados.

Jad apartó al sacerdote para que Yamun no pudiese escuchar sus palabras.

—Has dicho que mejoraría —susurró el príncipe. Había una nota de amenaza en la voz de Jad, quizás alimentada por su desesperación.

—Ha conseguido pasar la noche, mi señor Jaradan —contestó Koja, nervioso—. Y es un paso muy importante.

—Entonces, ¿por qué no mejora? —insistió Jad. Llevado por su impaciencia, empujó al lama contra la pared de la tienda.

—No..., no lo sé —protestó Koja débilmente, reprimiendo el temblor que se apoderaba de su cuerpo, producto del miedo y la fatiga. En los dos últimos días sólo había dormido un par de horas. A juzgar por el aspecto del príncipe, los ojos hundidos y el rostro macilento, Jad no había descansado mucho más.

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