Los Sonambulos (13 page)

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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Roehm se calló para recuperar el resuello, y miró porfiadamente a Willi.

—Todos los estamentos del Partido coinciden en que la única manera de alcanzar el poder en Alemania es a través de la legalidad y con el apoyo del ejército. El general Von… esto es, el canciller Von Schleicher me ha pedido apremiantemente que le preste a usted mi ayuda. —Roehm se detuvo—. Como es natural, no me gustan los judíos.

—No menos que a mí los nazis, estoy seguro.

Roehm levantó su barbilla marcada por la guerra.

—Entonces he de preguntarle, Herr Inspektor–Detektiv, qué es exactamente lo que necesita de mí con relación a su investigación sobre el general Meckel.

—Para empezar, que me garantice la seguridad de mis agentes y la mía propia mientras la llevamos a cabo.

—Natürlich.

—Querremos registrar la residencia de Meckel. Habrá que retirar a los guardias de las SA allí apostados.

—Muy bien. Avíseme con tiempo y así se hará.

—Y quiero toda la información que tenga sobre el doctor Meckel, incluido su expediente desaparecido del archivo del Hospital de la Caridad.

—Lo tendrá.

—También quiero que se mantenga a Meckel en la ignorancia más absoluta al respecto.

—En la ignorancia estará, Herr Inspektor–Detektiv. Absolutamente en la ignorancia.

Capítulo 11

L
a tenue luz de unas velas bañaba el comedor cuando Willi entró en su piso. Putzi tenía la cena preparada. Le cogió el abrigo y se lo colgó como una esposa perfecta.

—Son casi las diez, ¿sabes? Pero no me lo digas: el trabajo de un Inspektor no acaba nunca.

Habían pasado dos años desde la última vez que había llegado a su casa y encontrado una cena. Y una mujer. Apenas pudo contener su emoción.

—No —dijo ella, apartándole la cara de su cuello—. Estoy hambrienta, Willi. Comamos, por favor.

Se había vuelto a poner aquellos condenados mitones negros, advirtió Willi. ¿A qué venían esas prendas? ¿Era otro de sus fetiches? Aunque, al ver su mirada soñadora cuando colocó la comida en la mesa, Willi decidió no hacer de aquello un problema. Ya había hecho bastante teatro por aquella noche.

Putzi era una cocinera más que decente. No tanto como Vicki, por supuesto, que había ido a París a estudiar cocina. Pero Putzi había cogido las pocas cosas que él tenía en casa, añadido algo de pescado fresco y hecho una bullabesa estupenda. Se sentía orgulloso de ella; más que eso: se estaba enamorando de ella.

—Putzi, no vuelvas al trabajo. Yo cuidaré de ti.

Ella apartó la mirada y la posó en el plato, y su pelo ondulado brilló a la luz de las velas.

—¡Dios mío, Willi!, no te precipites. No hay necesidad.

—No vuelvas al trabajo.

Putzi levantó la barbilla, y se miraron fijamente a los ojos.

—¿Crees que estoy llorando porque echaré de menos mis botas moradas? Ahora tómate la maldita sopa antes de que se enfríe.

En los postres, ella volvió a sacar a Gina Mancuso a colación.

—No puedo dejar de pensar en ella. Cuando duermo. Cuando estoy despierta. Es como si me persiguiera un fantasma que me dice que persiga a Gustave. —Dejó caer el tenedor—. Esa chica era extraordinaria, Willi. Una fuerza de la naturaleza. No me refiero físicamente, sino por dentro. Una verdadera luchadora. Tal vez fuera su espíritu norteamericano; no lo sé. Recuerdo una vez en que se puso a discutir por un aumento de sueldo. No temía enfrentarse a los peces gordos, como los demás. Pero ¿adónde la llevó eso, eh? Al río.

Willi también había estado pensando en lo que había provocado que Gina Mancuso acabara en el río. Desde el principio había dado por sentado que era obra de otra persona, que había sido asesinada. Pero en ese momento se encontró considerando que, si quienquiera que le hubiera operado las piernas, la quería muerta, ¿por qué no limitarse a enterrarla? ¿O convertirla en carne a la tártara? ¿Por qué arrojarla a un río y correr el riesgo, por pequeño que fuera, de que pudiera ser encontrada?

Las palabras de Putzi se quedaron resonando en su cabeza: «Una verdadera luchadora. Una fuerza de la naturaleza». Si eso fuera cierto… tal vez no habría sido arrojada al río. Recordó la extraña sonrisa de tranquilidad, de triunfo incluso, en sus labios muertos y azules. Quizá se había metido en el agua por propia voluntad. Quizá… había escapado. De ser así, y después de que hubiera sido encontrada, al cirujano que la desfiguró no le habría quedado más alternativa que tratar de cargarle el hecho a otro candidato cualificado… sin duda alguna, a un camarada.

A la mañana siguiente estaba nevando, copos grandes y sedosos que se fundían tan pronto tocaban la acera. Los raíles de los tranvías relucían en contraste con los adoquines grises, y todos los perritos salchicha llevaban jerséis de invierno. En la estación del Zoo, Willi se sorprendió una vez más mirando de hito en hito los titulares. Esta vez los sintió como si una espada se le clavara entre los hombros: «¡Médico se suicida! ¡El famoso traumatólogo Meckel se dispara en la cabeza!».

Durante un momento se quedó allí parado, entre el gentío de la mañana que pasaba a toda prisa por su lado, con los ojos fuertemente cerrados. Así era como Ernst Roehm negociaba: había mantenido a Meckel en la más absoluta de las ignorancias. Lo único que Willi era capaz de ver era aquella espantosa cara marcada por la guerra. Con un escalofrío que pareció penetrarle la mismísima médula, se dio cuenta de que cada paso que diera en ese momento sería detrás de las líneas enemigas; para cuando llegó a la oficina, una silenciosa determinación se había apoderado de él. Cerró la puerta y descolgó el teléfono.

—Ava —dijo, cuando consiguió hablar con su cuñada—. Te voy a pedir que hagas algo de terrible importancia. Ahora no puedo explicártelo, pero es fundamental que hagas exactamente lo que te… Ava, ¿qué pasa?, ¿estás llorando?

Transcurrió un largo y doloroso momento antes de que Ava pudiera hablar.

Dios no quisiera… no a uno de los niños.

—He perdido el trabajo, Willi.

—¿Qué dices? ¿Fritz te ha despedido?

—No, Fritz no. Ullstein Press. Se ha desecho de la mitad de los judíos de su personal.

—Pero eso es absurdo. Los Ullstein son judíos.

—Piensan que los nazis están adquiriendo demasiado poder, así que están como locos por intentar pasar inadvertidos y permanecer fuera del punto de mira.

Willi no sabía qué decir.

—Escucha. Eso sólo simplifica lo que te tengo que pedir. Ava, quiero que saques a los niños del país. Inmediatamente. —No puedes hablar en serio.

—Llévatelos a París. En coche. O en tren. Me da igual cómo. Pero idos. Quedaos con tía Hedda. O reservad habitación en un hotel, si es necesario.

—Willi, todavía no han terminado las clases en el colegio.

—No importa. Llévatelos inmediatamente. Y tus padres también deberían irse.

—Pero… ¿por cuánto tiempo?

—No mucho. Unas semanas como máximo, espero. Esta noche me acercaré para hablar contigo.

—¿No lo habrás olvidado? Esta noche se celebra el festival de invierno de Stefan. Prometiste estar allí.

—Y estaré. Pero, Ava… mientras tanto… ve preparando lo necesario. Por favor. Mañana por la tarde… quiero a esos niños fuera de Alemania.

—Los de Personas Desaparecidas son incuestionablemente estúpidos —se quejó Gunther al entrar en el despacho de Willi con una pila de expedientes prácticamente tan alta como él—. Ni siquiera saben cuánto son dos más dos. —Dejó caer la pequeña montaña sobre la mesa de su jefe—. Si así es como funciona ese departamento, no me extraña que gente como los nazis piense que la policía es inútil.

Willi comprendió la frustración, aunque no el punto de vista.

—¿Qué es todo esto, Gunther? —masculló, distraído. De repente, no podía dejar de pensar en Hoffnung y su esposa. ¿Adónde podían haber volado? Aquellos matones de las SA no se detenían ante nada, por lo que él hacía lo correcto mandando a sus hijos fuera.

—¡Las sonámbulas! Me he pasado un día y medio trabajando con esa deficiente en el despacho de Mutze, pero al final he conseguido sacar a la luz todo esto. ¿Se lo puede creer? Hay personas que han estado deambulando como zombis por las calles de Berlín desde hace ya un año, esfumándose en el aire, y a esos cretinos nunca se les ha ocurrido vincularlas.

Willi y Gunther dedicaron el resto del día a revisar los expedientes. A última hora de la tarde el panorama no sólo se había aclarado, sino que resultaba mucho más espantoso. Durante los últimos nueve meses, tres coristas sin ninguna relación entre sí, una griega, una rusa y una serbia, habían sido vistas «caminando como sonámbulas» la noche en que habían desaparecido. Mila Markovitch, la serbia, había trabajado en clubes nocturnos en los que el Gran Gustave actuaba. La habían visto subir a un vagón del S–Bahn en dirección a Spandau. Además, dos miembros de un equipo femenino de atletismo checoslovaco habían desaparecido en similares circunstancias después de asistir a una «Noche Misteriosa» en la que el Gran Gustave oficiaba de anfitrión. Si bien no encontraron ninguna conexión entre Gustave y dos parejas de gemelas —una polaca, la otra italiana— ni con una familia completa de enanos húngaros, todos ellos también desaparecidos después de que los testigos afirmaran que parecían «dirigirse a algún sitio dormidos». Entre los desaparecidos no había ni un solo alemán rubio de ojos azules. Y no existía la menor prueba, aparte de la circunstancial, que vinculara a Gustave con las desapariciones. ¿Adónde demonios enviaba a aquella gente?

¿Y por qué?

Poco después de las cuatro, Ruta entró dando saltos con un gran sobre que un mensajero acababa de traer.

—Alguien ha recibido un paquete sin señas —dijo en tono burlón. Pero, al entregárselo a Willi, advirtió que sí llevaba señas: en el dorso, en el lugar destinado al remitente, había estampada una gran esvástica negra.

—N–no lo abra —dijo, tartamudeando—. Podría ser una bomba fétida.

Y en cierto sentido lo era: el expediente del difunto doctor Hermann Meckel. Al menos, Ernst Roehm había cumplido al pie de la letra una de las promesas.

Willi y Gunther apartaron los demás montones. El dossier de Meckel era grueso, aunque mortalmente aburrido. Una biografía familiar terriblemente exhaustiva que se remontaba a siglos atrás, con un relato secundario de sus estudios de medicina y una sinopsis de las conferencias que había pronunciado, incluida aquella que ya había encontrado Gunther sobre el trasplante de huesos, así como algunas hojas aún más numerosas sobre las diversas asociaciones a las que había pertenecido, los comités de los que había sido miembro y las clínicas en las que había trabajado… Una relación de apariencia especialmente detestable con algo llamado Instituto para la Higiene Racial había llegado a su fin hacía seis meses, sin que se diera explicación de las razones. Willi tomó nota de examinar los expedientes de los demás traumatólogos principales para buscar cualquier referencia a ese lugar. Y ya estaba a punto de pasar la página, cuando Gunther le agarró la mano.

—Espere un segundo. Ponga esa hoja a contraluz, jefe. Mire.

En la columna que había a continuación del Instituto para la Higiene Racial, bajo el epígrafe de «Asociados», el resplandor de la luz dejó al descubierto lo que parecía haber sido una lista de nombres tachados en blanco como para volverlos ilegibles. Willi cogió una hoja de papel en blanco e intentó seguir los trazos de los nombres, aunque no llegó a nada.

—Yoskowitz —dijeron al unísono.

Willi metió la hoja en un sobre.

—Muy bien. Esta noche salgo para el colegio de mis hijos. Pero primero le llevaré esto a ella. Sigue con el resto.

—De acuerdo, señor. Y luego me toca volver a El Ciervo Negro.

—Ach so.
Pobre Gunther.

—De eso nada. Da la casualidad de que esta noche llevaré una compañía muy atractiva. Willi enarcó una ceja.

—Bueno, no la pongas en ningún apuro, Gunther. Y no me refiero a los habituales.

—Sí, señor. Lo sé, señor. No, no tiene de qué preocuparse. Ella es como yo, señor. Una republicana convencida.

Bessie Yoskowitz tenía en la misma calle un pequeño estudio situado en un nuevo y bonito edificio de oficinas llamado Alexander Haus, justo enfrente de Wertheim. Cuando entró, Willi apenas pudo ignorar al ruidoso destacamento de Camisas Pardas de las SA apostado delante de los famosos almacenes, cuyos integrantes sujetaban carteles con caricaturas grotescas, al tiempo que cantaban: «¡Cada vez que les compras a los judíos, perjudicas a tus compatriotas alemanes! ¡Cada vez que les compras a…».

Yoskowitz, una mujer diminuta de poco más de sesenta años, pelo gris meticulosamente recogido en un moño encima de la cabeza y un inconfundible acento entre yiddish y polaco reminiscencia de su juventud, se contaba entre los conservadores de papel más competentes de Berlín. Sus hábiles dedos trabajaban de todo, desde papiros egipcios para el Museo Pergamon hasta documentos relacionados con la policía como el que Willi le llevaba en ese momento.

—Entiendo. —Examinó la hoja con una gruesa lupa de las que utilizaban los joyeros—. Sí, pues claro que es posible. Tengo productos químicos que pueden despegar la tinta blanca de la negra. Pero me llevará algún tiempo. ¿Ves todo el trabajo que tengo acumulado aquí?

—Bessie…

—Lo sé, lo sé. Todo lo de la Kripo tiene máxima prioridad. Pero ya estamos a viernes, así que dame hasta el lunes. O sea, hasta Nochebuena. Quedaremos pronto, digamos que a las doce. ¿Te parece bien?

—Eres la mejor.

—Escucha, Willi. —Su mano diminuta le impidió marcharse—. Antes de que te vayas. Espero que no te parezca una impertinencia, pero tal como están las cosas… Me preguntaba si, por casualidad, podrías tener idea de lo que realmente va a suceder, me refiero políticamente.

Incluso en la sexta planta podían oír los ecos de la calle: «Cada vez que les compras a los judíos…».

A pesar de sus derrotas electorales —o precisamente a causa de ellas—, los nazis habían incrementado su campaña antisemita, exigiendo el boicot a los negocios de los judíos, acosándolos en los lugares públicos… Un anciano de barbas había muerto después de que lo arrojaran a las vías del tren. Semejantes atrocidades se convertían inevitablemente en noticia de primera plana y tenían aterrorizado al menos al uno por ciento de la población, que era a todo lo que llegaban los judíos alemanes. Apenas seiscientas mil personas que, según Hitler, estaban destruyendo la nación alemana.

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