Los Sonambulos

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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

 

Berlín, 1932, semanas antes de la subida al poder de Hitler. Cuando una atractiva mujer aparece en el río Havel muerta y con las piernas extrañamente deformadas, el detective Kraus se sumerge en un laberinto de intrigas que lo llevarán al decadente escenario de una ciudad al límite, a un mundo de sonámbulos. Turbios clubs de alterne, prostitutas, un hipnotista cuyo astro está ligado a la esvástica…

Willi Kraus se ha enfrentado a temibles enemigos, y ha perseguido a asesinos en serie, pero su incursión en las más altas esferas del partido nazi le horrorizará como nada lo ha hecho antes…

Paul Grossman

Los sonámbulos

ePUB v1.1

NitoStrad
24.09.12

Título original:
The Sleepwalkers

Autor: Paul Grossman

Primera edición: noviembre de 2010

Traducción: Martín R.-Courel

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

«Sigo el camino que dicta la Providencia

con el aplomo de un sonámbulo»

A. Hitler

Libro primero

LA CIUDAD SIN MAÑANA

Capítulo 1

BERLÍN

NOVIEMBRE DE 1932

L
as piernas de la Dietrich eran unas varitas mágicas, unos delgados e hipnóticos instrumentos de hechicería que cautivaban a millones de seres. Por desgracia, Willi tan sólo podía imaginar su atractivo, cubiertas como estaban por los varoniles pantalones que llevaba aquella tarde en casa de Fritz. Muerto de aburrimiento por los auspicios políticos que se abrían paso en todas las conversaciones de aquellos días, Willi tenía que esforzarse por mantener los ojos abiertos. Por suerte para él, la tubular silla Bauhaus en la que estaba sentado le estaba destrozando el culo.

—¿Y en cuanto a usted, Herr Inspektor–Detektiv?

El aludido alargó la mano para coger otra copa de champán. Aunque su mente revoloteaba alegremente, aquella celebración era deprimente. ¿Dónde, si no en la inauguración de la casa de Fritz, podría haber aparecido Marlene Dietrich? Medio Berlín se contaba entre los amigos íntimos de su viejo compañero de armas, y todos parecían haber hecho acto de presencia para ver su nuevo palacio en la residencial Grunewald. Elegantes cristaleras rodeaban un salón curvilíneo plagado de cuadros de Klee y Modigliani. La casa era otra obra maestra de Erich Mendelsohn, el arquitecto por excelencia de la República de Weimar, que recibía ceremoniosamente la efusión de cumplidos.

—Tan liviana. Tan libre. —La Dietrich señaló una estatua de Brancusi eme brillaba tenuemente—. ¡Y tan moderna! En cuanto al resto de la ciudad —su expresión se descompuso en una máscara de tragedia—, ¡apesta!

En los dos años transcurridos desde la última vez que estuviera allí, declaró la gran estrella, el
Luft,
el ambiente de Berlín, tan famoso por sus estimulantes efectos, se había podrido completamente.

—No entiendo cómo podéis respirar esto. —Con un rápido movimiento, abrió una pitillera de oro y se unió a los demás en un sofá de seda cruda—. Esa plaga de los Camisas Pardas está por todas partes. Se te plantan en las puertas de los grandes almacenes como babuinos amenazantes. O sacuden ante ti esas malditas huchas.

—Porque están endeudados hasta el cuello. —El general sentado frente a ella se colocó un monóculo plateado en el ojo. Vestido, incluso para una tarde informal, con el uniforme completo y la pechera cubierta de medallas de bronce, tenía, si no la sabiduría, al menos sí la posición para constatar los pormenores de lo que decía. Kurt von Schleicher era el ministro de la Guerra, comandante en jefe del ejército y el más infame intrigante en la sombra de Berlín—. Los nazis —proclamó— están al borde de la ruina, querida. En lo financiero y en todo lo demás.

Willi dirigió su mirada vidriosa hacia ellos.

—Y si no, fijaos en lo ocurrido en las elecciones de este mes —dijo Von Schleicher, riéndose entre dientes—. «Hitler sobre Alemania», ¡faltaría más! El hombre voló a diez ciudades y perdió el veinte por ciento de sus escaños en el Reichstag.

—Pese a lo cual sigue siendo el partido más fuerte —recordó lúgubremente la ex mujer de Fritz, Sylvie.

—Han alcanzado su cénit. —El general se arrancó el monóculo—. Dentro de un año, te aseguro que no recordaréis el nombre de Hitler.

Fue todo un alivio cuando el mayordomo de Fritz, acercando la boca a su oído, le susurró que había una llamada para Herr Inspektor–Detektiv.

—Puede cogerla en la biblioteca si lo desea, señor.

—Disculpadme —dijo Willi, excusándose, mientras sacudía sus piernas medio acalambradas.

Avanzó cojeando por el largo pasillo blanco y llegó a una habitación acristalada más parecida a una pecera que a una biblioteca. Era Gunther, que le llamaba desde la Alex.

—¿Es tan hermosa como en la pantalla? ¿Tan sensual como la traviesa Lola?

—¿Para qué me llamas, Gunther?

Lamento interrumpir, jefe. Pero ha aparecido otro
flotador
.
Esta vez se trata de una chica. En las afueras de Spandau, a los pies de la ciudadela.

A Willi se le hizo un nudo en la garganta mientras jugueteaba con el auricular negro.

—De acuerdo, pues, voy para allá.

—Sí, señor. Se lo haré saber a los hombres.

—¡Ah!, y otra cosa, Gunther.

—¿Sí, señor?

—Sí lo es. Cada puñetero centímetro de ella. Incluso con pantalones de hombre.

—¡Lo sabía! Un millón de gracias, jefe.

Willi volvió a dejar el auricular en la horquilla y se quedó donde estaba. Los cadáveres flotando en los ríos apenas eran una noticia en el caos que imperaba en el Berlín de aquellos días. Pero nunca ninguno había aparecido en la parte antigua de Spandau, ese pintoresco barrio situado a buena distancia a las afueras de la ciudad. Y nada menos que una chica.

De nuevo en el salón, hizo todo un drama por tener que marcharse de forma tan inesperada.

—¿A la caza de otro desalmado? —Sylvie se levantó de un salto para acompañarlo, cogiéndolo del brazo.

—En menuda estrella te has convertido, ¿eh, Kraus? —La Dietrich lo escudriñó como podría haber hecho con un pura sangre de carreras—. Incluso en Norteamérica conocen al gran detective que pescó al monstruo Devorador de Niños de Berlín. Deberías ir a Hollywood. Seguro que hacían una película sobre ti.

—No creo que encontraran a nadie lo bastante aburrido para interpretarme. —Willi esbozó una sonrisa forzada.

Al oír aquello, Fritz soltó una estentórea carcajada, y la larga y dentada cicatriz de duelista que le cruzaba la mejilla adquirió una intensa tonalidad rojiza.

Willi cogió la nueva autopista hasta Spandau. La Avus era un circuito de carreras en verano, pero por lo demás estaba abierta al tráfico rodado y generalmente vacía, lo que constituía uno de los secretos mejor guardados de Berlín. Los pinos de los bosques proyectaban una siniestra oscuridad mientras Willi ganaba velocidad. Hay que ver lo que les gustan los bosques a los alemanes, pensó mientras metía la cuarta. Cuanto más frondosos y oscuros, mejor. Personalmente, él prefería la playa, el sol brillante e implacable, el espacio abierto. Aunque aquella carretera era realmente fantástica, una línea blanca a través de la selva. Sabía que estaba conduciendo a mayor velocidad de la que debía, después de haber bebido tantísimo champán. Sin embargo, la descarga de adrenalina era demasiado estimulante como para privarse de ella. Su deportivo BMW cupé plateado era el único lujo que se permitía. No coleccionaba arte; no viajaba; no tenía ninguna querida; era un tipo aburrido… Los seis cilindros del 320 se dispararon al alcanzar los 100 kilómetros por hora. Lo bastante aburrido para convertirse en el inspector de policía más famoso de Alemania. La máquina avanzó por la carretera como si apenas se estuviera moviendo a 110 kilómetros por hora, convirtiendo los pinos del bosque en una masa oscura y borrosa. Hay que ver lo burro que Fritz podía llegar a ser cuando estaba bebido. Willi pisó el acelerador y superó los 120 como un cohete, sintiendo que planeaba sobre la autopista.

Aunque Willi le confiaría su vida.

Media hora más tarde avanzaba lentamente por las calles medievales de Spandau, uno de los pocos barrios de Berlín con alcurnia. Las estrechas calles flanqueadas por casas con entramado de madera conducían hacia la ciudadela del siglo XV, cuyos robustos muros seguían alzándose donde el río Spree se unía al Havel. Mientras aparcaba, vio que el sol empezaba a ponerse sobre el agua grisácea. En la orilla, divisó a varios agentes enfundados en sus largos y pesados abrigos con correajes de cuero y los cascos brillantes de visera negra.

—Inspektor —dijeron los agentes, que se apartaron al reconocerlo inmediatamente.

Por aquel entonces, la gente lo reconocía incluso en las calles. Lo paraban para pedirle un autógrafo, para hacerse una foto con él. El gran sabueso que había detenido al
Kinderfresser.
Una mezcla de intimidación y envidia lo rodeó cuando los policías se congregaron a su alrededor. A muchos de los chicos del departamento les traía sin cuidado su fama, y la verdad es que a él tampoco le importaba gran cosa. Lo que a él le importaba era ser detective, defender la ley; sin ley, el débil estaba indefenso.

Un agente llamado Schmidt se dirigió a él:

—Prepárese para algo feo.

Willi había visto su buena cuota de cadáveres en la Brigada de Homicidios de la Kripo, la Kriminal Polizei de Berlín. Cadáveres mutilados; cadáveres decapitados; cadáveres hechos picadillo y convertidos en salchichas… Pero en esta ocasión la sangre se le heló en las venas. Incluso en una ciudad como el Berlín de Weimar, enloquecida por años de guerra, derrotas, revolución, hiperinflación y, a la sazón, la Gran Depresión; con un millón de parados, un gobierno anquilosado y la depravación poniéndolo todo patas arriba; con maníacos sexuales, asesinos en serie, matones con camisas pardas y rojas peleándose por el control de las calles… En una ciudad, en fin, que había tocado fondo, una ciudad sin mañana, que se tambaleaba al borde de la locura, la guerra civil, la dictadura… incluso ahí, algo así… era la pura imagen del horror.

Boca arriba en la orilla del agua, una muchacha se mecía como la Ofelia de
Hamlet
entre el barro y la maleza. Una muchacha, una joven hermosa de unos veinticinco años. Su piel de alabastro estaba hinchada, aunque no tanto como para borrar sus rasgos: jóvenes, lozanos, llenos de vida… incluso en la muerte. Los ojos vidriosos estaban completamente abiertos, cálidos y oscuros, estanques en los que se reflejaba el frío crepúsculo alemán. Una sonrisa de tranquilidad, de triunfo incluso, se contorneaba en sus labios. Cuando Willi se inclinó un poco más, sintió moverse cierta palanca incrustada de antiguo en el cambio de marchas de su corazón, y le embargó el impulso de alargar las manos y coger en brazos a aquella pobre desdichada. Alrededor de sus hombros, como si fuera una toquilla, una fina bata de algodón gris medio rasgada dejaba al descubierto los pechos grandes y redondos en los que los pezones ya ennegrecían. Willi reparó en el otrora pelo negro, que llevaba demasiado corto… como si le hubieran afeitado la cabeza no hacía mucho.

Aunque lo que realmente le impactó como un martillazo fueron las piernas. Estiradas por delante de la chica, como si estuviera echando una siesta, tenían un aspecto casi sobrenaturalmente deforme. El inspector se acuclilló sobre el brillo naranja del agua, conteniendo la respiración para no oler el hedor que desprendía el cadáver. Los pies eran normales; pero, desde las rodillas hasta los tobillos, la estructura ósea parecía… invertida. Como si alguien hubiera cogido unos alicates gigantes y vuelto el peroné del revés.

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