Los señores de la estepa (6 page)

Koja se sobresaltó al comprender que había cometido la torpeza de observar directamente a la segunda emperatriz, y volvió su mirada hacia las otras personas presentes en la yurta. Los hombres estaban sentados a la izquierda, y las mujeres a la derecha. Había tres hombres. Uno de ellos, un poco aparte de los demás, era sin duda el escriba de Bayalun; un hombre mayor, quizás un anciano, encorvado sobre su pequeña mesa. A la izquierda del escriba había otro viejo, ataviado con una túnica amarilla muy descolorida. La prenda aparecía cubierta de caracteres shous. Este personaje dirigió una mirada rápida y atenta a Koja, cuando el sacerdote avanzó para ir a ocupar su sitio.

En su recorrido entre las dos filas, Koja pasó junto al tercer hombre. Sus cabellos colgaban en guedejas grasientas, y tenía los dientes quebrados y podridos. Sus prendas parecían estar hechas de pieles de ratas superpuestas, y la pechera se veía cubierta de ganchos de hierros, barras, placas, eslabones y figuras cosidas. Sobre los muslos sostenía un gran tambor de piel y un palillo curvo. Koja pensó que debía de tratarse de un chamán, que llamaba a los espíritus primitivos para obtener sus poderes.

En el lado derecho de la yurta había diez mujeres. Las dos sentadas en primera fila, de cara a los hombres, parecían importantes. En el extremo de la fila había una vieja, vestida con un abrigo
del
, la prenda de cuero que los tuiganos utilizaban como chaqueta o túnica. Cerca, y un poco más atrás de la anciana, había una mujer más joven con el mismo tipo de vestimenta. Llevaba el tocado de las solteras, un imponente sombrero cónico envuelto en tela roja, sostenido con peinetas de carey y agujas de plata. Unas largas ristras de monedas de plata le caían por debajo de los hombros.

Koja hizo una profunda reverencia mientras permanecía entre las dos hileras de asistentes. Con la cabeza gacha, esperó las palabras de la segunda emperatriz.

—Bienvenido, Koja de los khazaris —lo saludó la dama con un tono cálido y amistoso—. Podéis sentaros. —El lama se sentó, y buscó la posición más cómoda.

—La segunda emperatriz me hace un gran honor, más del que me merezco —manifestó Koja, y Bayalun le dedicó una sonrisa.

—No estoy acostumbrada al título de «segunda emperatriz». Entre mi pueblo se me conoce como Madre Bayalun —le informó la soberana. Después añadió con una sonrisa desabrida—: También me llaman Viuda Bayalun, e incluso Bayalun
la Dura
. Pero prefiero Madre Bayalun, aunque sólo sea porque a través de mí se puede seguir la línea de la estirpe de Hoekun.

—Os ruego perdón por mi ignorancia, pero sólo llevo aquí poco tiempo. ¿Qué es la estirpe de Hoekun? ¿Es lo mismo que los tuiganos, o es algo diferente? —replicó Koja, que esperó con atención la respuesta.

—Una mente despierta. Hacéis preguntas —comentó Madre Bayalun. Inclinando el cuerpo hacia adelante, apoyó la punta de su bastón en la alfombra y estudió el rostro del sacerdote con sus profundos ojos oscuros. Luego, con la punta del bastón, trazó un amplio círculo en la lanilla espesa del fieltro—. Éste es el imperio tuigano. —Su bastón golpeó el círculo.

—¿Los hoekuns son parte de los tuiganos? —preguntó el lama.

Madre Bayalun no hizo caso a su pregunta. Dibujó varios círculos más pequeños en el interior del primero, hasta que ocupó casi todo el espacio.

—Éstas son las gentes del imperio tuigano. Éstos —dijo, marcando con el bastón uno de los círculos—, son los naicanos, conquistados por Burekai, mi marido antes del kan. —Bayalun señaló otros cuatro círculos—. Éstos son los dalatos, los quirishis, los gurs y los commanis. Todos fueron derrotados por el actual kan. Y este círculo —señaló el último, en el centro—, son los tuiganos. Hay muchas familias entre los tuiganos. Están los hoekuns, los basymats, los jamaquas y muchos más. Cada casa lleva el nombre de su fundador. El nuestro fue Hoekun el Astuto, hijo de su madre, el Lobo Azul.

Koja asintió cortésmente, aunque no tenía muy claro si había comprendido bien.

—¿El Lobo Azul? —inquirió.

—Un espíritu sabio. Ella parió a nuestro antepasado en medio del invierno, y fue la madre de nuestra gente. —Bayalun se irguió y movió los hombros—. Los niños de la casa de Hoekun son todos hijos e hijas del Lobo Azul. Esto convierte a los hoekuns en la familia real de todos los tuiganos. Yo soy la mayor de la casa; por lo tanto, recibo el nombre de Eke (o Madre) Bayalun.

—¿Entonces vuestro marido antes de Yamun Khahan también era kan? —observó Koja.

Bayalun frunció el entrecejo, pero un segundo después su rostro recuperó la tranquilidad.

—Burekai era kan del
ordu
hoekun, y nada más. Fue su hijo, Yamun, el escogido para ser el gran kan.

—¿Yamun Khahan fue electo? ¿No nació para convertirse en Khahan? —preguntó Koja, sorprendido. Había dado por supuesto que el título de «gran kan» era hereditario, algo parecido a rey o príncipe.

—Todos los hombres nacen para convertirse en lo que deben ser. Ésta es la voluntad de Teylas, señor del cielo —le explicó Bayalun—. A la muerte de Burekai, Yamun se convirtió en kan de los hoekuns. Fue después, cuando conquistó a los dalatos, que las familias lo nombraron gran príncipe de todos los tuiganos. —Bayalun cruzó los pies y se acomodó en su asiento.

»Pero no os he invitado para responder a todas vuestras preguntas, enviado, aunque lo he hecho con placer. —La mujer le dirigió una sonrisa un tanto burlona, y observó la reacción a su leve reproche.

—Aceptad mis disculpas, segunda emperatriz —respondió Koja con humildad y vergüenza.

—Por favor, llamadme Madre Bayalun —lo regañó la emperatriz. Se acomodó una vez más en los cojines, y colocó el bastón junto a sus pies con mucho cuidado—. Sois un lama de la Montaña Roja, ¿no? —comentó—. ¿Cuáles son vuestras enseñanzas?

—Los lamas de la Montaña Roja vivimos según las palabras del Iluminado, que nos enseñó cómo alcanzar la paz y la renuncia total. Buscamos eliminar nuestras pasiones, para poder comprender las enseñanzas del Iluminado. —Koja hizo una pausa, para ver si había alguna duda. Bayalun lo observó atentamente, pero permaneció en silencio.

»Si bebo té y me gusta el té —continuó Koja—, mi vida estará regida cada día por el deseo de beber té y no conoceré otra cosa. Cada día pensaré en mi taza de té, y me perderé lo que ocurre a mi alrededor. —El sacerdote hizo la mímica de sostener una taza de té—. Únicamente después de perder todo gusto por la vida, podemos experimentar de verdad todo lo que la vida nos ofrece. —Koja intentó no complicar demasiado sus explicaciones, para no confundir a su anfitriona con las complejidades teológicas de la Montaña Roja. A juzgar por el chamán que tenía a su lado, los tuiganos no parecían muy familiarizados con las complejas enseñanzas filosóficas.

—He oído decir que sois seguidores de Furo el Poderoso —intervino Madre Bayalun, entrecerrando los ojos—. ¿No es él el dios del templo de la Montaña Roja? Pero ahora habláis del Iluminado. ¿Acaso seguís las enseñanzas de uno y adoráis a otro?

Koja se rascó la pelusilla del cráneo. La explicación se hacía cada vez más compleja.

—Sabemos a ciencia cierta que Furo el Poderoso es un agente divino del Iluminado —respondió.

—¿O sea que practicáis las enseñanzas del Iluminado, pero rogáis a Furo para que interceda por vosotros?

—Sí, Madre Bayalun —contestó Koja, asombrado por la astucia de sus preguntas.

—«Él es como el viento a nuestro alrededor, que percibimos pero no tocamos, que escuchamos aunque no habla, que se mueve pero permanece, siempre presente, pero eternamente invisible» —recitó Bayalun con los ojos cerrados. Koja la observó atónito, sin saber qué decir.

—Es un trozo del
Yanitsava
, el libro de las enseñanzas —susurró.

—Y os sorprende que lo sepa —rió la emperatriz—. Yo también he dedicado mi vida al estudio de las enseñanzas de los sabios. Éstos han sido mis instructores. —Señaló con un ademán a los hombres sentados a la izquierda—. Éste es Aghul Balai de los tsu—tsus, un pueblo cercano a la frontera de Shou Lung —añadió, presentándole al hombre delgado con las vestimentas místicas—. Durante muchos años, estudió en Shou Lung, para aprender los secretos del Chung Tao, el Camino. —El hombre unió las palmas y saludó a Koja con una leve inclinación.

Durante su permanencia en el templo, Koja había aprendido algo del Chung Tao. Era muy poderoso en el imperio shou, situado muy al este. Se decía que el propio emperador del trono de jade seguía sus enseñanzas. A Koja le habían enseñado que sus preceptos eran erróneos, y había escuchado muchas historias malvadas acerca de sus prácticas. De pronto, vio al místico como un ser siniestro y peligroso.

—Este otro —añadió Bayalun, que señaló al hombre cubierto de pieles— es Fiyango. Por su mediación, podemos hablar con los espíritus de la tierra y con nuestros antepasados, y conseguir muchos buenos consejos. —El chamán, cuya edad Koja no podía calcular, le dedicó una sonrisa desdentada.

»Y ella —concluyó la segunda emperatriz, golpeando el bastón delante de la vieja— es Boryquil, y ésta es su hija, Cimca. Boryquil tiene el don de ver las cosas tal como son, y cómo deberían ser. Conoce las maneras de los
kaman kulda
, los espíritus oscuros que vienen del norte.

—Con mis ojos puedo verlos; con mi nariz puedo olerlos —rió la arpía, que repitió la vieja fórmula ritual. Sus pulmones sufrieron con el esfuerzo. Sus toses sacudieron el collar, que sonó como una castañuela. Koja pudo ver que el collar estaba hecho de trozos de hueso ensartados en un cordón de cuero. Cada hueso tenía una inscripción en tinta roja.

—Como podéis ver, Koja de la Montaña Roja, me he rodeado de gente dotada de grandes conocimientos. Me aconsejan y me instruyen. —Bayalun hizo una pausa y se humedeció los labios—. Aghul anhela convertirme al Chung Tao. Fiyango se preocupa de que pueda olvidar a los espíritus de la tierra, el aire y el agua, mientras Boryquil protege mi tienda de los espíritus malignos. Desde luego —añadió en voz baja—, no es que algún espíritu pueda entrar en este lugar. —La mujer tocó la empuñadura de su bastón.

»Decidme, Koja de los khazaris, ¿habéis venido para enseñarme los secretos de la Montaña Roja?

Koja permaneció en silencio por un instante, mientras pensaba en la respuesta más apropiada.

—Nunca he sido el mejor estudiante de mis maestros, y sólo he aprendido un poco de sus enseñanzas —contestó—. No son más que algunos pocos textos de Furo. En cambio, he viajado con la esperanza de ayudar a otros a través de los servicios del Iluminado. —Koja no mentía; no había sido el más aventajado de los discípulos, aunque sus conocimientos eran muy superiores de lo que quería hacer creer.

—Creía que todos permanecíais en el templo dedicados a la meditación —comentó Bayalun, apartándose unos cabellos de los ojos. El chamán, a la derecha de Koja, tuvo un acceso de tos, y la emperatriz esperó a que pasara—. Si sois un maestro, debéis quedaros aquí y enseñarme los modos de tu templo.

Koja tragó saliva, incómodo, poco dispuesto a ofender a la segunda emperatriz con una negativa directa. Sin embargo, no había venido a enseñar, aunque quizás hubiese servido para propagar la fe de Furo entre los infieles.

—Desde luego, os enseñaré con mucho gusto, mientras dure mi permanencia, ilustre emperatriz, pero debo llevar los mensajes a mi príncipe en Khazari. —El lama acompañó sus palabras con una pequeña reverencia.

—Lo comprendo —dijo Bayalun, desistiendo de su pretensión. Se reclinó con un suspiro y se acarició las cejas, pensativa. Koja percibió una nota de desilusión en su voz—. ¿O sea que, cuando lo llamáis, Furo acaba con vuestros enemigos?

Koja se sobresaltó ante el atrevimiento de la pregunta.

—Se dice, Madre Bayalun, que es magnífico y terrible, pero nosotros no lo llamamos. Vivimos para servir a nuestro dios, y no para hacer que venga según nuestros deseos y conveniencias. —Koja no pudo evitar que un tono de reproche asomase en su voz.

—Ya lo entiendo —dijo Madre Bayalun, que desvió la mirada—. Nuestra entrevista ha concluido. Lamentamos que no os podáis quedar y enseñarnos. Pero estoy segura de que vuestras actuales tareas reclaman vuestra atención. Podéis retiraros. —Koja se mordió la parte interior del labio inferior, enojado consigo mismo por la indiscreción.

El chambelán se acercó al sacerdote y le tocó el hombro, para indicarle que debía levantarse. Koja se puso de pie y caminó hacia la salida sin dar la espalda a la segunda emperatriz, mientras mantenía la reverencia. 

El lama, asombrado por la extraña entrevista, fue conducido hasta su caballo. Sólo había uno de los jinetes de su escolta. Los dos cabalgaron de regreso hacia su tienda, por el mismo rodeo que habían seguido antes.

—¿Por qué vamos por aquí? Es más corto por allí —dijo Koja, señalando hacia la ruta que los hubiese llevado a pasar por delante de la yurta real y los guardaespaldas de Yamun.

—Órdenes.

—Oh —exclamó el lama. El guardia de
kalat
blanco hizo trotar a su caballo de crines hirsutas, y se adelantó en la confianza de que el clérigo lo seguiría.

Koja, jinete poco experto, urgió a su cabalgadura con un taconazo que, a su juicio, era suave, pero la yegua partió al galope. Koja se sacudió como un pelele, y a duras penas consiguió sujetarse cuando la yegua saltó por encima de un fogón. El lama sólo tuvo tiempo de atisbar una multitud de rostros espantados. Dominado por el pánico, soltó las riendas y utilizó las dos manos para sujetarse de la silla. Se produjo otra fuerte sacudida, y sus pies saltaron de los estribos.

—¡Jaiii! —gritó el guardia, mientras hacia girar su caballo para iniciar la persecución. El jinete se echó sobre el pescuezo del animal y le azotó los flancos con su látigo de tres colas—. ¡Jaiii! ¡Jaiii! —El hombre repitió sus gritos en un intento de advertir a los demás que se apartaran de su paso. Podía ver cómo Koja brincaba sobre la silla, con los pies en el aire.

—¡Para! ¡Para! —le gritó Koja a su yegua, cuando el animal hizo un viraje cerrado para no embestir a una carreta. Consiguió enganchar una mano en las crines, mientras el otro brazo se sacudía en el aire. Los cascos batían el suelo helado y casi desnudo de hierba con un ruido atronador. Koja se vio arrojado primero hacia la izquierda, después hacia adelante, con una violencia que estuvo a punto de descoyuntarlo. Notó que sus piernas flotaban en el aire, casi por encima de su cabeza, mientras el viento le revolvía las ropas y la yegua galopaba enloquecida.

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