Los señores de la estepa (9 page)

El lama vio a Yamun con las piernas separadas, los brazos en jarras y la mirada clavada en el cielo. No prestaba ninguna atención a la lluvia que le golpeaba el rostro. Tenía las prendas pegadas al cuerpo por causa del agua, pero no parecía molestarlo. Permanecía inmóvil a la espera de alguna cosa.

Se produjo un tremendo estallido luminoso cuando la tempestad se reanudó con una fuerza increíble. Antes de que desapareciera el resplandor, se produjo otro, más cercano y brillante que el primero. Fue seguido por otro, y otro, y otro. Las explosiones luminosas se hicieron continuas, desde los cuatro puntos cardinales. El fragor de los truenos fue en aumento, y se sucedían con tanta rapidez que parecían uno solo. Los relinchos se convirtieron en chillidos de terror, que se podían escuchar como notas agudas sobre los bajos de los truenos.

Koja, incapaz de controlar el miedo, se tapó las orejas con las manos y se acurrucó en el barro. Los postes del corral se estremecían con las coces y el choque de los caballos. Incluso ahora que el cielo aparecía iluminado, el lama apenas si alcanzaba a ver al kan entre la barrera de los animales. El hombre permanecía en el mismo lugar, sin preocuparse del pandemónium a su alrededor.

En el momento que Koja consideró como el más terrible de la tormenta, una chispeante bola de luz azul flotó por encima de Yamun. Crepitaba con su carga de fuego eléctrico, y emitía unos rayos diminutos que abrasaban el fango y levantaban nubes de vapor cuando tocaban el suelo. En el centro de aquellas descargas, Yamun se mantenía erguido sin sufrir ningún daño.

Koja observó el espectáculo sin dar crédito a sus ojos, pero después comprendió que el kan podía estar en peligro.

—¡Gran señor! —gritó. Al ver que no conseguía hacerse escuchar, se llevó las manos a la boca a modo de bocina para añadir potencia a sus gritos, y volvió a llamar—: ¡Yamun Khahan!

En respuesta a su llamada, una chispa surgió del Khahan y voló hacia Koja, que se lanzó a un costado. La carga eléctrica pasó por encima de su cuerpo y, al chocar contra el suelo, se elevó un surtidor de barro acompañado de una explosión. La fuerza del estallido lo arrojó contra la cerca, y el impacto le cortó la respiración. Koja se desplomó entre los palos del corral, conmocionado.

Una nube de chispas brotó de Yamun, para extenderse sobre todo el corral. A medida que se desprendía cada una de las bolas de fuego, la radiación que envolvía al kan disminuía. Los caballos, espantados a más no poder, galopaban por el recinto y se encabritaban en un intento de esquivar las bolas. La cerca, demasiada alta para poder saltarla, los mantenía prisioneros.

Una de las bolas tocó a uno de los animales, y el olor a carne quemada flotó en el aire. Las bestias redoblaron sus esfuerzos por escapar, y la cerca se sacudió como una hoja. Koja se deslizó hasta el suelo, mientras los cascos pasaban a unos centímetros de su cabeza, pero la cerca aguantó el embate. Otros cuantos caballos sucumbieron a las descargas eléctricas, y los relinchos disminuyeron.

El terror infundió nuevas fuerzas a Koja. Tenía que escapar, ir a un lugar seguro. El lama se apartó del corral, moviéndose en cuatro patas por el lodazal. A sus espaldas, la luz que emanaba de la bola comenzó a esfumarse. El viento y la lluvia ahogaron todos los demás ruidos. Koja prosiguió su huida hasta que, agotadas sus fuerzas, se tendió en el barro como un muñeco roto.

Mientras permanecía tumbado, amainó la tormenta. El aguacero cedió paso a una lluvia fina y suave. El agua era helada, y unos arroyuelos de fango corrían entre los pliegues de la túnica de Koja, calado hasta los tuétanos y muerto de frío.

—¿Escriba? ¿Dónde estás? —Koja pudo escuchar con toda claridad la voz de Yamun.

—Aquí —respondió Koja débilmente, al tiempo que apartaba la cabeza del fango. Con un gran esfuerzo, consiguió ponerse en pie—. Estoy aquí, gran kan. Donde quiera que sea —añadió, en voz baja. Con la desaparición de la tormenta, la oscuridad le impedía ver muy lejos.

Koja echó a caminar en dirección al lugar donde había sonado la voz de Yamun. Sólo podía confiar en que no se equivocaba.

—¿Gran señor, dónde estáis? —llamó.

—Por aquí —fue la respuesta. Koja avanzó con paso vacilante hasta dar con el corral. La cerca se mantenía en pie, pero el recinto estaba vacío. Recorrió el perímetro hasta dar con el portón. Al otro lado, lo esperaba Yamun Khahan, ileso, aunque se tambaleaba un poco. Al ver al lama, le dijo sin más explicaciones—: Vámonos.

Koja asintió automáticamente, con toda su atención puesta en el corral; no había caballos, ni vivos ni muertos. El lama miró a Yamun, sorprendido, y después de nuevo al corral, en un intento por descubrir el paradero de los caballos, o algunas de las huellas dejadas por los rayos de luz azul. No había animales, y el fango estaba tan revuelto que resultaba imposible adivinar qué había pasado. La cerca no mostraba ninguna quemadura o daño por obra de las chispas. Todo parecía igual que antes.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Koja, atónito.

—Venga. Nos vamos —contestó Yamun, mientras pasaba entre los palos del portón. Se movía lentamente, con mucho cuidado. Su envaramiento podía deberse al cansancio o al efecto de los relámpagos, aunque el lama no sabía a qué atribuirlo.

—¿Qué ha ocurrido? —insistió Koja.

Yamun guió al sacerdote por el codo, apretándole el brazo con firmeza mientras caminaban. El viento se había convertido en una brisa helada, y la lluvia era como una fina cortina de agua.

—He hablado con Teylas, mi padre, señor del cielo.

Koja observó a Yamun, convencido de que el hombre se encontraba poseído, o era víctima de una ilusión demencial. Quizá Yamun hablaba en sentido figurado. Sabía que mucha gente «hablaba» con diversos dioses, pese a que nunca recibían respuesta. Únicamente los lamas y los eremitas podían comunicarse con los temibles poderes de los planos exteriores, y esperar algún tipo de contestación.

—Hablé con Teylas —aseguró el kan con tono contundente al advertir la mirada escéptica del lama.

Koja no dijo nada. Cualquier cosa que pudiese manifestar parecería una condescendencia o una muestra de servilismo. Chapoteó por la ladera enfangada junto a Yamun.

—Resplandecíais —comentó, cuando el silencio se hizo incómodo.

—¿De verdad? Nunca he podido ver lo que ocurre.

—¿Lo habéis hecho antes? —preguntó Koja, sorprendido.

—Desde luego. Teylas reclama sus ofrendas. —El kan cruzó un charco con el barro hasta las rodillas.

—Pero no estáis herido.

—¿Qué razón podría tener Teylas para hacerme daño? —replicó Yamun, mientras esquivaba un caldero caído—. Soy el ilustre emperador de los tuiganos y uno de los hijos del Lobo Azul.

Koja torció la cabeza al escuchar la respuesta, e intentó adivinar si el kan hablaba en serio, o si se trataba de una broma grotesca.

—Teylas no haría mal a los de su propio clan —añadió Yamun, sin aminorar el paso a pesar de las dificultades del terreno.

—Entonces ¿qué les ocurrió a los caballos? —quiso saber el lama.

—Teylas se los llevó. —El aliento del kan se convirtió en vapor a medida que hablaba, porque la temperatura descendía rápidamente después de la tormenta.

—¿Qué?

Yamun dejó de caminar y se volvió para mirar a Koja. Tenía los hombros hundidos por el cansancio, pero su rostro, y en especial sus ojos, todavía estaban llenos de vigor.

—Los caballos ahora sirven a Teylas en su reino. ¿No haces sacrificios a tu dios?

—¿Los habéis sacrificado?

—Teylas se los llevó. Yo no los toqué —puntualizó Yamun.

—Unas resplandecientes chispas azules volaron de vuestros dedos —manifestó Koja, y le explicó lo sucedido.

—Aquél era el poder de Teylas —contestó Yamun y, volviéndole la espalda, reanudó su camino hacia la yurta real. En silencio, atravesaron Quaraband.

Por fin, llegaron a la puerta de la tienda del kan. Yamun apartó la tela, y se disponía a entrar cuando Koja lo detuvo.

—Por favor, esperad, gran señor —dijo Koja, sin observar la cortesía apropiada. Yamun se detuvo y lo miró por encima del hombro.

»¿Qué os manifestó Teylas? —El lama acompañó su pregunta con una ligera reverencia.

Yamun contempló al sacerdote. Una pequeña sonrisa sarcástica apareció en su rostro.

—Él...

—¿Él, qué, ilustre emperador de los tuiganos? —lo incitó Koja, incapaz de reprimir su curiosidad.

El kan permaneció en silencio durante unos momentos, mientras contemplaba las estrellas visibles entre las nubes desgarradas de la tormenta.

—Me mostró el mundo entero, sacerdote —respondió al cabo—. Desde la inmensidad del agua, por el este, hasta las tierras del oeste. Vi Shou Lung y el «Cormir» que tú mencionaste. —Yamun volvió a mirar a Koja con ojos resplandecientes, aunque su mirada parecía enfocar un punto más lejano—. Tierras fértiles y bosques, a la espera de ser conquistadas. Lo único que debo hacer es tender la mano y tomarlas.

Koja dio un paso atrás mientras Yamun hablaba. La voz del kan se hacía cada vez más fuerte a medida que el señor de la guerra veía una vez más su visión.

—¿Teylas os ha prometido estas cosas? —preguntó, temeroso.

—Teylas no me prometió nada. Sólo me enseñó lo que podría tener. Es cuestión mía tenerlo —contestó Yamun, desabrido. La pregunta del sacerdote aplacó el fuego en los ojos del kan—. Seré emperador de todo el mundo.

—El mundo es muy grande y tiene muchos emperadores, Yamun Khahan —señaló Koja, temblando bajo sus ropas mojadas.

—Entonces, los conquistaré y serán esclavos de mis kanes. —Yamun se apoyó en la jamba de la yurta—. Y tú te encargarás de escribir la historia de mi vida.

—¿Qué? —exclamó Koja, atónito.

—Tú escribirás la historia de mi reinado. Seré un gran emperador. Como mi biógrafo, alcanzarás la fama y el respeto de muchos. —Yamun entró en la tienda, y Koja lo siguió, sin dejar de protestar.

—Pero..., pero... sólo soy un enviado, gran señor. Sin duda tiene que haber alguien más capacitado.

El guardián nocturno, el mismo hombre que se encontraba en la yurta cuando se habían marchado, corrió hasta la puerta y se hincó rodilla en tierra delante de su señor.

—¡Gran kan! —exclamó sin disimular su alivio—. ¡Estáis vivo! Iré a decirles a mis hermanos que habéis regresado sano y salvo.

—Te quedarás aquí hasta que yo lo diga —replicó Yamun, mientras pasaba junto al soldado—. Koja de Khazari, escribirás la historia de mi vida, a partir de ahora mismo. Nadie más puede hacerlo.

—Gran señor, sirvo al príncipe Ogandi. No sería correcto —afirmó Koja, mientras se apresuraba a seguir al kan a través de la yurta.

—No me importa. La escribirás porque te necesito. ¿Qué otro escribiría la verdad? ¿Madre Bayalun? ¿Sus hechiceros? No confío en ellos. ¿Mis generales? Son como yo, no conocen la magia de la escritura. En ti —Yamun movió un dedo delante de Koja—, en ti confío. Y por esta razón te he escogido.

—Mi señor Yamun, me siento muy halagado, pero apenas si me conocéis. Tengo una responsabilidad para con mi príncipe. No puedo serviros. —Koja se estrujó las manos con nerviosismo.

—Estás en mi tienda, en mi tierra. Harás lo que yo diga —ordenó Yamun. Comenzó a quitarse la faja mojada que le envolvía la cintura.

—¿Y si el príncipe Ogandi me ordena otra cosa? —preguntó Koja, al tiempo que retorcía los puños de su túnica para quitarles el agua.

—Entonces hablaré con tu príncipe —contestó Yamun en tono mesurado.

—Soy leal a Khazari —insistió Koja, con la garganta seca por la tensión.

—No me importa. Confío en ti. No hay nada más que discutir al respecto. —Yamun arrojó la faja al suelo y se acomodó en su trono.

Koja se frotó la cabeza, frustrado. Se encontraba en un callejón sin salida. Desesperado, intentó otra excusa.

—¿No tiene vuestro pueblo un dicho acerca del hombre que dice la verdad?

—«El hombre que dice la verdad debe tener siempre un pie en el estribo» —recitó Yamun, mientras buscaba su tazón de plata—. Es un buen consejo. No deberías olvidarlo.

—No quiero ser vuestro cronista, Yamun Khahan —declaró Koja con toda sinceridad, harto de buscar excusas.

—Lo sé.

—Entonces ¿por qué queréis que lo sea? ¿Por qué necesitáis un biógrafo?

—Porque Teylas me reveló que lo necesitaba —respondió Yamun, puntilloso, mientras tironeaba de una de sus empapadas botas.

—Pero, ¿por qué? ¿Qué bien os puedo reportar?

—Esto comienza a ser aburrido, escriba. Se acabó la discusión —ordenó Yamun con voz tonante—. Escribirás la historia de mis grandes hazañas, porque soy el emperador de los tuiganos y te lo ordeno. Todos los reyes y emperadores tienen a alguien que escribe canciones acerca de ellos. Tú escribirás las mías. ¡Ahora márchate hasta que te vuelva a llamar! —Con un tirón, Yamun se quitó la bota y la lanzó a un costado.

Koja saludó al kan con una corta reverencia, y le volvió la espalda para dirigirse a la puerta con paso envarado. La manta se cerró con un chasquido húmedo.

Después de la marcha del sacerdote, Yamun permaneció sumido en sus pensamientos, con la mirada puesta en su tazón. El viento silbaba por las pequeñas rendijas alrededor de la salida de humos. En los rincones, goteaba el agua que se había filtrado por las costuras de la tienda. El guardia se encargó de atar los cordones de la puerta.

—¿Qué piensas? —le preguntó Yamun al soldado.

—¿Yo, gran señor? —respondió el hombre, sorprendido.

—¿Qué piensas del sacerdote khazari? —dijo Yamun, señalando la puerta.

—No me corresponde a mí decirlo, mi señor —contestó el guardia.

—Te lo pregunto, así que te concierne. Acércate y responde.

Intimidado por el kan, el hombre se adelantó, vacilante.

—Noble kan, os pido perdón por hablar con tanto atrevimiento, pero lo hago porque me lo habéis ordenado. El lama es un insolente.

—Oh —comentó Yamun, mientras se ocupaba de la otra bota.

—Discute y no escucha vuestras palabras —añadió el guardia, con un poco más de confianza—. No es más que un extranjero y, sin embargo, se atreve a desafiaros.

—¿Y qué sugieres que haga? —lo interrogó Yamun, tironeando de la bota.

—Tendría que ser azotado. Si un hombre de mi
tumen
hubiese hablado como él, nuestro comandante lo habría hecho azotar.

—Tu comandante es un tonto —observó Yamun. Soltó un gruñido cuando por fin consiguió quitarse la bota.

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