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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (10 page)

Eso fue más o menos lo que vio antes de que ella lo metiera de un tirón en la cama.

A Willi lo dejó estupefacto lo necesitado que estaba. En una irresistible explosión, el animal lascivo que había en él despertó de un salto de su hibernación, y con una ferocidad primitiva que incluso había olvidado que poseía, la violó, haciendo caso omiso de todo excepto de su avidez aplastante. Cuando se corrió, le pareció que no iba a acabar nunca.

Después, y pese a intentarlo, no pudo evitar echarse a llorar en silencio entre los brazos de la chica. Había pasado tanto tiempo… Un tiempo tan largo, vacío y doloroso.

Ella le acarició el pelo y lo besó en la frente.

—No pasa nada, Willi. Las personas se necesitan mutuamente —susurró.

Se sentía culpable y avergonzado. E increíblemente ilusionado. Por más que se acercaba a ella, a él no le parecía suficiente.

—Ahora te toca a ti. —Recorrió los aterciopelados hombros de la chica con la nariz.

—Mejor que lo tengas claro, querido.

Estaba totalmente desnuda, salvo por los pequeños mitones negros, que Willi encontraba increíblemente eróticos.

—Dame un segundo. Vuelvo enseguida. —Ella lo besó.

Putzi estuvo en el baño unos pocos minutos, y cuando volvió a meterse en la cama, su estado de ánimo era de lo más melancólico y soñador.

—¿Qué alternativa había para una chica como yo? —Ella le hablaba de su vida, mientras descansaban uno en los brazos del otro—. Una fábrica. Algún escarceo en el mundo del espectáculo. Intenté las dos cosas, créeme. ¿Me imaginas a los dieciséis, de pie durante diez horas al día retorciendo hilos para hacer fregonas? Pues es lo que hice durante dos años. Hasta la Depresión. Entonces me dieron una patada en el culo, como a todos los demás. Y decidí que debía utilizarlo. Pero ¿qué sabía yo de bailar? Bueno, no fue mi talento para el claque o el ballet lo que me hizo llegar a corista,
Liebchen.

—Vamos, no me cabe ninguna duda de que eras la chica más despampanante del espectáculo.

Willi le cogió los pechos y le dio un beso en cada uno.

—La verdad es que estaba condenadamente fantástica.

—No tienes que convencerme de eso.

Putzi pareció considerarlo, y entonces se sentó, aparentemente decidida a demostrar lo que quería decir.

—¿Quieres verlo?

Willi no tuvo oportunidad de responder antes de que ella se levantara de la cama, llevándose el edredón y dejándolo allí completamente desnudo. Después de darle al manubrio de un fonógrafo con gran decisión, se envolvió el edredón alrededor de la cintura y empezó a cimbrar la cadera al compás de la sincopada música de la popular «Naughty Lola», la chica más sabia de la tierra, cuya pianola «funcionaba a pesar de su valor». Con los brazos extendidos como si abrazara a las chicas de ambos lados, lanzaba primero una pierna y luego otra, al estilo del cancán; arriba y abajo, describiendo un círculo y luego otro. Sus grandes pechos blancos botaban siguiendo el ritmo. Él lo observaba todo como si estuviera en un sueño, pensando: ¡Dios mío, es magnífica!

Cuando, ya sin resuello, la chica hizo una reverencia, él aplaudió alegremente. Era realmente buenísima, pensó Willi. Quizá, si el destino le hubiera repartido otras cartas, podría haber llegado al cine. Y su exigente público se movería ahora por el hotel Adlon. Pero no era así. En su interior, algo le tiró del corazón. Si al menos hubiera cantado algo una pizca menos… autobiográfico.

—¿Qué sucede, Willi? —Putzi volvió a meterse en la cama y los envolvió a los dos con las rosas desvaídas—. ¿No te gusta cómo canto?

—Me encanta. —La besó.

En cuanto Putzi le metió la lengua en la boca, el animal se volvió a despertar de un salto, de nuevo voraz. ¿Cómo había podido vivir todo ese tiempo sin atender sus necesidades? Pero, aun cuando su cuerpo ardía de placer, no podía evitar seguir oyendo la canción una y otra vez como un disco rayado: «A todos los chicos les encanta mi música. Y yo no los puedo mantener a raya. Así que mi pequeña pianola… no para de trabajar noche y…».

¡Ah!

Willi sintió que se acercaba al clímax, pero ella lo apartó con fuerza de un empujón. —Macho, ni se te ocurra.

El se rió, encantado de que no fuera una mujer de las que escondían sus necesidades y luego hacía pagar a un hombre por ello. Así que fue bajando hasta el estómago de la chica, besándola cariñosamente, y le levantó dulcemente las piernas.

—No. Eso no. Haz lo que yo te diga.

Un frío ramalazo de pánico hizo que Willi se estremeciera, amenazando con hacer batir en retirada incluso a la más hambrienta de las bestias. Entonces vio aquellos botines morados con tacón de aguja, y la oyó preguntarle si había sido un niño malo, y se sintió atado con fuerza a la cama, con la espalda y las nalgas despiadadamente azotadas por aquella fusta de piel. Pero, para su sorpresa, Putzi se dio la vuelta sobre el estómago y levantó las nalgas lenta y tentadoramente.

—¡Azótame, Willi! —ordenó—. Y no te andes con remilgos.

Entonces sí que se retrajo. Porque aún más terrible que la idea de ser atado y azotado, lo era la de tener que hacérselo a otro.

—No lo entiendes,
Liebchen.
— Ella se volvió para mirarlo con el deseo ardiendo en sus ojos verdes—. Así es como obtengo placer. Por favor, Willi. Hazlo por mí.

Así que se arqueó y volvió a levantar todo su blanco trasero hacia él.

Y sin embargo, Willi siguió sin poder obligarse a pegarle.

—¡Hazlo! —le ordenó ella.

Pero aquello sólo consiguió que se achicara aún más.

—¡Por Dios, Willi! —empezó a suplicarle—. Sabes el poco placer que obtengo de la vi…

Willi le dio una fuerte palmada con la mano abierta, y entonces se quedó mirando la huella roja y brillante que sus dedos habían hecho aflorar en la piel de la muchacha.

—¡Sí! —gimoteó ella—. Más, por favor, Willi. Hasta que te suplique que pares.

Se despertó por la mañana como si estuviera en un sueño, sin tener ni idea de en dónde estaba. Cuando se dio cuenta de que el peso que tenía sobre su brazo era Putzi, se la acercó y empezó a hacerle el amor como sentía que debía hacerse el amor: suave, reverentemente. Pero una vez más, en el apogeo de la pasión, Putzi quiso que la azotara. Esta vez Willi se sintió incapaz. Se levantó de la cama y miró a su alrededor aturdido, asombrado de que fueran las siete y de que iba a tener que ir al trabajo con la misma ropa que el día anterior.

—Volverás, lo sé. —Putzi le tiró de la corbata cuando él intentaba salir por la puerta.

Willi la besó rápidamente en los labios.

—Sí —dijo—. Pero sólo porque vas a hacerme subir a bordo del yate del Gran Gustave, querida. No porque quieras a un maestro de escuela que te meta en cintura.

Cuando salió huyendo del lúgubre edificio, tomó nota de llamar a su primo Kurt en cuanto llegara a la oficina.

En el S–Bahn, se llevó un susto cuando leyó los titulares de la mañana: «Hindenburg nombra nuevo canciller: ¡Von Schleicher promete mano de hierro!».

Von Schleicher ya era canciller, el tercero en otros tantos años. «Permanezca a mi lado, Kraus —reverberaron las palabras en su cabeza—. No lo lamentará».

Willi rezó fervientemente para que así fuera.

Tras bajar el largo tramo de escalones de la estación, salió a la Alexanderplatz, y el olor de las salchichas a la parrilla procedente de un puesto ambulante le recordó que no había desayunado. El tiempo había enfriado. Lo suficiente para que nevara, pensó, aunque el cielo era de un azul brillante. Parado en la esquina mientras devoraba una Leberwurst, todavía podía sentir el cuerpo caliente de Putzi entre sus brazos. Era capaz de comprender que una joven empobrecida recurriera a la prostitución, pero que obtuviera placer del dolor lo afligía. No le había gustado pegarla, ni una sola de las veces que Putzi le había obligado a hacerlo, aunque la satisfacción que le proporcionaba aquello era innegable. ¿Por qué? ¿Por qué la gente obtenía placer del dolor? ¿No era ya la vida lo bastante dolorosa sin necesidad de confundir lo que hace daño con lo que es bueno?

Pese al sol y los optimistas escaparates festivos de Tietz —que mostraban a unos maniquíes en lencería volando hacia 1933 en unos trineos tirados por renos—, le embargó un sentimiento de tristeza mientras se dirigía penosamente a la Dirección General de la Policía. No entendía la vida, y tampoco quería hacerlo. Si Putzi pudiera ser diferente…, qué feliz podría ser él a su lado. Era la primera vez, después de Vicki, que se sentía así: vivo.

Al detenerse para que pasara un autobús de dos pisos con un brillante anuncio azul de dentífrico, pensó… que quizá pudiera ayudarla; que quizá pudieran ayudarse mutuamente.

El tráfico se arremolinaba en la Alexanderplatz ajeno a los mundos concéntricos de vida que se movían por las aceras. Apoyados en los edificios, hileras de mendigos vestidos con poco más que harapos extendían sus sombreros hacia los transeúntes, muchos veteranos de la Gran Guerra, sin piernas, sin ojos, sin narices… Más cerca del bordillo pululaban cientos de
Arbeitslos,
de parados, fumando con desgana, charlando por charlar. Algunos vendían cerillas, lápices y cordones de zapatos que exponían en mantas extendidas sobre la acera. Otros sostenían carteles manuscritos pidiendo un trabajo, pero la mayoría mataba el tiempo sin más, mientras esperaba a cobrar el subsidio semanal o a que abriera el comedor de beneficencia que había un poco más allá. Las manos en los bolsillos, los cuellos de las chaquetas levantados hasta las orejas, los sombreros entre los hombros hundidos. La Gran Depresión había dejado a setecientos cincuenta mil berlineses sin empleo. Un hombre con todas sus posesiones mundanas metidas en unas mugrientas cajas de cartón que transportaba a hombros, pasó arrastrando los pies con los ojos desorbitados de un muerto. Otro sonámbulo, pensó Willi.

Un tranvía pasó por su lado con un chirrido ensordecedor, tirando de varios vagones en los que se animaba a acudir a las gigantescas rebajas navideñas de Wertheim, que abría sus puertas al otro lado de la plaza. Apoyado contra una columna publicitaria con eslóganes rivales de los nazis y los comunistas —«¡Trabajo, Libertad y Pan!», frente a «¡Trabajo, Pan y Libertad!»—, Willi divisó a un viejo amigo, si es que se le podía llamar así.

—¡Kai! —Willi se paró y levantó la mano.

El chico alzó la vista sobresaltado, mostró una amplia sonrisa y su grueso pendiente de oro brilló al sol.

—¡Inspektor Kraus! —Cogió la mano de Willi y se la estrechó con sumo gusto—. Siempre es un placer. Sobre todo hoy, en vista de que es una mañana tan fantástica para mí.

Kai sobresalía incluso entre las miles de almas que pululaban por la Alexanderplatz. Era uno de los Niños Salvajes más famosos de Berlín, las bandas de adolescentes sin hogar que vagaban en grupo, sobreviviendo en sótanos y edificios abandonados, haciendo de todo para ganarse la vida, desde actuar en la calle hasta prostituirse. Kai tenía su propia banda, los Apaches Rojos, que trabajaba en la parte de la plaza donde estaban los Almacenes Tietz. Se les identificaba fácilmente por sus pañuelos rojos y el maquillaje negro que llevaban alrededor de los ojos. Kai, el jefe, un verdadero ario de ojos azules, siempre iba vestido de forma harto llamativa, con un poncho mexicano a rayas, un sombrero de monte con plumas y, por supuesto, su inconfundible pendiente de oro. Tan alto como Gunther, aunque bastante más definido de rasgos y musculoso, Kai se sentía insolentemente orgulloso de su afición por los chicos. Aunque él y los de su pelaje resultaban repugnantes para la gente como los nazis, la ayuda de los Apaches Rojos había sido decisiva para encontrar al Devorador de Niños. Pese a toda su rimbombancia, las SA se habían revelado inútiles.

—¿Y qué tiene hoy de especial? —Willi reparó en un brillo peculiar en los ojos del muchacho.

—¡Vaya!, pues que hoy cumplo dieciocho años y he decidido sentar la cabeza. Así que dejo la banda. Se la dejo a Huegler. A las cuatro de esta tarde informaré de mi nueva situación.

Sabiendo que Kai no había ido ni un solo día al colegio desde que tenía siete años, Willi no fue capaz de imaginar ninguna profesión totalmente respetable que pudiera estar aguardándolo, pese a los muchos rasgos estupendos que alumbraban al muchacho. Así que se limitó a desearle la mejor de las suertes y añadió:

—Recuerda que si alguna vez puedo hacer algo por ti…

—Puede que pronto sea yo quien esté en posición de hacer cosas por usted, Herr Inspektor. —Y le guiñó un ojo misteriosamente.

—¡La princesa estuvo allí! —La mirada azul cobalto de Gunther chisporroteó como si tuviera rayos X en los ojos.

A Dios gracias, no pareció darse cuenta de que Willi llevaba la misma ropa que el día anterior; en cambio, Ruta sí lo hizo.

—Estuve allí sentado toda la noche bebiendo cerveza. Bueno, me encanta esta misión, jefe. De todas formas, insistí en llevar las conversaciones hacia las piernas de las mujeres, como usted me sugirió. Se asombraría de la cantidad de hombres que hay cuya prioridad sexual son las piernas. Yo siempre he pensando que el pecho era lo importante. Pero no en ese tugurio. Al final, con el tercer o cuarto tipo con el que hablé, entablé una de esas conversaciones sobre las mejores piernas que ha visto uno en la vida, y el hombre va y saca a colación a la pelandusca de aspecto exótico que apareció por El Ciervo Negro el último fin de semana, vestida… no se lo pierda… ¡con un abrigo de leopardo!

Bien, ya está, pensó Willi.

La princesa, tras haber visto primero al doctor Meckel y luego haber sido hipnotizada por el Gran Gustave, volvió al Adlon, se preparó para acostarse y a medianoche se puso su abrigo de leopardo y cogió el tren hasta Spandau, donde entró en la posada de El Ciervo Negro y nunca más se la volvió a ver. Aquello seguía sin explicar el motivo, ni si estaba absolutamente normal después de la hipnosis, como insistía su marido, ni si varias horas después se arrojaría voluntaria y directamente a los brazos de sus secuestradores.

—¿Qué hay de Schumann y el amigo? —preguntó Willi.

Gunther negó con la cabeza.

—Nichts.
Pero oí algo acerca de un instituto en el que trabajaban varios médicos. No conseguí el nombre.

—Sigue bebiendo con el cerdo —dijo Willi—. Estamos llegando a alguna parte, aunque no estoy seguro de querer ir adondequiera que esté eso.

Capítulo 9

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