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Authors: Paul Grossman

Tags: #Intriga, Policíaca, Histórica

Los Sonambulos (16 page)

¡Pobre niña!, pensó. Sólo Dios sabe por lo que has tenido que pasar.

Pero qué lugar tan maravilloso para estar en aquel momento, donde la brisa era tan fresca y los pinos tan verdes. La diminuta Isla de los Pavos Reales, a caballo entre Wannsee y Babelsberg, había sido convertida en reserva natural a finales del siglo XVIII. Ya un parque entonces, era considerado mayoritariamente una de las apoteosis del romanticismo alemán. Mientras caminaban por sus pintorescos senderos, Putzi inclinada hacia él con su ceñido vestido rosa y agarrándolo para apoyarse, pasaron por campos de color esmeralda a los que daban vida los pavos reales que allí se pavoneaban, por praderas bañadas de sol y por pequeños pabellones ajardinados, construidos para que parecieran ruinas de castillos medievales.

Todo estaba tan en calma allí y era tal la apacible rusticidad que se respiraba, que Putzi se echó a llorar.

—¿Por qué no puede el mundo ser igual de hermoso que esto? ¿Por qué?

La pregunta más vieja del mundo, pensó al tiempo que le prestaba su pañuelo.

Al final de la isla, un pequeño ferry los devolvió a tierra firme. Putzi seguía sin encontrarse bien y quería irse a casa. Tuvieron que coger el S–Bahn para volver a Wannsee a recoger el coche de Willi. Ninguno de los dos tenía mucho que decir. Además de sentirse mal por ella, Willi rumiaba su frustración, pues había sido una tarde infructuosa. Era evidente que no tenía ninguna pistola humeante contra Gustave; no tenía nada. Sólo un atisbo deprimente del futuro, y otra lección sobre la miseria humana.

¡Como si le hiciera falta!

Mientras conducía de regreso a la ciudad, una docena de pensamientos pugnaban en su cabeza. Sabía que en ese preciso instante sus hijos debían de estar llegando a París con Ava y los Gottman. ¿Cuándo volvería a verlos? ¿Cuánto tiempo tendrían que permanecer separados? Los extrañaba tanto ya que le resultaba doloroso. Pero, hasta el momento, todos sus esfuerzos en los casos de la Sirena y la princesa búlgara no le habían llevado muy lejos ni le habían hecho ganar ningún punto con su jefe. De hecho, el Kommissar le había dejado claro que Von Hindenburg estaba de lo más decepcionado por la falta de resultados de Willi. El rey de Bulgaria en persona le había colgado el teléfono al presidente del Reich. Una gran humillación. En otras palabras, Willi estaba provocando un incidente internacional. Horthstaler recordó a Von Hindenburg que a Willi le había costado muchos meses —y muchas vidas de niños— atrapar al
Kinderfresser.
¿Eso era un cumplido o un insulto?

En aquellos días estaba resultando difícil decir quién o qué estaba del lado de uno.

Willi había estado considerando meter a más detectives de su unidad en el caso, pero dos ya estaban sobresaturados de trabajo y en el tercero no confiaba. El paliducho Herbert Thurmann había llegado a su unidad tras seguir un camino promocional de lo más dudoso, y Willi se lo había encontrado más de un vez husmeando en expedientes que no le correspondían. Abundaban los rumores sobre los intentos de los nazis de infiltrarse en la policía de Berlín. De ser ciertos, su propio pequeño topo fascista tenía que ser Thurmann, así que no tenía ninguna intención de que aquel sujeto se acercara lo más mínimo al caso.

Luego estaba Putzi. ¿Podía confiar realmente en ella? Y en resumidas cuentas, ¿qué estaba haciendo él con aquella chica vestida con un traje rosa y unas plumas de marabú negras? La noche anterior había intentado imaginarse presentándosela a sus hijos. Y a su parentela política. Era ridículo. Todo el asunto. Absolutamente irracional. ¡Por amor de Dios!, ¿de verdad pensaba que podría reformarla?

¿A una zorra con botas?

La encrucijada literal se presentó en Spandauer Damm, pasados los jardines barrocos del palacio de Charlottenburg. A su izquierda, el puente que cruzaba el Spree y se adentraba en el norte de Berlín, donde ella vivía. A la derecha, la Káiser Friedrich Strasse, que conducía al oeste de Berlín y a su casa.

—Bueno, ¿cuál va a ser,
Liebchen?
—dijo Putzi, dirigiéndose a los pensamientos de Willi—. No te guardaré rencor si me llevas a casa. De verdad. Nunca he esperado nada. Te echaré de menos, por supuesto, pero ¡qué demonios!, podemos saludarnos cuando nos crucemos en Tauentzien, ¿verdad?

Willi giró a la derecha, sintiéndose incapaz de abandonarla. Le daba igual que fuera racional o no. ¿Quién lo era en aquel entonces?

Mientras conducía, sintió la mano de Putzi bajo el brazo y su cabeza sobre el hombro.

—¡Ay, Willi, Willi, qué buen chico que eres!

—¿Sabes lo que realmente me apetecería hacer esta noche? —dijo ella con un bostezo cuando llegaron al piso de Willi. Esperaba que Putzi dijera que irse a dormir decentemente y temprano. Pero no; quería salir. Como hacía la gente normal un sábado por la noche.

—Sí, exactamente como la gente normal. —La idea parecía atraerle tanto como una bonita muñeca podría atraer a una niña—. Nos lavamos, nos ponemos ropa informal y nos vamos a ver una película o a cenar por ahí. ¿No te parece divino? Igual que una pareja normal.

«Lavarse», se percató Willi, significaba inevitablemente que Putzi se tirara un buen rato en el baño con su bolso. Mientras tanto, él telefoneó a París. Su familia acababa de llegar a la Gare du Nord, le informó tía Hedda, y en ese momento se dirigían en taxi a su casa. Todo había ido sobre ruedas; todos estaban bien.

—Diles que los quiero —le dijo Willi—. Volveré a llamar mañana, cuando estén instalados.

—Jolines! ¡Mira la iluminación navideña! —exclamó Putzi cuando paseaban tranquilamente cogidos del brazo por la Kudamm. El bulevar entero parecía relucir. Los neones parpadeaban; los escaparates de las tiendas centelleaban; las hileras de altísimas columnas publicitarias luminosas irradiaban incontables promesas… En la Breitscheidplatz, orlada por una sucesión de cines que competían por el público, los voceadores aullaban con altavoces los títulos y los nombres de las estrellas de las películas. El olor a castañas recién asadas impregnaba el aire. Ni siquiera los Camisas Pardas, que agitaban sus latas, parecían arruinar el espíritu festivo. En el nuevo Universum, un largo y elegante edificio ultramoderno diseñado por el mismísimo Mendelsohn que había hecho la casa de Fritz, el cartel de la marquesina elevado y a todo color mostraba al gran actor británico Charles Laughton representando a un Nerón que tocaba la lira como un loco mientras ardía Roma. Era el último gran espectáculo de Cecil B. DeMille,
El signo de la cruz.

—¡Venga, veamos ésta! —Putzi le tiró del brazo—. Sale Claudette Colbert.

Sólo Hollywood, sólo DeMille, podía haber hecho semejante película. La pantalla rebosaba de imágenes de crueldad gratuita, vicio y degradación. Los cristianos, ancianos, mujeres y recién nacidos, eran arrojados a los tigres, crucificados y quemados para regocijo de miles de personas. Los hombres luchaban con toros, las mujeres combatían contra pigmeos, los elefantes pisaban las cabezas de las personas… Putzi estaba extasiada, y se levantó junto con el resto del público para aplaudir el triunfo final del bien.

—¿No estaba magnífica la Colbert? —Al salir del cine, agarró a Willi del brazo—. Y ese baño de leche. Nunca he visto nada tan sensual. ¿Te gustaría que me diera un baño de leche, Willi? ¿A que sí, eh? No tienes más que decírmelo…

—Lo único que quiero hacer con la leche —contestó él con firmeza— es prepararme unas gachas de avena. Bueno, ¿adónde te gustaría ir a cenar?

Putzi lo cogió por la solapa de la chaqueta.

—¿Me prometes que no te reirás? —Y sacudió un puño delante de él amenazadoramente.

—No lo haré. Te prometo que no me reiré.

Pero, cuando se lo dijo, no pudo contenerse.

«¡El lugar más alegre de Berlín!», «¡Los grandes almacenes de los restaurantes!», «¡La barata excursión alrededor del mundo en doce hábitats gastronómicos!».

La Haus Vaterland de Kempinski no tenía rival entre los locales de diversión de Berlín. Intensamente iluminado, con una gran bóveda que se elevaba por encima de la Potsdamer Platz como un molinillo de neones centelleantes y giratorios que brillaba por toda la ciudad, el local ofrecía a su clientela doce orquestas, cincuenta actuaciones de cabaré y las famosas Chicas de la Haus Vaterland.

Willi había estado allí en numerosas ocasiones; su suegro adoraba el lugar. La cervecería bávara al aire libre tenía capacidad para cien personas sentadas, un lago artificial, camareras con el típico traje regional y camareros que cantaban al estilo tirolés. La Terraza del Vino sobre el Rin mostraba pinturas de patines de agua que pasaban flotando junto a castillos en miniatura, y cada hora en punto, entre rayos y truenos, una lluvia de cinco minutos refrescaba el lugar. El Restaurante Húngaro de la Repostería; El Jardín de Té Japonés; el Salón del Salvaje Oeste… No había nada igual en Europa. Con capacidad para dar de comer a seis mil comensales al mismo tiempo, el lugar era una verdadera casa de locos.

Putzi escogió el Café Vienes, donde cientos de mesas abarrotadas daban a un diorama de la Vieja Viena y el río Danubio. Un descomunal trampantojo de la estación central de ferrocarril mostraba trenes eléctricos que cruzaban puentes y barcos mecánicos que navegaban por debajo. Montones de parejas daban vueltas frenéticamente al ritmo de una orquesta que interpretaba valses de Strauss.

—¡Qué diablos! Sólo se vive una vez, ¿no? —gritó Putzi, cuando el camarero les llevó las cartas. Fue una noche espléndida, en la que bailaron y rieron.

Como una pareja normal.

Los dos estaban más que achispados cuando el taxi los dejó en casa. Putzi hizo café y permanecieron levantados, hablando entre balbuceos de sus respectivas infancias. En línea recta, calcularon, después de que Willi hubiera desplegado un gran mapa de la ciudad sobre la mesa, se habían criado a pocos kilómetros de distancia. Y sin embargo, podrían haberlo hecho perfectamente en planetas diferentes. Ninguno de los paisajes ocupados por uno le era mínimamente familiar al otro. Willi no se podía creer que ella jamás hubiera estado en el parque más fantástico de Berlín, el Tiergarten.

—Es un escándalo dijo—. Es una carencia cultural. Mañana —ordenó, volviendo a plegar el mapa—. Mañana iremos.

Cuando estaban a punto de irse a acostar, ella volvió a desaparecer en el baño y, cuando salió, lo hizo como una suave y pegajosa gatita anhelante. Se sentó en el regazo de Willi y le rodeó el cuello con los brazos, acariciándole el pelo con las manos enguantadas en encaje. E inesperadamente se puso a hablar de Gina.

—Dime la verdad. —Putzi lo abrazó, dispuesta a conseguir su propósito—. Tengo que saberlo, Willi. ¿Qué le ocurrió realmente? ¿Cómo la mataron?

Las defensas
de
Willi se derrumbaron. Se sentía tan cerca de ella… La obligó a sentarse frente a él.

—Es muy desagradable, Putzi. ¿Estás segura de que quieres saberlo?

—Tengo que saberlo, Willi. No me preguntes por qué.

Se lo contó toco.

—¿Que experimentaron con ella? ¡Oh, no puede ser cierto! ¡Willi, eso no puede ser! Nadie podría ser tan cruel.

En un tono sombrío y lastimero fue confesando lentamente que ella y Gina habían sido algo más que simples compañeras de habitación. Mucho más. Y que durante todo aquel tiempo la culpa la había consumido por no haber mantenido a Gina lejos del Gran Gustave, que todos sabían que era un cerdo y se rodeaba de lo peor. Miró a Willi llena de temor, esperando que la pegara o se deshiciera de ella. O que le pateara la cara. Pero, más bien al contrario, la cogió entre sus brazos y la abrazó como si fuera una niña perdida, un preciado tesoro que acabara de encontrar.

Hicieron el amor como recién casados, fundidos con el universo, fundidos el uno con el otro.

—Willi, no me lo niegues —jadeó Putzi, desesperadamente—. Te necesito terriblemente. Necesito que lo hagas. ¿Lo entiendes? Pero esta vez no sólo con la mano, sino con el cinturón. ¡Y con fuerza!

»No seas cobarde. ¡Oh, Dios, por favor, no…! No pienses que me estás haciendo daño…

»¡Ahh… sí!

»Eso es, Willi,¡ más fuerte! No pienses que…

»¡Ahhhh! ¡Sí! ¡Sí!

»¡Más fuerte, Willi!

»¡Más fuerte!

Capítulo 14

E
l lunes amaneció gris y con niebla, y Putzi se quedó en la cama. Era la víspera de Navidad e iba a ir a visitar a su madre. ¿Quería Willi acompañarla? La comida no iba a ser gran cosa, nada que ver con la de Haus Vaterland, pero…

—Lo dejaré para otra ocasión. —Se inclinó y la besó—. Como dijiste, no hay necesidad de precipitarse.

Una vez fuera, mientras se abrochaba el abrigo para protegerse de la humedad, no tardó mucho en darse cuenta de que algo pasaba. No había tranvías ni autobuses, y algunos grupos de personas se apiñaban aquí y allá con inquietud, farfullando algo sobre una huelga. Nadie sabía si el S–Bahn iba a funcionar, así que Willi siguió hasta dejar atrás la iglesia del Káiser Guillermo, momento en que sus campanas dieron lúgubremente la hora. En la Zoo Bahnhof, una extraordinaria visión se abrió ante sus ojos.

La gigantesca estación de ferrocarril estaba vacía, y delante de ella cientos de comunistas y nazis que en lugar de destrozarse mutuamente, desfilaban formando un piquete… común. Archienemigos que durante años habían empapado de sangre los adoquines de Berlín, según parecía habían forjado un pacto diabólico, uniéndose durante seis horas para cerrar todos los transportes públicos. La extrema izquierda y la extrema derecha unían sus fuerzas para protestar por la orden de Von Schleicher de que todas las organizaciones paramilitares fueran disueltas. Algo sin precedentes. Su objetivo: colapsar la capital. ¡Y vaya si lo estaban logrando! Mientras observaba el irremisible embotellamiento de tráfico en todas las direcciones, Willi llegó a la misma conclusión a la que aparentemente había llegado todo el mundo: la única manera de ir a trabajar era a pie.

Medio Berlín avanzaba penosamente por el Tiergarten. Hombres con bombines negros y abrigos con el cuello de piel, las carteras debajo del brazo o, como era la costumbre europea, las manos cruzadas a la espalda. Secretarias con colorete aferradas a sus bolsos que sabían muy bien que tanto daba la prisa que se dieran, porque ese día sus jefes tendrían que mostrarse pacientes. Muchos parecían asustados, o aturdidos; desde la revolución de 1919 ningún transporte público había cerrado. Era increíble la facilidad con que la ciudad podía colapsarse. Todo lo que uno daba por sentado desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Algunos lo festejaban cantando canciones típicas de excursionistas o villancicos navideños. Y sin embargo, había más gente que circulaba en bicicleta. Bicicletas y más bicicletas. ¿De dónde habían salido todas? Era evidente que mucha gente sabía lo de la huelga, pensó Willi. Al menos, antes de que él se hubiera enterado.

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