Los señores de la estepa (2 page)

El sacerdote aguantó un rato más de pie, se sentó, y se volvió a levantar. Nadie intentó conversar con él, ni le ofreció la hospitalidad debida a un embajador. Esto no le llamó la atención a la vista de la barbarie de los míganos, aunque había esperado un poco más.

Por un tiempo, Koja se entretuvo en estudiar a los hombres de su escolta. Tal vez eran jóvenes, pero tenían el rostro tan curtido por la intemperie que resultaba imposible saber su edad real. Los bigotes finos y largos parecían estar de moda entre estos guerreros. No llevaban barba, y algunos de los hombres más viejos mostraban tantas cicatrices en las mejillas que la barba no podía crecer. Casi todos llevaban los cabellos peinados en trenzas que les colgaban por delante de las orejas. Esto no tenía nada de particular, pero sí lo era el hecho de que se afeitasen la coronilla.

Después de poco más de una hora de espera, comenzó a oscurecer. Koja se puso a pasear sin prisa, atento a la reacción de los guardias. Caminó unos metros por la ladera, hacia el estandarte colocado a medio camino entre el portón y la yurta principal. Era un poste de casi cinco metros de altura con un palo cruzado en la punta, y de los brazos de la cruz colgaban nueve largas colas de caballo negras. Clavado en el extremo había un cráneo humano, con una placa dorada debajo, y alrededor de la base del poste había unas cuantas muñecas pequeñas de tela roja, con trozos de cuero y pelos pegados. Koja estudió el estandarte e intentó adivinar su significado.

Un hombre salió de la yurta principal; su túnica negra con ribetes de seda indicaba que era un oficial. Se detuvo delante mismo del sacerdote.

—Koja de los khazaris, acompañadme —dijo—. Pero primero debéis arrodillaros ante el estandarte del Khahan.

Koja miró las muñecas y comprendió que eran ídolos, los espíritus guardianes de algún chamán; probablemente encarnaban los poderes de la tierra y el cielo, aunque no tenían nada que ver con los dioses que conocía a través de sus estudios en el templo de la Montaña Roja.

—No puedo —replicó Koja, sin alzar la voz—. Soy sacerdote de Furo. Estos no son mis dioses.

El oficial lo miró con expresión torva, y acercó la mano a la empuñadura de su espada.

—Debéis hacerlo; es el estandarte del kan.

—No quiero parecer irrespetuoso con vuestro Khahan, pero no puedo arrodillarme ante estos dioses —afirmó Koja, decidido. Cruzó los brazos y se mantuvo firme, en la confianza de que el guardia no lo atacaría.

—No puedo conduciros a la yurta del Khahan hasta que os hayáis arrodillado —protestó el oficial—. Debéis arrodillaros.

—Pues no veré al kan —respondió Koja.

Una expresión tensa cruzó el rostro del hombre, que no sabía qué hacer. Los otros guardias se acercaron para saber qué pasaba. Los jinetes y el oficial se enzarzaron en una acalorada discusión en susurros. Koja, con toda discreción, simuló no hacerles caso y estudió los ídolos. Por fin, el oficial dio el brazo a torcer.

—Vendréis conmigo, pero el kan será informado —dijo.

—Vuestro coraje es muy grande —lo alabó Koja, para salvar el honor del oficial. Después señaló el cráneo clavado en lo alto del mástil—. ¿Qué representa?

—Era el kan de los oigures —manifestó el oficial, complacido—. Intentó asesinar al Khahan con una trampa. Los oigures fueron los primeros que conquistó Yamun Khahan, y los honró colocando a su kan en lo más alto.

—¿Trata a todos de la misma manera? —preguntó Koja, mientras pensaba que el honor resultaba un tanto dudoso.

—No, sólo a los afortunados —respondió el oficial. Los guardias festejaron la salida, mientras acompañaban al sacerdote.

Cuando llegó a la yurta del kan, Koja se volvió para contemplar la llanura. Desde la entrada, podía ver todo el campamento tuigano. La razón para escoger este lugar como emplazamiento de la yurta resultaba evidente. Las tiendas de Quaraband se extendían formando una figura ovalada, a lo largo del curso del río.

Alguien apartó la alfombra que servía de puerta, mientras el oficial le indicaba a Koja que debía entrar. El sacerdote agachó la cabeza y penetró con mucho cuidado. El chambelán guió a Koja, para asegurarse de que no tropezara por accidente con la jamba, una clara señal de mala suerte. El interior estaba muy oscuro, y Koja se dejó conducir hasta un asiento. Mientras caminaba por el suelo cubierto con varias alfombras, esperó a que sus ojos se habituaran a la penumbra.

El ilustre emperador de los tuiganos, Yamun Khahan, se echó hacia adelante en su asiento de cojines en la parte más alejada de la entrada. Su rostro aparecía iluminado por las llamas oscilantes de las lámparas de aceite colgadas de los postes que sostenían el techo, pero la luz apenas si alcanzaba a mostrar sus rojizos cabellos, peinados en trenzas. De vez en cuando, un destello alumbraba el trazo blanco y zigzagueante de una cicatriz que iba desde el puente de la nariz hasta más abajo de la mejilla. Otra vieja herida desfiguraba levemente el labio superior del hombre.

No muy lejos del kan, el general Chanar estaba sentado en la alfombra sobre un solo cojín. El guerrero bebía sorbos de una taza de té caliente que acunaba entre sus manos. Mientras Koja se acomodaba en su asiento, Chanar se inclinó hacia el kan para decirle algo en voz baja. El kan lo escuchó, y después movió la cabeza, gentilmente, para negar la sugerencia del oficial.

—Dime, enviado de los khazaris, ¿qué piensas del gran consejo de Semfar? —preguntó Yamun Khahan con una voz de trueno. Koja se sorprendió ante una pregunta tan directa, pero recuperó la compostura rápidamente.

—Sin duda, kan de los tuiganos, el general Chanar os ha informado de la conferencia. Yo sólo soy un embajador de los khazaris —manifestó Koja.

—Tienes que hablarme de la gran conferencia en Semfar —le ordenó el kan, bruscamente, mientras se rascaba la mejilla—. Ya he escuchado las palabras del general. ¿Qué tiene que decir la gente de Semfar?

—Bien, mi señor Yamun, digamos que el califa de Semfar quedó sorprendido. —Koja movió las piernas, en un intento de encontrar una posición cómoda.

Yamun Khahan soltó la carcajada; vació su tazón de plata, y lo dejó caer sobre las gruesas alfombras de lana.

—¿Sorprendido? Envío a mi mejor general con diez mil hombres, un
tumen
completo, y el califa sólo se siente «sorprendido». ¿Lo has oído? —Se inclinó hacia Chanar, que escuchaba a Koja con cara de piedra. Un sirviente surgió de las sombras para llenar el tazón de su amo con vino caliente, y echó en su interior una esfera de plata perforada, que contenía especias. Yamun, con una expresión severa, se volvió hacia el enviado—. ¿El califa no tembló de miedo ante la presencia del general Chanar?

—Quizá sí, Khahan de los tuiganos, pero yo no lo vi. —Koja descubrió que no podía apartar su mirada de la del kan. En la penumbra, los ojos del gobernante eran oscuros e hipnóticos. Turbado, Koja notó que los colores se le subían a la cara, y que incluso le cosquilleaba el cráneo rapado. De pronto, el sacerdote se preguntó si el kan no sería una especie de hechicero. En un acto inconsciente, sus dedos jugaron con una de las cajitas con símbolos colgadas de su cuello. Chanar enarcó una ceja al ver el gesto del enviado.

—Tus amuletos y encantamientos no te servirán de nada aquí, khazari. La magia no funciona en el interior del valle.

Koja soltó la cajita, sorprendido, y también un poco avergonzado cuando advirtió lo que hacía.

—¿No hay magia? ¿Cómo es posible? —Miró a Chanar en busca de respuesta, pero fue Yamun el que se encargó de contestarle.

—Teylas, el dios del cielo, prohibió la magia; al menos, es lo que me ha dicho la segunda emperatriz Bayalun Khadun. No me importa saber los motivos. Pero la ausencia de magia convierte a este valle en un buen sitio para mi capital, un lugar seguro —manifestó Yamun Khahan entre sorbos de vino.

—¿No resulta difícil vivir sin la magia? —preguntó Koja sin alzar la voz.

—Si Teylas hubiese deseado que nuestra vida fuese fácil, no nos habría dado la estepa por hogar. Y también me habría dado un pueblo más fácil de gobernar —comentó Yamun, y acabó con el vino—. Basta de charla. ¿El consejo se mostró impresionado cuando el general Chanar les informó de mis demandas? ¿Pagarán un peaje por las caravanas? ¿Me reconocerán como gobernante de todo el mundo?

—Se mostraron escandalizados por vuestra... osadía, mi señor Khahan. Muchos ni siquiera tomaron en serio vuestras exigencias. Como señaló el rey de Cormyr: «No es el amo del mundo entero». —Koja escuchó el suave bufido de enfado que soltó Chanar.

El kan se levantó sin prisas y estiró las piernas. No era muy alto, pero tenía un porte imponente. Su pecho era como un tonel, y en su grueso cuello se marcaban los músculos. Caminó lentamente con el balanceo típico de los jinetes, hacia la puerta de la yurta. En ningún momento apartó la mirada del sacerdote, de la misma manera en que un puma vigila a su presa.

—¿
Cor-mir
? Jamás lo he oído mencionar.

Koja, sentado en las alfombras de lana que tapizaban el suelo, se giró para no perder de vista al kan. A pesar de que la noche era helada, el lama sudaba en el calor sofocante de la yurta. Su túnica naranja estaba empapada y pegajosa. De vez en cuando, una corriente de aire frío, que se colaba entre las costuras del fieltro, le rozaba la piel.

—¿Está muy lejos? —preguntó Yamun, tirando de su bigote.

—¿Mi señor? —replicó Koja, confundido por el súbito cambio en la conversación.

—Este lugar,
Cor-mir
, ¿está muy lejos?

—No lo sé. Es una tierra que está muy lejos hacia el oeste, incluso más lejos que Semfar. Nunca he estado allí.

—Pero su rey habla con valentía. ¿Cómo es?

—El rey se llama Azoun. Es un hombre de aspecto extraño, con la piel blanca, y mucho pelo en la cara...

—¡Bah! Te he preguntado cómo es él, no qué aspecto tiene —lo interrumpió el kan.

—Él es un... rey, kan —respondió Koja, incapaz de encontrar una palabra más adecuada—. Se mostró decidido, y parece ser valiente. Los demás lo escucharon hablar, respetuosos ante sus palabras.

—Un hombre interesante de conocer. Algún día iré a
Cor-mir
, y ya veremos si Azoun es tan valiente —decidió Yamun, con una palmada en el muslo—. Así que el rey no se mostró impresionado. Mis palabras no bastaron.

Koja intentó explicar con calma lo que había ocurrido en el consejo, al menos desde su punto de vista.

—Los líderes se presentaron al consejo con la intención de discutir el tema. No llevaron a sus ejércitos; únicamente a sus magos, sacerdotes y guardias. No se mostraron... complacidos, sino inquietos. Después de todo, había un gran ejército de soldados tuiganos acampados en las afueras de la ciudad. Los soldados no son buenos diplomáticos.

—¡Diplomáticos! Una pandilla de viejos de pueblo, que no tienen guerreros. Tus diplomáticos se reunieron porque les preocupan sus caravanas. —Yamun repiqueteó los dedos en uno de los postes centrales de la yurta—. Crees que no me entero de estas cosas, enviado. Tus emperadores y tus kanes piensan que pueden arreglarlo todo sin mí, pero yo gobierno esta tierra. Gobierno a todas las tribus de la tierra, y nada se decide sin mi palabra —declaró Yamun—. Por lo tanto, envío a mis propios emisarios; soldados con buenos caballos y provistos con muchas flechas.

—Con el debido respeto, kan, lo único que vieron los embajadores fue un gran ejército y un general desfachatado —contestó Koja, con una inclinación de cabeza en señal de respeto. El general Chanar soltó un resoplido y masculló una maldición. Koja se mordió el labio, consciente de que había ofendido al militar.

—¿Un general desfachatado? —repitió Yamun suavemente. Le dio la espalda a Koja, mientras retorcía uno de sus bigotes entre los dedos—. ¿Qué quieres decir con «desfachatado»?

—El general Chanar es un guerrero —contestó Koja con mucha cautela, y confió en que fuera suficiente. El kan ladeó la cabeza, y esperó más. Nervioso, Koja se frotó el cuello—. Los consejeros esperaban palabras suaves. El general Chanar se mostró... insultante.

—No son más que mentiras, mi kan —afirmó el general Chanar, removiéndose en su asiento—. Este extranjero me insulta.

La mano de Chanar se acercó a la empuñadura de su sable. Indignado, se levantó y dio un paso hacia Koja.

—Afirmo que eres un mentiroso, y pagarás por ello. —El roce del acero se escuchó con fuerza, cuando comenzó a desenvainar el sable.

—Chanar Ong Kho, siéntate —ordenó Yamun sin perder la calma, y lo bastante alto como para hacerse escuchar sobre las amenazas que profería el general. Había una fuerza tremenda en el tono resonante y profundo de sus palabras—. ¿Deshonrarás mi tienda con el derramamiento de sangre? Guarda tu espada. Este sacerdote es mi huésped.

—¡Me ha insultado! —insistió Chanar—. ¿No he dicho que el consejo tembló de miedo? ¿Que se mostraron espantados de nuestro poder? ¿Es que puede un extranjero insultarme en tu yurta? —Sin envainar el sable, se volvió para enfrentarse a Yamun. El cuerpo de Chanar permanecía en tensión, con la espalda arqueada y los brazos rígidos.

Yamun se acercó a Chanar, sin preocuparse de la actitud airada del general. Miró directamente a los ojos de su general, y le habló con voz lenta y suave, pero también muy firme.

—Chanar, tú eres mi
anda
, mi amigo de sangre. Hemos luchado juntos. No hay nadie en quien confíe más. Nunca he dudado de tu palabra, pero ésta es mi tienda y él es mi huésped. Ahora, siéntate, y no pienses más en esto. —Yamun cerró sus dedos sobre la mano de Chanar que empuñaba el sable.

—Yamun, te lo ruego. Ha mentido sobre mí. No dejaré que manche mi honor. No estoy dispuesto a tolerarlo. —Chanar intentó apartar la mano, pero Yamun no lo dejó.

—¡General Chanar, siéntese ahora mismo! —replicó el kan. Su voz sonó como un trueno mientras escupía enfadado las palabras—. Escucho a este hombre —señaló a Koja— pero, ¿le creo? Quizá debería, si tanto te molesta.

Chanar tembló, atrapado entre la cólera y la lealtad. Por fin, envainó el sable y, sin decir palabra, volvió a su asiento, desde donde contempló al sacerdote con una mirada torva. Durante toda la discusión, Koja había permanecido en silencio, un poco preocupado e intranquilo, aunque también sorprendido por las libertades que se había tomado el general en presencia de su señor.

Yamun volvió a sus cojines y ordenó con un gesto que le sirvieran otra copa de vino.

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